15 de enero de 2025
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El televisor de Alexis me acabó de echar a la calle. Alexis, por lo visto, no requería de mi presencia. Yo sí de la de él, en ausencia de Dios. Vagando por Medellín, por sus calles, en el limbo de mi vacío por este infierno, buscando entre almas en pena iglesias abiertas, me metí en un tiroteo. Iba por la estrecha calle de Junín rumbo a la catedral, llegando al parque, viendo, sin querer, entre la multitud ofuscada una señora de culo plano que iba adelante, cuando ¡pum!, que se enciende la balacera: dos bandas se agarraron a bala. Balas iban y venían, parabrisas explotaban y caían transeúntes como bolos en labarahúnda endemoniada. "¡Al suelo! ¡Al suelo!" gritaban. ¿Al suelo quién? ¿Yo? Jamás! Mi dignidad me lo impide. Y seguí por entre las balas que me zumbaban en los oídos como cuchillas de afeitar. Y yo pensando en el viejo verso ¿de quién? "Oh muerte ven callada en la saeta". Pasé ileso,sano y salvo, y seguí sin mirar atrás porque la curiosidad es vicio de granujas. Qué bueno que Darío se murió y se escapó del recalentamiento planetario. ¿La teja? ¿A mi? ¿A mí, a mí, a mí, en un planeta devastado y cuando ya no tenemos redención? ¡Si morirse no es tan grave, niña! Lo grave es seguir aquí. Qué manía tan mezquina ésta de los mortales de aferrarse como garrapatas a la vida, a contracorriente de nuestra profunda esencia. Afuera nieva y los copitos blancos van cayendo con suavidad callada sobre la calle lúgubre del West Side donde vivimos Darío y yo. Los moradores del Admiral Jet, negros y puertorriqueños que el Social Security alcahuetea y que el Partido Demócrata solivianta, se instalan en las noches en el porche a fumar y a beber cerveza (más tarde adentro, en la abyección de sus covachas,se inyectan heroína). Cuando subo del sótano a la acera la nieve los está echando y los hace entrar. –Un momento: no cortés. Podríamos volver a empezar, como si nada hubiera pasado. –¡No jodan más, no insistan! ¿No ven que estoy con el psiquiatra confesándome? La noche anterior había visto una larga fila de monjes en la ciudad del pasado con la que soñaba siempre. Le gustaba pasear por esa ciudad parque sabía orientarse en ella como si jamás hubiera conocido otra. Puentes, pasajes, mercados ruinosos que flotaban a la deriva en grandes lagos de sal, relojes que marcaban la misma hora eterna: ciudad sin árboles y sin fin, con un sol sucio y noches claras como el día. En las calles del centro se abrían unas cavernas que eran -Camargo lo sabía- hoteles, celdillas iluminadas por velas de cera espesa. A uno de esos hoteles estaban entrando los monjes. Los vio, eran miles, mientras la luna caía en el horizonte de la ciudad como una pelota, y él corría entre astillas de luz a ponerla otra vez en su sitio. Los monjes cantaban en sordina y su ronroneo no lo dejaba en paz. Estaba empujando a la luna por un puente de madera cuando lo despertó el celular del diario. Eran las dos y media o las tres. Brenda dormía en la cama de al lado, boca arriba, la cara cubierta por una repugnante crema de almendras. Aún ignoraba que su madre empezaba a morir al otro extremo del mundo, aún ignorabas vos, Camargo, todo lo que estaba muriendo aquella noche. El celular insistía. Tardó en reconocer la voz del editor nocturno, deshilachada por el cansancio. Sacó de la billetera una fotografía de bordes ondulados. Y yo sentí que todo aquello, sus palabras arrastradas y el tono intrascendente, sus gestos lerdos, su risa, por algún motivo que yo no podía comprender formaba parte de una gran broma secreta, una travesura colosal de la que el jujeño me hacía su cómplice al mismo tiempo que me excluía. O quizá no lo sentí ni podía sentirlo y lo imagino ahora. Miré la fotografía e hice un gesto afirmativo con la cabeza, como quien da el visto bueno o aprecia la cicatriz que el otro tiene en el brazo. Una mañana, vencido por la curiosidad, decidió mirar la sutileza de aquellas manos. Con desolación, con horror, advirtió que ella tenía puestos los guantes del hospital. Y supo que los guantes habían estado siempre allí, interponiéndose entre su cabeza y las manos de la madre. ¿También su placenta le habría servido para separarse de él antes de que naciera? ¿Para diferenciarlo de su cuerpo y no para contenerlo y abrigarlo? Y luego, ¿tendría los guantes puestos cuando acercó por primera vez los pezones a su boca? Aquel día deseó con toda su alma que la madre se muriera, llevándoseal otro mundo todas sus no caricias. Pero luego empezó a pensar que el ademán de acariciarlo era lo que valla, y concentró su odio en los guantes. La madre jamás se apartaba de ellos. Antes de dormir, se lavaba las manos con alcohol y dejaba los guantes dentro de una máquina de calor, como la que usaban los viejos peluqueros para esterilizar las tijeras y los peines. –No sé cómo son las otras mujeres. Yo soy cuidadosa con lo que me meto en el cuerpo. –El problema es que sí estaba -dije. Conseguido el Eutanal, fui con mi hermano Carlos a donde elúltimo amigo que le quedaba a papi, Víctor Carvajal, a avisarle que papi se moría. La Loca, con su roñoso egoísmo, no quería que nadie se enterara para poderse disfrutar ella sola toda su muerte. Pero una cosa es lo que quería ella y otra muy distinta lo que quería yo. Unos meses antes, sinalcanzar a tomarse siquiera el aguardiente de la despedida, por el trillado camino de la muerte se nos había ido el otro cercano amigo de papi, Leonel Escobar. Pues mientras caminábamos rumbo a la casa de Víctor rumiando la tristeza, recuerdo que una repentina felicidad nos invadió porque nos pusimos a recordar el entierro espléndido que le hicieron a Leonel sus hijos, durante el cual se bebieron, entre ellos y otros deudos, y entre rezo y rezo del cura y canción y canción de los serenateros, ciento cuarenta botellas de aguardiente que se dicen rápido, una gruesa. Una gruesa se bebieron los cabrones en botellas de aguardiente a la salud del difunto, o mejor dicho en su recuerdo. ¡Y pensar que el pobre Leonel al final no podía ni probar al inefable! –Estás enfermo. Estás loco. Soy un ser humano,?podés entender eso? Tengo sentimientos, razón. No soy tu objeto. Entonces sin decir«agua va» se soltó el aguacero. Uno de esos aguaceros de Medellín, marcianos, en que llueven piedras. Allá las gotas son pedradas del cielo, y el granizo quiebra las tejas y descalabra al cristiano. Por eso existían antaño los aleros. Ya no más porque la humanidad avanza, y cuando la humanidad avanza retrocede. Ayudé a Darío a levantarse de la hamaca y me puse a recoger de prisa el tinglado. Al dar unos pasos para ir a resguardarse bajo techo Darío se cayó y no pudo levantarse. Tiré al suelo lo que tenía en la mano, unos platos, y corrí a auxiliarlo. No pesaba nada, se me estaba desapareciendo. De mi hermano Darío que me acompañó tantos años, que me ayudó a vivir, sólo quedaba el espíritu, un espíritu confuso. Y los huesos. .

Lou Nicholes
Presentando Family Times: Lou Nicholes

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Somos una familia misionera que ha ministrado con Word of Life Fellowship desde 1962. Esta es una organización internacional de jóvenes fundada por Jack Wyrtzen, con sede en Schroon Lake, Nueva York. Lou Nicholes creció en una pequeña granja en el sureste de Ohio.

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