15 de enero de 2025
Comentario destacado
The entire compare and contrast essay
–Estará enculada. Le habrán molestado los reproches de Sicardi. Vos sabés cómo son las mujeres. Camargo apartó esos cálculos de su mente porque él estaba fuera de toda sospecha. Había visto varias veces una película de Elio Petri que se llamaba de manera parecida, Indagine su un cittadino al di sopra di ogni sospetto, en la que un policía fascista asesinaba a su amante y confundía a sus colegas conpistas falsas: una de esas obras maestras de la inteligencia criminal en la que los hechos se acomodan, casi por sí mismos, de un modo que permite imaginar a la víctima coma la única culpable. Pero el personaje, que en la película estaba encarnado por Gian Maria Volonté, carecía del refinamiento intelectual de Camargo y cometía errores fatales de arrogancia, tal vez porque representaba a un régimen autoritario y confiaba en su protección. Camargo, en cambio, se bastaba a sí mismo: estaba por encima de toda sospecha y también por encima de toda autoridad. –Sí, chango -dijo entonces el jujeño-. Yo también, hace mucho, fui más joven que nadie. Que esta vitrina esté abierta y yo pueda meter la mano y robar ese libro, pensé, no tiene nada del otro mundo. Lo que no pensé es por qué se me ocurrió que no tenía nada delotromundo. La soledad de la biblioteca, su convencional misterio de biblioteca en penumbras, se había vuelto vagamente amenazante. Qué hago acá y dónde se habrán metido esas momias, dos preguntas que me hice mientras esperaba. Esperar me enferma. Una mujer de bronce, sin brazos, mutilada por su autor a la altura de las rodillas, me miraba con sus órbitas negras al pie de una escalera. Las estatuas de mujer son inquietantes: sus ojos de epilépticas. Di la vuelta y me coloqué detrás. Fue peor. Ahora no podía apartar la vista de sus glúteos de etíope, formidables, un culo como para sentarse a meditar en Dios sobre la cumbre del Aconcagua. Menos mal que en seguida oí pasos y vocesy el lugar se llenó de manos, apretoncitos, caras con sonrisas y toda clase de buenas costumbres. La señorita Cavarozzi dijo: "Creíamos que ya no vendría a Córdoba" y agregó que no me imaginaba así, aunque, enigmática, no dijo cómo me imaginaba. Pensando vieja loca cara de pájaro le pregunté si me quedaba tiempo de ir al hotel y pegarme un baño. La señorita Etelvina dijo que sí, me quedaba tiempo, dos horas hasta las nueve de la noche para andar por la ciudad o bañarme. Y se rió, no sé de qué. Tenía un modo de reírse, de caminar alrededor de uno, de mover las alitas, que daban ganas de tirarle alpiste. Definitivamente, esa mujer tenía algo; quiero decir la escultura. Volví a examinarla con inquietud. ¿Dónde había visto algo parecido?, ¿y por qué era importante? La vieja señorita Cavarozzi, siguiendo a saltitos mi evolución alrededor de aquel esperpento, creyó oportuno informarme acerca de su autor, especie de Rodin cordobés, gran imaginación creadora. Me doy cuenta, dije yo. Ella me habló de solidez y equilibrio. Yo le pregunté si no le parecía demasiado culona. La vieja señorita me miró. Si no la han puesto demasiado cerca de la escalera, si ese macetón no le quita espacio. Saludé y me fui. En la puerta me crucé con Santiago. Santiago o algún otro que hacía versos y que venía del norte del país. Desde el morro del Pan de Azúcar hasta el Picacho vuelan los gallinazos con sus plumas negras, con sus almas limpias sobre el valle, y son, como van las cosas, la mejor prueba que tengo de la existencia de Dios. Los primeros párrafos no estaban nada mal y fluían con tanta naturalidad que el lector avanzaba sin darse cuenta al párrafo siguiente. Había en ella una conciencia del lenguaje de la que carecían los periodistas más presuntuosos y mejor pagados. Empezaba con una evocación de la infancia huérfana de Mitchum en Bridgeport, enumeraba después los extravagantes oficios de su juventud -matón de cabaret, promotor de astrólogos-, y describía con un par de trazos certeros las siete semanas infamantes de cárcel en Los Ángeles por fumar marihuana, luego de haber sido candidato al Oscar. A Mitchum lo había desvelado siempre el problema del Mal, decía Reina. Era un calvinista en busca de personajes detestables como los deCape Fear yEncrucijada de odios, interesado en demostrar cuán imposible era para Dios salvar a sus criaturas más ciegas. Reina dedicaba veinte líneas desafinadas, en el centro de la necrología, a comentarLa noche del cazador, en la que el difunto había desplegado todos los registros de su complejo arte. Camargo las leyó con alarma. Esas líneas confirmaban sus presentimientos. –No. –Sinfonía. Sinfonía Número Cuarenta en sol menor. –Ya sabía -dice la señorita Etelvina-. Ya sabía que estaba pensando en eso. En el auto, mientras la oprimían la llanura y la noche, sintió que nada de lo que había pasado durante aquel largo día le importaba. No le importaba la crónica que había escrito sobre los sucesos del convento, porque eso ya era pasado y olvido. Lo único que le importaba era, quizá -su vida era una repetición de quizás-, el interés con que había imaginado el viaje de Camargo por la ruta en tinieblas, siguiéndolo desde Luján al manicomio de Open Door y a los maizales de Chacabuco, imaginando lo que decía y lo que pensaba, pero, sobre todo, sintiendo el desplazamiento de su cuerpo a través de las lucecitas perdidas del camino. –Entonces que no lo derroten -dijo la chica. Laureano gritó: De modo que locracamos bien, sonriendo entretanto, pero siguió cantando. Le hicimos una zancadilla y cayó pesadamente, y como un surtidor brotó un chorro grande de vómito de cerveza. Era repugnante, así que comenzamos el tratamiento de la bota, una patada cada uno; y entonces de la roñosa y viejarota le brotó sangre, no música ni vómito. Al fin seguimos nuestro camino. Como pantallazos de una movióla manejada por un loco. Ignoro el orden, Graciela, en qué orden sucedieron las cosas, pero sé que lo que llevo escrito y hasta lo que quisiera o he de callarme sucedió de todos modos. Todavía está sucediendo. Los dos muchachos, ese mediodía. Una pareja muy joven. Los oí caminar a nuestra espalda antes de que cruzáramos hacia el Calicanto y nombraras por primera vez a Mariano. Habíamos dejado atrás las ménsulas y el dosel de tejas de la casa del marqués, el portal del obispo, la herrería forjada de su balcón en ruinas desde donde, hace dos siglos, en las noches de Corpus, podían verse los fuegos artificiales de la Catedral y, todas las demás noches, las lámparas de barro llenas de sebo y mecha que iluminaban las cuatro esquinas de la Plaza Mayor. Habíamos dejado atrás la vidriera del cambalache donde vi el martirio de San Lucas al que aquella mañana, o mucho después, al escribirlo, confundí con San Esteban. Sé que lo confundí porque hoy, riendo, volví a leer esa página escrita a lápiz y casi borrada por el tiempo, y me sorprendió ver allí mi nombre. No lo corregí ni hace falta que lo haga. Ya no hay ninguna razón para cambiar nada; mis palabras saben mejor que yo lo que pasó con nosotros. Sólo que a veces me pregunto si todavía tengo derecho a decirmis palabras.Lo que hago se parece menos a escribir que a revolver los trastos de un desván ajeno buscando la memoria de otro. Córdoba está a setecientos kilómetros de esta noche; la ciudad que yo conocí, mucho más lejos. Ya no existen el balcón ni la portada que vimos hace un momento, y el último vestigio del paredón del Calicanto, hacia el que ahora estamos cruzando, fue demolido hace una semana, acabo de leerlo en un diario. El consuelo que brindan las palabras es que me basta escribir Calicanto para ponerlo otra vez en el lugar que estaba, podría, si se me antojara, ir mucho más lejos y rehacer la Cañada entera como la conoció mamama Albertina. Las ventanas de las casas, los tiestos de malvones, los patios con sus limoneros daban sobre las dos márgenes del cauce, me dijiste que ella te contaba. La cruzaban más de diez puentes y en algunos lugares, entrecerrando los ojos, una podía imaginar que estaba en Venecia. Oír eso me gustó, porque la Cañada vieja lindaba con el barrio de los pobres. No pude dejar de ver a una peripuesta niñita del Centenario vestida como si la hubiera dibujado Doré para un libro de Dickens, entrecerrando los ojos junto a un niño zaparrastroso, mintiendo un poco sobre el Puente de los Suspiros. Momento en que apareció la pareja. Nos detuvimos y ellos estuvieron a punto de llevarnos por delante. Saludables, pensé al verlos, también pensé que debían ser hermanos. Él traía un libro de Gramsci bajo el brazo, Gramsci o Lukács o alguna otra cosa formidable en ese estilo. La chica dijo que querían preguntarnos algo, al jujeño o a mí: lo que significa que, por alguna razón, Santiago venía en ese momento con nosotros. Querían cambiar ideas, la corrigió el muchacho. Yo pensé que por mi parte no sentía la menor necesidad de cambiar ninguna idea, estaba muy contento con las mías y en ese momento vos entraste en un café para hablar por teléfono. Sé que esto debió suceder necesariamente mediodía porque un campanario dio la hora y conté, un por una, doce campanadas. Las doce. El comienzo del día cabalístico. El Sol, aunque invisible, exactamente sobre mí cabeza. Sólo que al terminar de pensarlo estoy solo en esa calle. Los muchachos, Santiago, tu llamada, han ido desplazándose hacia el final de la tarde, en los altos del Observatorio, mezclándose con otras voces y otras caras y otra llamada telefónica, hasta ocurrir por fin cuando atardeció, porque ahora es necesario que vos y yo entremos en este bar de la Cañada y que vos digas la palabraiuio y que hables de los sapos azules. Creer que los sapos son azules y que no lo sean. Yo no podía imaginarme lo horrible que fue eso. Un azul como el de las lentejuelas. O mejor traslúcido. Como un jade azul. Igual que los sapos sapos, pero azules. Y él llegando hasta tu cama con un infame bicho verde colgado de dos dedos por una de sus patitas. Como una mano abierta y verde, el sapo. Mira, boba, más verde que tu abuela. –Puedo ir a las nueve o a las diez. Está despierto desde que amanece. ¿Paso a buscarte? Todo esto ocurría en Córdoba, a las nueve de la mañana. En plena calle Vélez Sarsfield, supongo..

Lou Nicholes
Presentando Family Times: Lou Nicholes

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Somos una familia misionera que ha ministrado con Word of Life Fellowship desde 1962. Esta es una organización internacional de jóvenes fundada por Jack Wyrtzen, con sede en Schroon Lake, Nueva York. Lou Nicholes creció en una pequeña granja en el sureste de Ohio.

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