15 de enero de 2025
Comentario destacado
Summary of dissertation
Colgué. –Pobre Ethel -dice Verónica-. La primera vez, y a su edad. Al otro día lo sabía todo Jujuy. Pedile a Santiago que te lo cuente. Pasó junto a Espósito, agitando las manos sobre la cabeza, al frente de un pequeño grupo. Un gran cortinado, flameando, barrió copas y botellas; los vestidos de las mujeres revoloteaban en la oscuridad. Alguien tomó a Verónica por la cintura y la arrastró hacia el parque. Esteban volvió a mirar el sillón: Graciela no estaba. Se quedó quieto, en medio de la sala, tratando de poner en orden sus ideas hasta que se dio cuenta de que estaba solo en la casa. "En ese momento tuve un pensamiento absurdo; pensé que si no conseguía salir de esa casa y encontrar a Graciela, la noche no terminaría nunca." Después estaba en el parque buscándola bajo la lluvia entre el caos de los automóviles, las risas, los gritos de despedida de los que partían y el retumbar de una cuba sobre la que alternativamente golpeaban, como en un timbal, unos muchachos entre los que vio a la chica del poncho rojo mientras Facundito, ululando como un indio que convocara la lluvia, cantaba a gritos el fin del mundo. En medio del tumulto, alcanzó a ver la cara tártara del profesor Urba, quien le dijo algo que Esteban no pudo oír, pero a lo que de todos modos asintió, lo que dio lugar a que el padre Custodio, asomando sorpresivamente la cabeza por la ventanilla de un coche, se llevara un dedo al párpado inferior del ojo, con gesto admonitorio. Vio el vestido de la Austin entrando como un tornado de flores en el automóvil del tío Patricio; volvió a ver el ánfora sostenida por el angelote de piedra.Qui que tu sois, voici ton maítre: il l'est, le ful, ou le doit étre.Los focos de los autos y los relámpagos iluminaban los últimos fragmentos de su viaje a Córdoba como una película que está a punto de cortarse, pero el viento y la lluvia, como si pulieran el contorno de las cosas, dotaban a esas imágenes casuales y ya sin ningún sentido de un esplendor que nada había tenido hasta ahora. Sin demasiada conciencia de lo que hacía se fue alejando del ruido y de las luces. Cuando distinguió, entre un mínimo bosque de magnolias, la cúpula de un cenador, se dio cuenta de que nunca había estado antes en ese sector del parque y que, sin embargo, no había llegado allí por azar. Buscócon la mirada un aljibe recubierto de cerámicas con un complicado ornamento de hierro, hasta que dio con él. Giró la cabeza hacia la derecha y vio un alero de tejas españolas sobre una arcada que daba a una galería lateral. Tuvo la certeza de que, en algún momento de la noche, Graciela le había hablado de ese aljibe y esa arcada. "Nunca recordé más tarde las precisas palabras que me habían guiado hasta ese lugar, ni el tono de su voz, esto último, sobre todo, me alegro de no recordarlo, pero yo estaba allí porque esas palabras, seguramente pronunciadas en voz baja, seguramente dichas sin mirarme, existieron." Subió a la galería sabiendo ahora, sin ninguna duda, que a unos pocos pasos había una puerta que daba a una escalera que daba al piso alto de la casa. Apoyada en una de las columnas estaba Graciela. La luz de un coche que maniobraba para salir de la quinta iluminó sualta figura inmóvil, su cara vuelta hacia el parque, su vestido negro empapado por la lluvia. "Seguí la dirección de sus ojos, esperé un segundo y, cuando la luz del coche terminó su giro, vi lo que ya sabía que iba a ver." Hay un muchacho inmóvil en el parque. Sola en esa galería, Gracielaestá a punto de abandonarse a un gesto de Esteban o del muchacho. "Me di cuenta de que Mariano sólo tenía que pronunciar una palabra o avanzar un paso para llevársela, y sentí que eso era precisamente lo que debía suceder y lo que, por alguna razón, yo había venido a impedir." Sintió la indecisión de ella, el amor y la desolación del chico; supo que Verónica y Bastián habían dicho la verdad. La ciudad y sus historias eran anteriores a él, la ciudad lo excluía y lo rechazaba; mirado desde los ojos de Mariano, él era el Mal. "Después me vi caminar hacia Graciela, me vi desde la mirada de Mariano, la vi abrir una puerta y entrar conmigo en esa casa." Graciela abrió la puerta y entraron. En algún lugar ella se detuvo y, con seguridad de sonámbula, buscó algo en un nicho de la pared. Un fósforo ardió en la oscuridad y fue la última vez que Espósito le vio las manos. En el nicho había una palmatoria con una vela. Lo demás es el contorno de su espalda guiándolo por un pasillo, por una escalera, a través de puertas, hasta una habitación del piso alto desde cuya ventana podíaverse, allá abajo, extendida como una constelación, la ciudad. Durante años Esteban Espósito recordará esa imagen, su última imagen de Córdoba, como inscripta en el cuerpo húmedo por la lluvia y ahora desnudo de Graciela junto a la ventana. Sentado en el borde de la cama, él mira su cuerpoy sólo ve la ciudad, del mismo modo que, durante años, creerá recordar a una mujer y sólo recordará la espadaña de las Teresas, una hilera de putas furtivas junto a un paredón, la ruina del Calicanto, se recordará a sí mismo recibiendo algo de una sirenita y pensando con asombro que nunca imaginó antes la niñez de una sirena, o recordará un cartel con el dibujo de un volcán, un puente de piedra, la espalda de Santiago yéndose por una galería condenada. Espósito fue hacia la ventana; acaso ni siquiera era cierto que la ciudad pudiera verse desde ahí. Pero allá estaba. Como unfirmamento invertido; como si un mar inexistente reflejara las estrellas de un cielo que no era ese cielo. Tal vez un día regresara para tratar de comprender qué había significado todo esto. Tal vez le fuera concedido sentir, a través de las palabras, esa cosa enigmática y quizá imposible quelos hombres llaman amor o, aunque sólo fuera, recobrar el efímero contacto de ese cuerpo que ahora, ya en la cama, se desvanecía como un fantasma entre sus manos. La mujer se repone más rápido de lo que él ha previsto e insiste en montar el alazán. Cuando la ve recoger la fusta que había dejado caer y alzar la cabeza, airosa, trata de volver a su escondite, en el bosque. Demasiado tarde: ella lo ha descubierto, y quizá sea mejor así. En cualquier momento podría aparecerel padre aunque, pensándolo bien, ¿por qué Reina va a cabalgar tan temprano? Un revuelo de suposiciones le atormenta la imaginación. ¿No estará esperando ella a otro amante, alguien con quien sólo se comunica por teléfono? De lo contrario, ¿qué hace en ese lugar hasta la noche? Pensá, Camargo, pensá. Al mediodía, la mujer deja sin duda el caballo y va a la casa familiar, donde almuerza. De allí regresa con el padre, monta otro animal hasta las seis, y luego de una segunda parada en Adrogué, acaso para jugar con los sobrinos -tiene dos-, vuelve a Buenos Aires. Antes lo hacía enuno de los autos del diario. Ahora le pide al padre que la lleve en la vieja camioneta. Quedan, entonces, cinco horas en blanco: desde las ocho de la mañana hasta la una. ¿Qué otros indicios necesitás, Camargo? Estás seguro de que va a revolcarse con el otro amante en la casa del guardián, sipor azar el amante no es el guardián mismo. Ah, cuánta fuerza te da esa revelación para enfrentar el gesto airado y desafiante con el que ella te observa ahora. Para empezar, había que subir un escalón. Y este escalón aquí para qué? ¡Maestros de obra chambones! Esa mañana tuvimos cuatrolonticos de religión carcelera, pero elchaplino no me dijo una palabra más acerca de la técnica de Ludovico, fuera lo que fuese, oh mis hermanos. Cuando terminé miraboto con el estéreo, se limitó agoborarme unos pocosslovos de agradecimiento, y luego meprivodaron de regreso a la celda del bloque 6, que era mi muy roñoso y estrecho hogar. Elchaso en realidad no era unveco muy malo, y cuando abrió la puerta no metolchocó ni pateó, y se limitó a decirme: -Aquí estamos, hijito, de regreso en el viejo agujero. -Y así volví con mis nuevosdrugos, todos muy criminales pero,Bogo sea loado, ninguno inclinado a las perversiones del cuerpo. Ahí estaba Zofar en su camastro, unveco muy delgado y pardusco, que hablaba y hablaba y hablaba con unagolosaáspera, de modo que nadie se molestaba enslusarlo. Lo que ahora estaba diciendo al aire era: -Y entonces uno no podía conseguir un poggy (quién sabe qué era eso, hermanos), aunque estuviese dispuesto a pagar diez millones de archibaldos, y entonces qué hago, eh, me voy a lo del Turco y le digo que esa mañana conseguí este s p rugo, saben, ¿y qué puede hacer él? -En realidad, lo que hablaba era el lenguaje de los viejos criminales. También estaba allí la Pared, que tenía un sologlaso, y se arrancaba pedazos de las uñas de los pies en honor del domingo. Y el Gordo Judío, unveco muy grasiento y ancho que parecía como muerto, tirado en el camastro. Además, era la celda de Jojohn y el doctor. Jojohn era menudo, ágil y seco, y se había especializado en ataques sexuales, y el doctor afirmaba que podía curar la sífilis, y la gonorrea, pero sólo inyectaba agua, y así había matado a dosdébochcas; bueno,¿acaso no había prometido quitarles esa pesada carga? Realmente, eran una pandillagrasña y terrible, y no me gustaba convivir con ellos, oh hermanos míos, tanto como ahora no les agrada a ustedes, pero no sería por mucho tiempo. Vencida por alguna impaciencia, la mujer está moviéndose más rápido ahora. Se ha quitado la falda y se estira para desprenderse el corpiño. La suave curva del sexo se dibuja con claridad bajo la bombacha. La escalera. Desde hace años, Graciela, estoy detenido acá arriba, en la escalera de la casa de Verónica, junto a la ventana desde donde se ve un sector del patio de las Catalinas y el cementerio de las reclusas, si es que no se trata de un falso recuerdo, porque también me parece estar viendo un limonero, unas delgadas columnas moriscas, y más lejos, del otro lado de la calle, la cúpula de Santo. Domingo y las torres gemelas de la Compañía. Todo lo cual es una manera de decir. Porque lo que realmente estoy viendo mientras escribo es el parque del neuropsiquiátrico y sus albercas de aguas estancadas, unos robles, el níspero de don Jacobo, dos leones de piedra iluminados por la luna. Cosas de las que tal vez hablaré a su tiempo, o no hablaré, pero que se ven perfectamente esta noche por el agujero de una de las paredes de lo que he llamado mi Cuartito Azul; Icones y robles y aguas muertas que no tienen nada que ver con esta historia, o tal vez sí, pero de un modo secreto que ahora resultaría un poco difícil explicar. Han pasado casi siete años desde que escribí en mi cuaderno Leviatán la primera palabra de esta crónica, y muchos más desde aquel octubre tormentoso, tan distinto de lo quedebería ser un mes de primavera que se grabó para siempre en mi memoria como si fuera otoño, han pasado demasiadas caras y botellas y muerte sobre mis palabras como para que cada día no me resulte más difícil poner en movimientos estas imágenes, fijas como láminas, que por alguna razón siguen clavadas en mi pasado y claman desde allí para recobrar el sentido que tuvieron ese día o que alguna vez quise darles. La escalera de la casa de Verónica, por ejemplo: no era éste el tono adecuado a esa escalera. Acabo de salir desnudo del dormitorio de Verónica, tengo la ropa bajo el brazo, y siento una anormal necesidad de reírme. Éste es el tono. Hace doce años que estoy inmóvil y desnudo y a punto de soltar una carcajada acá arriba. La escalera es larga: describe una curva que va a desembocar, fuera de mi vista, en el remoto vestíbulo que a pesar de la hora se ahonda en una difusa penumbra. Desde la pared opuesta a la ventana que da al patio del convento, el retrato enorme del abuelo Laureano, me contempla con cierta maliciosa ironía no exenta de severidad patricia. Sus barbas ambiguas oscilan entre el rabino verde de Chagall y don Martín Miguel de Güemes. Me cubro el ombligo y el bajo vientre con mi atado de ropa y no puedo dejar de pensar, ahora o entonces, que hay algo más bien desamparado en mí allá arriba, algo que da un poco de frío. Mejor me pongo los calzoncillos acá mismo, abuelo. Cosa que hice. Y repentinamente me electrizó una idea, que tuvo la contradictoria virtud de paralizarme y ponerme en movimiento al mismo tiempo: por la ventana que daba al jardín el doctor Cantilo podía verme. Eché a correr por la escalera; aún hoy trato de imaginar aquello; imaginarme a mí mismo corriendo y casi rodando escaleras abajo, intentando recoger en el aire, sin conseguirlo, uno de mis zapatos que se me escapa de las manos y cae y rebota y da tumbos por la alfombra de los escalones, dobla la curva y desaparece; quisiera recordar mi alegría, alegría o no sé bien qué, algo malignamente parecido a la alegría, el deseo salvaje, al que seguramente contribuían ciertas dosis no del todo asimiladas de whisky, cigarrillos de Verónica y algo llamado Cafilón, de reírme, de sentarme en el descanso de la escalera y reírme, la necesidad orgánica, visceral, de quedarme sentado allí mismo riéndome hasta que apareciera el doctor Cantilo, hasta que el techo de la casa o el cielo con sus planetas se desplomara sobre mi cabeza. Sé que todo esto lo sentí durante el tiempo que dura un parpadeo; sé que lo sé, aunque no lo recuerde. Lo que sí recuerdo son los ojos de Inés: Inés que me miraba petrificada al pie de la escalera. La vi alrecoger yo el zapato. Ella estaba parada delante de la pequeña mesa de campaña del fraile Aldao, junto al arcón sobre el que había quedado el librito de Poe, abierto por mí en la página de la balada de Annabel Lee. Una clave, había pensado yo esa tarde. Un mensaje cifrado. La única cosa no corrompible de mí que puedo dar: algo ajeno, puro e inalcanzable como una estrella. Claro que, también lo había pensado, puede suceder que esta imbécil ni se dé cuenta cuando vuelva a buscar el libro, suele pasarme, y es sabido que no tienen alma; puede suceder que alguien lo encuentre antes y lo cierre, o lo robe; incluso es posible que lo robe yo mismo antes de irme, para evitarme desilusiones. Ella me miraba a mí; no miraba el libro. Yo sentí que podía quedarme toda la vida en ese lugar, idiotizado, con el bulto de ropa a la altura del estómago, y en realidad me quedé, en realidadhace doce años que no me muevo de esta escalera. La chica sigue mirándome sin pestañear y yo calculo que el coche de Cantilo ya debe de estar en el garaje, lo que significa que de un momento a otro nuestro hombre va a entrar por la puerta que da al jardín. Volver al cuarto de Verónica y salir de la casa saltando a través de los techos hacia el tejado de las Catalinas, no me parece una solución razonable. Mi única salvación es seguir bajando, suponiendo que la palabra salvación no resulte un poco fuera de jugar, dadas las circunstancias. Y en ese momento tengo una sospecha que es también una premonición, casi una certeza: la inmovilidad de Inés no pertenece del todo al mundo real, es algo así como una islita en el tiempo, un frágil territorio infinitesimal a punto de ser barrido por el necesario transcurso de los hechos, y, en cuanto eso ocurra, va a suceder algo irreparable. Esa chica está a punto de dar un grito. O se cae redonda. O se encierra en el baño a llorar. Todo lo que puede ocurrir siempre es malo; pero la última posibilidad era de las peores, porque a ese baño debía llegar yo. Ese baño, al menos en aquella tormentosa tarde de octubre, era un cronotopo previsto desde milenios antes de mi nacimiento por los ángeles buenos que organizan las secuencias novelescas de lo que llamamos vida humana. Claro que también hay ángeles adversos y ordenamientos funestos, pero no podía ser que Cantilo me sorprendiera así. No por mí, por él. Basta cambiarel punto de vista de la realidad y situarse en su lado de la vida para comprender que el doctor Cantilo no puede ni debe ni merece encontrar a un intruso desmelenado bajando en calzoncillos por la escalera de su propiedad privada. Este pensamiento me confortó y me dio la calma necesaria como para no abalanzarme sobre la chica. Con mucha lentitud, como quien se acerca a un sonámbulo que se balancea sobre una cornisa, mirándola a los ojos, comencé a bajar. Si Inés gritaba o corría a encerrarse en el baño, mi viaje a Córdoba y aun mi breve estadía en el mundo podían tener un desenlace tan extraordinario que, juzgado desde cierto punto de vista, era casi un pecado impedirlo. Ya he llegado junto a ella. Estamos tan cerca que podríamos bailar. Huele a heliotropos y a fresas silvestres y al agua de la lluvia cuando cae sobre los nísperos. No estoy inventando nada. También huele vagamente a bizcocho de maicena. El negro de las pupilas es tan desmesurado que parece abarcarle la totalidad del iris, como si tuviera los ojos abiertos en el fondo del mar. Me sé duplicado, cabeza abajo, en un cristal remoto de esos pozos: mis antípodas tienen los dos el calzoncillo torcido, el atado de ropa bajo el brazo derecho y un zapato colgando de la mano izquierda. Unificado en el espacio y en posición normal, eso soy yo; eso es lo que ella está viendo por última vez de Esteban Espósito. Debería sentarme nomás en la escalera y esperar la llegada de Cantilo. "¡Cómo! -exclamó Wílmar al conocer mi apartamento-. ¡Aquí no hay televisión ni un equipo de sonido!" ¿Cómo podía vivir yo sin música? Le expliqué que me estaba entrenando para el silencio de la tumba. "¿Y el teléfono? ¿Desconectado?" "Aja, y el agua y la luz también, tampoco por lo general funcionan. Cuando más las necesito se van". Eran las leyes de Murphy, niño, las más seguras, que estipulaban que: Que lo único seguro de esta vida son cada mes sin faltar las cuentas de la luz, el agua y el teléfono. Te reías divertida. –Pero de veras era la candidiasis la que le producía las ulceraciones? ¿No sería más bien una leucoplaquia? ¿O el sarcoma de Kaposi, que sin lugar a dudas tenía a juzgar por las manchas del cuerpo y de la cara? ¿Y podía yo jurar que la diarrea se la causaba la criptosporidiosis? Porque también podría causársela una bacteria… O un hongo… ¿Y qué le ocasionaba los episodios de demencia repentina? Una encefalitis, claro, ¿pero originada por qué? ¿Por un protozoario como el Toxoplasma? ¿O por un virus como el citomegalovirus? El solo citomegalovirus bien podía producirle la encefalitis junto con las ulceraciones y la diarrea. Pero bien podían los tres males ser producidos por tres patógenos distintos. Para determinar qué le producía qué a mi hermano, tendría que mandarle a hacer, para empezar, un examen coprológico; y para continuar, una aspiración del liquido duodenal, una biopsia endoscópica, una punción lumbar del liquido cefalorraquideo… Y más y más y más y pague y pague y págueles a estos hijos de puta. ¿Y total para qué? ¿Si le detectaban el Cryptosporidium, qué le iba a dar? ¡Sulfaguanidina! que era mi carta guardada y que ya jugué. –Shhhh, dejen oír -era lo que decía. –El presidente ya lo sabe. Se lo advenimos nosotros mismos. Para salir del paso, nos amenazó con un juicio. Le dije que lo haga. Peor para él. Tenemos las pruebas. Querrías que todo hubiera terminado ya. No vas a oír una palabra más, no vas a calmar ninguno de los escrúpulos de ese hombre. Creíste que ibas a vigilar paso por paso todo lo que Momir hiciera, pero ya hasta la curiosidad se ha desprendido de tu ser, o el ser se ha desprendido de la curiosidad. Teencerrás en el armario donde están las ropas de la mujer, Camargo, te dejás caer entre la dulzura de sus lencerías, el perfume acre de sus botas de montar, aspiras sus zapatos, el ceñidor de sus medias, el fresco olor a tarde de sus sábanas, vas apoderándote de todas las huellas de su apariencia ya que ella te ha cerrado las puertas de su cuerpo. ¿Hay un cuerpo ahora? ¿Tuvo esa mujer alguna vez un cuerpo? Oís gritar a Momir y no podés soportarlo. Oís sus rugidos de bestia herida, desesperada, y ni siquiera el súbito silencio te sosiega. Has movido muchos destinos de lugar, Camargo, pero el tuyo es el único que sigue inmóvil. –Pero si me decía eso, me hablaba -dijo secamente Esteban. El tío Patricio parecía no entender. -Quiero decir que usted dijo "no". Yo le pregunté si usted me hablaba y usted comenzó diciendo que no. Es muy curioso, pero en Córdoba todo el mundo dice que no cuando debería decir sí. "No, nadie", por ejemplo. Y ya que su pequeño problema de horarios está resuelto y nuestra niña de familia ha renunciado para siempre a la santidad y tal vez duerma conmigo, ¿le molestaría demostrar su propio sentido del humor hasta la hora de mi ómnibus? Me voy a las nueve. –Ahí voy -dijo-. Ya estoy yendo. Ya llegué. Almuerzo en un bodegón tan lúgubre que el único modo de no impresionarse es tomar vino: te invito. Hola, Bastián. De allá entre los arbustos creí percibir que no todo es amor y recuerdos en los parques….

Lou Nicholes
Presentando Family Times: Lou Nicholes

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Somos una familia misionera que ha ministrado con Word of Life Fellowship desde 1962. Esta es una organización internacional de jóvenes fundada por Jack Wyrtzen, con sede en Schroon Lake, Nueva York. Lou Nicholes creció en una pequeña granja en el sureste de Ohio.

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