15 de enero de 2025
Comentario destacado
Situation ethics essay
Luz de sala. Yo tengo que irme. En cualquier momento esto se llena de amazonas y elefantes. –Escuchemos ahora la Palabra del Señor -dijo elchaplino . Recogió el libraco y pasó las páginas, lamiéndose los dedos: splush splush. Era un bastardobolche, grande y corpulento, delitso muy rojo, pero me tenía simpatía, pues yo era joven y me mostraba muy interesado en el libraco. Se había dispuesto, como parte de lo que llamaban mi educación, que yo leería el libro, y también que podía tocar el estéreo de la capilla mientras leía, oh hermanos míos. Y eso era realmentejoroschó. Me encerraban en la capilla y me permitíanslusar música sagrada de J. S. Bach y G. F. Handel, y yo leía las historias de esosstaniosyajudos que setolchocaban unos a otros, y luegopiteaban el vino hebreo y se metían en la cama con esposas que eran casi doncellas, todo realmentejoroschó. Eso me encendía la sangre, hermano. Yo nocopaba mucho de la parte final del libro, que se parece más a toda lagoborada de los predicadores, y no tiene peleas ni el viejo unodós unodós. Pero un día elchaplino me dijo, apretándome fuerte con larucabolche y carnuda: -Ah, 6655321, piensa en el sufrimiento divino. Medita en eso, muchacho. -Y elchaplino despedía todo el tiempo esevono a licor escocés, y luego se metió en la pequeñacantora parapitear un poco más. De modo que leí todo lo que había acerca de la flagelación y la coronación de espinas, y después lavesche de la cruz y toda esacala, y así llegué avidear que allí había algo de veras. Mientras el estéreo tocaba trozos del hermoso Bach, yo cerraba losglasos y mevideaba ayudando y hasta ordenando latolchocada y la clavada también, vestido con una toga que era el último grito de la moda romana. Como ven, mi permanencia en lastaja 84F no fue toda tiempo perdido, y el propio director se puso contento cuando supo que la religión me gustaba tanto, y que yo había puesto en ella todas mis esperanzas. Brenda me soltó la mano y corrió hacia el agua, como si pudiera salvar algo de aquel naufragio. Lo que recordaré para siempre no será el Cessna hundiéndose como un cazador a la búsqueda de invisibles peces, sino fragmentos sin sentido de la tarde: las piernas varicosas de una mujer que se arrodillaba, las luces de neón de un bar que se encendió a lo lejos en la costa, la sirena de una ambulancia inútil, una botella de cerveza que flotaba en las aguas de la orilla, y Brenda entre las olas, con las ropas empapadas, extendiendo las manos hacia el sol en agonía. Supongamos por lo tanto que dentro de este (poréste) vehículo voy a perderme y a perderte, Graciela Oribe alta lunar enemiga de la serpiente, supongamos, teniendo en cuenta mis tres últimas noches sin dormir, el efecto paradojal de la Benzedrina y mi natural propensión a la fiebre por aquello de las meninges, supongamos que en este ómnibusestá ocurriendo lo que al parecer ocurre. Qué es, veamos, lo que ocurre. Delphine Seyring: Hace un año en Marienbad.Y, sin transición, el paredón de la Cañada. Como si la ciudad se desplazara a su antojo alrededor de nosotros. Ah, y nos dejó también la honradez, que sirve pa lo que sirven las tetas de los hombres. La honradez no da leche. Leche da un puesto público bien ordeñado. IX –Bien -dijeron los dos- bien bien bien. -Y siguieron volviendo las páginas. Eran como imágenes dedébochcas de verasjoroschó, y contesté que me gustaría aplicarles el viejo unodós unodós con mucha ultraviolencia. Había otras imágenes dechelovecos a quien les daban con la bota justo en ellitso y elcrobo rojo rojo por todas partes, y dije que me gustaría estar también en eso. Y había una imagen del viejonago que eradrugo delchaplino de la prisión, y se lo veía cargando la cruz y subiendo la colina, y yo expliqué que me gustaría manejar el viejo martillo y los clavos. Muy bien. Pregunté: terna cala enferma, quedaba abandonada en su camastro y debía levantarse para procurar su propia comida. Ni hablar de las defecaciones y orinas regadas por todas partes. El tercero y el quinto de los reportajes aparecieron en la primera página del diario y fueron luego reunidos en un libro, El abandono, que se convirtió en un clásico y fue usado en lasescuelas de periodismo, junto con Operación Masacre y el Manual de español urgente de la agencia EFE.) La historia sólo yo la sé y nadie más en este mundo. Regresábamos a la iglesia del Sufragio, nuestro punto de partida, manejando el cabrón chofer a toda verraca nuestra carroza cuando ¡pum!, que se enreda en un cable de la luz la estatua, se suelta de su base, y pasando por sobre mi cabeza, rozándome, a punto de matarme, va a dar en vuelo libre contra el pavimento de la calle a romperse la suya. Quedó el santo hecho un lamento, un Nazareno, desastillado, descabezado, como para sacarlo del santoral (porque santo que no es capaz de protegerse a sí mismo ¡qué nos va a proteger a nosotros!). La escalera. Desde hace años, Graciela, estoy detenido acá arriba, en la escalera de la casa de Verónica, junto a la ventana desde donde se ve un sector del patio de las Catalinas y el cementerio de las reclusas, si es que no se trata de un falso recuerdo, porque también me parece estar viendo un limonero, unas delgadas columnas moriscas, y más lejos, del otro lado de la calle, la cúpula de Santo. Domingo y las torres gemelas de la Compañía. Todo lo cual es una manera de decir. Porque lo que realmente estoy viendo mientras escribo es el parque del neuropsiquiátrico y sus albercas de aguas estancadas, unos robles, el níspero de don Jacobo, dos leones de piedra iluminados por la luna. Cosas de las que tal vez hablaré a su tiempo, o no hablaré, pero que se ven perfectamente esta noche por el agujero de una de las paredes de lo que he llamado mi Cuartito Azul; Icones y robles y aguas muertas que no tienen nada que ver con esta historia, o tal vez sí, pero de un modo secreto que ahora resultaría un poco difícil explicar. Han pasado casi siete años desde que escribí en mi cuaderno Leviatán la primera palabra de esta crónica, y muchos más desde aquel octubre tormentoso, tan distinto de lo quedebería ser un mes de primavera que se grabó para siempre en mi memoria como si fuera otoño, han pasado demasiadas caras y botellas y muerte sobre mis palabras como para que cada día no me resulte más difícil poner en movimientos estas imágenes, fijas como láminas, que por alguna razón siguen clavadas en mi pasado y claman desde allí para recobrar el sentido que tuvieron ese día o que alguna vez quise darles. La escalera de la casa de Verónica, por ejemplo: no era éste el tono adecuado a esa escalera. Acabo de salir desnudo del dormitorio de Verónica, tengo la ropa bajo el brazo, y siento una anormal necesidad de reírme. Éste es el tono. Hace doce años que estoy inmóvil y desnudo y a punto de soltar una carcajada acá arriba. La escalera es larga: describe una curva que va a desembocar, fuera de mi vista, en el remoto vestíbulo que a pesar de la hora se ahonda en una difusa penumbra. Desde la pared opuesta a la ventana que da al patio del convento, el retrato enorme del abuelo Laureano, me contempla con cierta maliciosa ironía no exenta de severidad patricia. Sus barbas ambiguas oscilan entre el rabino verde de Chagall y don Martín Miguel de Güemes. Me cubro el ombligo y el bajo vientre con mi atado de ropa y no puedo dejar de pensar, ahora o entonces, que hay algo más bien desamparado en mí allá arriba, algo que da un poco de frío. Mejor me pongo los calzoncillos acá mismo, abuelo. Cosa que hice. Y repentinamente me electrizó una idea, que tuvo la contradictoria virtud de paralizarme y ponerme en movimiento al mismo tiempo: por la ventana que daba al jardín el doctor Cantilo podía verme. Eché a correr por la escalera; aún hoy trato de imaginar aquello; imaginarme a mí mismo corriendo y casi rodando escaleras abajo, intentando recoger en el aire, sin conseguirlo, uno de mis zapatos que se me escapa de las manos y cae y rebota y da tumbos por la alfombra de los escalones, dobla la curva y desaparece; quisiera recordar mi alegría, alegría o no sé bien qué, algo malignamente parecido a la alegría, el deseo salvaje, al que seguramente contribuían ciertas dosis no del todo asimiladas de whisky, cigarrillos de Verónica y algo llamado Cafilón, de reírme, de sentarme en el descanso de la escalera y reírme, la necesidad orgánica, visceral, de quedarme sentado allí mismo riéndome hasta que apareciera el doctor Cantilo, hasta que el techo de la casa o el cielo con sus planetas se desplomara sobre mi cabeza. Sé que todo esto lo sentí durante el tiempo que dura un parpadeo; sé que lo sé, aunque no lo recuerde. Lo que sí recuerdo son los ojos de Inés: Inés que me miraba petrificada al pie de la escalera. La vi alrecoger yo el zapato. Ella estaba parada delante de la pequeña mesa de campaña del fraile Aldao, junto al arcón sobre el que había quedado el librito de Poe, abierto por mí en la página de la balada de Annabel Lee. Una clave, había pensado yo esa tarde. Un mensaje cifrado. La única cosa no corrompible de mí que puedo dar: algo ajeno, puro e inalcanzable como una estrella. Claro que, también lo había pensado, puede suceder que esta imbécil ni se dé cuenta cuando vuelva a buscar el libro, suele pasarme, y es sabido que no tienen alma; puede suceder que alguien lo encuentre antes y lo cierre, o lo robe; incluso es posible que lo robe yo mismo antes de irme, para evitarme desilusiones. Ella me miraba a mí; no miraba el libro. Yo sentí que podía quedarme toda la vida en ese lugar, idiotizado, con el bulto de ropa a la altura del estómago, y en realidad me quedé, en realidadhace doce años que no me muevo de esta escalera. La chica sigue mirándome sin pestañear y yo calculo que el coche de Cantilo ya debe de estar en el garaje, lo que significa que de un momento a otro nuestro hombre va a entrar por la puerta que da al jardín. Volver al cuarto de Verónica y salir de la casa saltando a través de los techos hacia el tejado de las Catalinas, no me parece una solución razonable. Mi única salvación es seguir bajando, suponiendo que la palabra salvación no resulte un poco fuera de jugar, dadas las circunstancias. Y en ese momento tengo una sospecha que es también una premonición, casi una certeza: la inmovilidad de Inés no pertenece del todo al mundo real, es algo así como una islita en el tiempo, un frágil territorio infinitesimal a punto de ser barrido por el necesario transcurso de los hechos, y, en cuanto eso ocurra, va a suceder algo irreparable. Esa chica está a punto de dar un grito. O se cae redonda. O se encierra en el baño a llorar. Todo lo que puede ocurrir siempre es malo; pero la última posibilidad era de las peores, porque a ese baño debía llegar yo. Ese baño, al menos en aquella tormentosa tarde de octubre, era un cronotopo previsto desde milenios antes de mi nacimiento por los ángeles buenos que organizan las secuencias novelescas de lo que llamamos vida humana. Claro que también hay ángeles adversos y ordenamientos funestos, pero no podía ser que Cantilo me sorprendiera así. No por mí, por él. Basta cambiarel punto de vista de la realidad y situarse en su lado de la vida para comprender que el doctor Cantilo no puede ni debe ni merece encontrar a un intruso desmelenado bajando en calzoncillos por la escalera de su propiedad privada. Este pensamiento me confortó y me dio la calma necesaria como para no abalanzarme sobre la chica. Con mucha lentitud, como quien se acerca a un sonámbulo que se balancea sobre una cornisa, mirándola a los ojos, comencé a bajar. Si Inés gritaba o corría a encerrarse en el baño, mi viaje a Córdoba y aun mi breve estadía en el mundo podían tener un desenlace tan extraordinario que, juzgado desde cierto punto de vista, era casi un pecado impedirlo. Ya he llegado junto a ella. Estamos tan cerca que podríamos bailar. Huele a heliotropos y a fresas silvestres y al agua de la lluvia cuando cae sobre los nísperos. No estoy inventando nada. También huele vagamente a bizcocho de maicena. El negro de las pupilas es tan desmesurado que parece abarcarle la totalidad del iris, como si tuviera los ojos abiertos en el fondo del mar. Me sé duplicado, cabeza abajo, en un cristal remoto de esos pozos: mis antípodas tienen los dos el calzoncillo torcido, el atado de ropa bajo el brazo derecho y un zapato colgando de la mano izquierda. Unificado en el espacio y en posición normal, eso soy yo; eso es lo que ella está viendo por última vez de Esteban Espósito. Debería sentarme nomás en la escalera y esperar la llegada de Cantilo. –Dijiste que no querías meterte. Es lo mejor que podés hacer. Cerró los ojos y repitió los versos en un inglés que parecía dicho por el propio John Milton. El polvo seguía dando vueltas por la llanura y se infiltraba en la casa con tenacidad de perro. Aunque en la ventana de enfrente sólo hay oscuridad y vacío, vas con frecuencia al telescopio Bushnell y ajustás la mira. Volvés a oír el cuarteto en re mayor de Franck pero de pronto, cuando irrumpe de nuevo el scherzo, tu humor cambia de la melancolía a la tragedia: dejás que re envuelva ahora la Gran Fuga de Beethoven, cuyas variaciones y ritmos matemáticos vas salmodiando tantas veces que ya no sabrías discernir si la música ha nacido de vos o si la has aprendido esa noche en la que todo te pertenece, Camargo. Ni siquiera Dios podría mover de su quicio tantos destinos como los que están ahora en tus manos..

Lou Nicholes
Presentando Family Times: Lou Nicholes

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Somos una familia misionera que ha ministrado con Word of Life Fellowship desde 1962. Esta es una organización internacional de jóvenes fundada por Jack Wyrtzen, con sede en Schroon Lake, Nueva York. Lou Nicholes creció en una pequeña granja en el sureste de Ohio.

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