15 de enero de 2025
Comentario destacado
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–No te ofendas, Alex -dijo Pete-, pero la verdad, queremos que las cosas sean más democráticas, y no que te lo pases diciendo lo que hay que hacer y lo que no. Pero sin ofenderte. –A vos qué te parece. Era un edificio presuntuoso y sucio detrás de lo que había sido alguna vez el Mercado de Abasto. La calle estaba sombreada por árboles espesos y a la vez raquíticos: ejemplares que aún guardaban memoria de su antigua fortaleza y que sin embargo estaban al borde de la ruina y el fin. Así era todo alrededor: casas de altas verjas y patios con muros de hiedra y mujeres que lavaban la vereda, y bares con olor a cerveza fermentada donde alguien había cantado tangos alguna vez, hasta que todo había decaído y terminado. Se alzaba un sol candente, blanco, y sin embargo la calle estaba en penumbra, coma si el sol la desdeñara. Ha volado un par de veces a Chicago y a Traverse City para ver aÁngela, que languidece en un altar de transfusiones; a su lado se alzan, como velas de ofrenda, los frascos de medicamentos y las ampollas inyectables de nombres injuriosos que no quisiera recordar y sin embargo recuerda a cada instante: citarabina, vincristina, ciclosfamida, prednisona, mercaptopurina. Se ha quedado sólo unas horas a la cabecera de la cama sintiendo que, cuando él está lejos, la mujer se le escabulle: necesitaría saber ya mismo en qué trajines anda o sentarse ante un televisor y, por lo menos, poseer su imagen. Pero en Chicago y Traverse City no tiene un solo minuto desoledad. Los editores del diario lo llaman diez o doce veces por día, y Brenda, la ex esposa, lo acecha con su mirada de cordero fingiendo que nada ve, nada le importa. Me duelen los huesos, papá, le dice Ángela, y también sus huesos le duelen y se estremecen por la avidez con que quisiera abrazar a la mujer dormida, infundirle su ciego deseo, oler los vapores sutiles que están huyendo de las grietas de su cuerpo, ah, suspira la mujer, ah, se encorva al menor desliz de su tacto, y él recoge con la lengua sedienta el balbuceo con que ella está llamándolo, nueve mil kilómetros alsur de este lago donde la noche cae y su hija se muere. Terminaste de beber tu vaso mientras me mirabas. Cuando bajaras ese vaso te iba a quedar una orla blanca alrededor de los labios. Fue exactamente lo que ocurrió. Ahora se limpia la boca con el dorso de la mano, pensé. Y aún hoy no sé qué era lo más inquietante en vos, si este tipo de comportamiento o aquellas otras zonas de ambigüedad que dejaban transparentar ciertas palabras, ciertas alusiones a un mundo que me era totalmente ajeno. El mundo de Verónica o de Bastián, el mundo amenazante y hostil del Cerro de las Rosas, el mundo de Mariano o el tío Patricio, suponiendo que a Patricio ya lo hubieras nombrado. Sin dejar de mirarme, te limpiaste la boca con el dorso de la mano. Tu boca era grande y sensual, desnuda de pintura. Y la palabra desnuda significa precisamente lo que sentí. Volver a verte era como estar mirándote siempre por primera vez. Como si te pintaras los ojos por la misma razón que mostrabas tu boca tal como era o escondías la cara bajo tu pelo. Lo que yo ignoraba era esa razón, a menos que ciertas cosas carecieran de razón, o significaran todo lo contrario de lo que parecían. Yo había comprobado infinidad de veces que la belleza de la mujer es su escudo. Esas formas o combinaciones de formas que llamamos belleza, las que despiertan el instinto sexual del varón, son las mismas que lo cohiben o paralizan, de ahí que las mujeres hayan venido paseándose más o menos desnudas desde el principio de la creación, o más o menos vestidas, lo que es peor, sin que uno tenga una idea clara del secreto de esa impunidad. Y estaba a punto de encontrar una relación muy compleja entre la inhibición sexual que produce cierto tipo de mujer bella y el origen del placer que provoca la contemplación estética, cuando me di cuenta de que era necesario decir algo. Carlos graduó la nueva botella, y las goticas que en un principio cayeron rápido se dieron a desgranarse pausadamente, calmadamente, al ritmo incesante y seguro de un rosario. –Para qué todo esto. –Remis. Qué haces acá. Llegás tarde. Ya ha pasado todo lo que tenía que pasar. La voz de Verónica, unos pasos detrás de mí. Y si yo necesitaba algo para saber qué me estaba pasando desde que me quedé solo en aquella casa, esa palabra era suficiente. No sólo la palabra, el tono apagado de la voz, su sedoso imperativo de valva dorada. Lo que yo tenía era miedo. Me doy vuelta y la miro. Hay miradas y miradas. La mía pertenece enteramente a las del primer tipo. Es una mirada sorprendida, juvenil y tan kingdom by the sea, que, si no logro disimularla, voy a tener que tirarme a la calle por alguna ventana. –La que yo te curé. Verónica se ríe. Elmesto,starrio ycaloso, tenía dos partes, una para los libros que prestaban, y otra para leer, con atriles degasettas y revistas, y yo no recordaba haber estado allí sino cuando era unmálchicomalenco, a la edad de seis años. Losvecos, muystarrios, tenían en losplotos unvono de vejez y pobreza; estaban de pie frente a los atriles de lasgasettas, resoplando y eructando ygoborando entre dientes, y volviendo las páginas para leer con tristeza las noticias, o sentados a las mesas mirando las revistas o fingiendo leerlas, algunos dormidos y uno o dos roncando de verasgronco. Al principio casi no pude recordar qué quería, y después comprendí un poco impresionado que habíaiteado aquí buscando el modo desnufar sin dolor, así que me acerqué al estante de lasvesches de consulta. Había muchos libros, pero ninguno tenía un título, hermanos, que me sirviera realmente. Saqué un libro de medicina, pero cuando lo abrí estaba lleno de dibujos y fotografías de heridas y enfermedades horribles, y ahí nomás empecé a sentirme un poco enfermo. Así que lo devolví a su sitio y retiré el libro grande que llaman Biblia, creyendo que me haría sentir un poco mejor, como había ocurrido en los viejos tiempos de lastaja (en realidad no había pasado tanto tiempo, pero ahora me parecía que era mucho), y me acerqué vacilando a una silla. Pero lo único que encontré fueron cosas acerca de castigar setenta veces siete, y la historia de un montón de judíos que se maldecían ytolchocaban unos a otros, y todo eso me trajo náuseas otra vez. Así que casi me echo a llorar, y uncheloveco muystarrio y raído sentado enfrente me preguntó: –El gusto ha sido mío -dijo un señor angelical con cara de mandioca. Para cerrar con broche de oro su faena reproductora, la Virgen María alumbró a Cristoloco y le salió un engendro: el Gran Güevón tantas veces aquí mencionado, el genio del sideroespacio. ¡Por qué, insensata, cuando lo viste no se lo vendiste a un circo, chambona! Ahí mismo has debido actuar, sin dilaciones. ¡Pero qué! La Loca, que no era gente de razón y que el poco juicio que tenía, si tenía, lo tenía descentrado, pecaba por partida doble, por obra y por omisión. Las mujeres además tienen tendencia a conservar lo que les sale por la vagina. Y abajo España, país de cagatintas, masa cerril, arrodillada, que fuiste capaz de gritar un día: «¡Vivan las cadenas!». Si.¡Muévanse, mulas! ¡Llévense en mil quinientas cargas toda la basura de mis recuerdos! –¿De veras? –¿Qué pasa? ¿Querés dejarme? –Él quién..

Lou Nicholes
Presentando Family Times: Lou Nicholes

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Somos una familia misionera que ha ministrado con Word of Life Fellowship desde 1962. Esta es una organización internacional de jóvenes fundada por Jack Wyrtzen, con sede en Schroon Lake, Nueva York. Lou Nicholes creció en una pequeña granja en el sureste de Ohio.

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