15 de enero de 2025
Comentario destacado
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Cuando Bastián volvió a hablar me pareció notar algo extraño. Como si hablara a pesar de sí mismo, o como si ya no tuviese ganas de hacerlo. No quería discutir con Santiago. No públicamente. No quiere, sentí, tener razón a costa del jujeño. Estamos hartos de un país lleno de prohombres agonizantes yde jóvenes excepcionales de buena conciencia. Algún día, dijo, íbamos a recordar estos años como la única oportunidad que tuvimos de estar vivos. ¿O no se daban cuenta de que esta misma Aula Magna era un signo, el indicio de algo inquietante? El buen señor que hace un momento se levantó escandalizado, ése lo sabía. Sintió profanado este recinto centenario. ¿Quién se lo profanaba? Esos pulóveres y esas barbas, la palabra historia y la palabra homosexualidad y la palabra mierda (aplausos), profanación o amenaza que perciben no sólo nuestros prohombres agonizantes sino también ciertos rebeldes impolutos, en la cara mal afeitada de un hombre que se deja crecer la barba o el pelo porque se le antoja (aplausos), porque se atreve a asumir el comportamiento que le dictan sus ganas y su libertad. No se equivoquen al aplaudir, yo no digo mierda para que ustedes, sentados ahí, se sientan menos burgueses (bueno, pensé, este hijo de puta es bastante inesperado), ni quiero ganarme la simpatía de nadie; lo que yo quiero es señalar lo que hay detrás de todo esto. Y siguió hablando en ese mismo tono, apagado e hipnótico, mientras yo pensaba que seguramente tenía razón, pero que mi problema era otro. Me hubiera gustado saber cuál. Como aquel personaje que tenía dolor de muelas mientras contemplaba cómo crucificaban a Cristo. Sólo que ése sabía, por lo menos, que le dolían las muelas. Bastián y Santiago tenían algo en común, un secreto parecido o un parentesco secreto, que los hermanaba entre ellos y los separaba de todos los demás. Ese gesto de Santiago, hace un momento, cuando comenzó a hablar Bastían. O el de los dos, a la mañana, cuando el Poeta Místico le atribuyó a Dios la versificación de sus sonetos. Un gesto hastiado o burlón, el mío, ahora, al sorprenderme pensando que quizá este hastío y este cinismo fácil, esta risa que nos dábamos a nosotros mismos fuese un dato, una pista para rastrear aquella cosa escurridiza -lo argentino-, esa quimérica esencia que hacía divertir a Lalo o delirar al Poeta Místico o asquearse a Bastían, pero que todos andábamos buscando desde hacía ciento cincuenta años. Qué disparate, pensé, y oí la voz de la señorita Cavarozzi que pedía un poco de orden y le cedía la palabra a alguien del público, quien, por lo visto, también parecía notar que una generación como la nuestra era un síntoma inequívoco de enfermedad y decadencia nacional, y exigió respeto por las niñas y damas allí presentes, lo que ocasionó un pequeño tumulto y dio lugar a que algunas de las niñas, hinchando sus nubiles carrillos como los angelitos cólicos de los mapas antiguos, emitieran un discreto pedorreo. Sí, tal vez Bastián tenía razón. Tal vez todo aquello era el símbolo o la envoltura de algo, o yo estaba inventando las causalidades y los símbolos, ¿un argentino? ¿Desde cuándo me importaba lo argentino? a ver si resultaba nomás que Córdoba era el ombligo ontológico de lapatria y yo había ido a parar a ella como una limadura de hierro atraída por un imán. Pero aun suponiendo que Santiago y Bastián, y también el architipejo y las desmelenadas chicas resoplantes tuvieran algo en común, en qué se parecían a ese viejo cascajo anacrónico que ahora hablaba de lagrandeza de la Patria, o al Poeta Místico, esa caricatura de un antiguo radical dedicado a hacer sonetos a la Virgen, y qué hacíamos con el honorable doctor Cantilo, especialista en pasturas intensivas y en soldaditos de madera. O quizá ahí estaba justamente la clave. Porque esa mañana, en laCiudad Universitaria, yo había pensado Grandes Monos, y ahora sentía que ellos, el viejo cascajo, el doctor Cantilo, todos los innumerables fósiles de esa especie, eran al fin de cuentas nuestros Grandes Monos, hijos de los remotos gorilas que se hacían saltar la cabeza a hachazos en las montoneras del abuelo Laureano, vencedor de Artigas, vencedor de Lamadrid, parecido a Ramírez y corriendo una carrera con Dios hace ciento cuarenta años junto a una mujer que pudo llamarse Delfina pero que era rubia y se llamó Aasta. Me volví hacia Verónica: Tenés que contarme bien lo de tu abuelo Laureano, dije, como quien hace un apunte en un cuaderno. Verónica no me prestó atención y yo me di cuenta de que mi pensamiento iba dando saltos de canguro a impulso de las palabras que resonaban en aquella sala, ya que, allá adelante, alguien hablaba de la herencia de las montoneras y de Facundo Quiroga, tan orondo, yendo en coche al muere. ¿Quién comanda esta partida? Y el otro arrimó caballo y dijo yo, y ahí nomás le descerrajó un trabucazo entre las cejas. Qué bárbaros éramos. Hubo una época en que hasta la palabra bárbaros quería decir algo, se pusiera uno del lado de adentro del coche o del de afuera. Tengo que romperme bien rota el alma con ese tipo, con Bastían, ¡¡ene mucha razón Santiago, deduje súbitamente. Ellos, Bastían y Santiago, son algo así como el eslabón perdido. Un estado intermedio entre Cantilo o los cascajos y quienes vendrán después de mí. Quién sabe, a lo mejor el país ya está maduro para dar una pareja adámica de argentinos. Lo malo es pensar, como ahora, qué tengo que ver yo con todo esto. O tal vez ser argentino sea justamente esta soledad. Como ir a contramano en una escalera mecánica mirando la cara de los otros. Una cualidad negativa: no ser algo. Ni europeo ni americano. Cuántos vamos a quedar todavía en el camino para que se dé el primer antepasado. Lo curioso de nuestra condición: no tener historia o tener una historia de tres por cinco y, sin embargo, sentir que todo lo realmente nuestro pertenece al pasado. Y al mismo tiempo no encontrar el pasaje hacia el origen. Como decía Lalo, los alemanes descienden de los germanos, los franceses de los galos, hasta los gallegos tienen linaje, hasta los mexicanos, celtíberos o aztecas, únicamente los argentinos descienden de los barcos. América había venido mal parida, decía Lalo, qué se puede esperar de un anormal que se embarcó con unos delincuentes rumbo a la isla de Cipango y se encontró con esto, y encima se llamaba Cristóforo Colombo. ¿Me miraron bien?, preguntaba Lalo. Mido un metro ochenta y cinco, soy rubio y de ojos grises, qué cornotengo que ver con el negro Falucho o con Santos Vega y no lo digo por tilinguería sino por desesperación, ser argentino es como ser hijo de nadie y, como opinaba un hombre sabio, ser hijo de nadie es ser un hijo de puta. Desesperación, desesperanza ¿no serían precisamente ésas las palabras clave para descifrar el sentido de lo que otros llamaban la tristeza argentina? Porque descender de los barcos no era sólo una broma, era una alegoría del destierro. Aquellos españoles y, más tarde, todos aquellos europeos rotosos y desesperados que habían abandonado una aldea de España o un pueblito de Sicilia y subieron a esos barcos, aquellos sirios, armenios, judíos, libaneses, aquellos alemanes que viajaron hasta la Rusia de Catalina y de allá vinieron a dar a esta tierra de desolación sin recordar ya cuál era su origen, habían traído con ellos la melancolía de lo perdido para siempre, la nostalgia del lugar al que no se regresa. ¿De quiénes éramos hijos? De aquellos iniciales delincuentes españoles y de estos otros rotosos que llegaron después, que descendieron de sus barcos y nos dieron por alma la memoria de su tristeza. Había entonces, pese a todo, un espíritu argentino, una memoria colectiva así como hay una memoria personal; tal vez es eso lo que da forma a lo que llamamos historia. Y entonces tenían razón Bastían y hasta el architipejo cuando hablaban de darle un sentido nuevo a la historia, de empezar a ser; de hacer algo con lo que se había hecho de nosotros. Y, sin embargo, en el fondo de toda esta necesidad de existir, qué manera de odiarnos unos a otros, cuánto rencor y resentimiento. Sectas, clanes, cofradías, tribus, castas. No había más que echar una ojeada a esa misma Aula Magna para sentirlo. La inteligencia del país, estaba diciendo ahora la Cavarozzi, lo mejor de la inteligencia argentina y de una nueva y pujante generación cuyas obras ya hablan por sí mismas (¿qué obras?, ¿a quién hablan?, ¿por qué estoy perdiendo el tiempo con estos disparates?). Cada uno una república personal, en guerra con todos los otros. Qué manera de malquerernos y despreciarnos, sobre todo despreciarnos, yo a Bastían y a Cantilo y al architipejo, Bastían a mí, Santiago a todos. Ahora sé que Santiago a todos. Otra víctima de los tiempos modernos. Te traeré un poco de whisky, y después trataremos de limpiarte las heridas. -Eché una ojeada a la habitaciónmalenca y cómoda. Ahora estaba casi totalmente llena de libros, y había una chimenea y un par de sillas, y no se sabía por qué, pero unovideaba que allí no vivía una mujer. Sobre la mesa había una máquina de escribir y un montón de papeles, y recordé que esteveco era unveco escritor.La naranja mecánica,sí, así se llamaba. Extraño que me hubiese quedado en la memoria. Pero yo no debía abrir larota, pues ahora necesitaba ayuda y bondad. Los horribles ygrasñosbrachnos de aquel terriblemesto blanco me habían hecho así, obligándome a necesitar bondad y ayuda, e imponiéndome el deseo de dar yo mismo bondad y ayuda, si alguien quería recibirlas. Por cuanto a nuestro taxista se refiere, siguió el mismo camino del conductor de carretas, en caída libre rumbo a la eternidad como quien baja sin frenos por la pendiente de Robledo. Le aplicamos su marquita frontal visto que nos quedó conociendo. Son los riesgos de su oficio, y de oír cuando no hay que oír y de ver cuando no hay que ver en una ciudad tan violenta. Taxistas inocentes, por lo demás, no los conozco. –Dieciocho, ¿eh? -dijo Pete-. Tan mayor ya. Bueno bueno bueno. Ahora tenemos que irnos -añadió, y le dedicó a su Georgina una mirada amorosa y oprimió una de susrucas entre las suyas y ella le devolvió una mirada igual, oh hermanos míos-. Sí -dijo Pete mirándome-, vamos a una pequeña fiesta en casa de Greg. Pero todo esto lo supe mucho después. Lo que ahora está pasando puede resumirse diciendo que casi me atropella un automóvil. Oí la frenada, el grito de Santiago y un portazo. Una ráfaga o un ala me rozó la frente, algo glacial y en cierto modo repugnante. Entonces, descendiendo, llegó junto a mí, apareció en Córdoba, querido lector, un personaje desacostumbrado. Se levantaba con dificultad de la hamaca y paso a paso, titubeando, se dirigía a la escalera, que iba subiendo lentamente, tanteando los escalones. –¿Cómo se le ocurre eso, doctor? Si es un cumplido, es rarísimo. –Así es la cosa. XII Y se lo rechazaba. La complicidad que existía entre nosotros cuando teníamos veinte años hacía mucho que se había acabado. Y ni sé cómo acabó. Será la vida, que acaba con todo. –¿Y qué me hicieron? –Tú -replicó, siempre con una miradabesuña– eres el testigo viviente de estos proyectos diabólicos. La gente, la gente común tiene que enterarse y comprender. -Elveco se levantó de la silla y se puso a recorrer la cocina, de la pila a la alacena, diciendo con voz muygronca:-¿Querrán todos que sus hijos se conviertan en lo que tú eres, pobre víctima? ¿No terminará decidiendo el propio gobierno qué es y qué no es delito, y destruyendo la vida y la voluntad de quien se atreva a desobedecer? -F. Alexander se tranquilizó un poco, pero no regresó al huevo.- Escribí un artículo -dijo- esta mañana, mientras dormías. Verónica y vos se besaron, cosa que en ciertas mujeres resulta inquietante. O a mí me inquieta. Ligeramente es pornográfico, pero así: como si a través de la mujer que está con uno, uno tuviera acceso a la del otro, el otro a la de uno, y ellas a su vez a cada uno de nosotros. –Nunca tengo suerte. En ese caso, ¿cuánto? –Vamos, péguenme, cobardes hijos de puta… no quiero vivir en este mundo podrido. La Salamanca, pensó Espósito. El nombre de la zamba y el nombre de la quinta. De pronto se sintió incómodo. Como si le costara pensar yo, como si se pudiera ver a sí mismo, o alguien o algo lo estuviese mirando desde el costado o desde atrás..

Lou Nicholes
Presentando Family Times: Lou Nicholes

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Somos una familia misionera que ha ministrado con Word of Life Fellowship desde 1962. Esta es una organización internacional de jóvenes fundada por Jack Wyrtzen, con sede en Schroon Lake, Nueva York. Lou Nicholes creció en una pequeña granja en el sureste de Ohio.

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