15 de enero de 2025
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"¡Vivan las putas! ¡Vivan los marihuaneros! ¡Vivan los maricas! ¡Abajo la religión católica!" Le dimos mi niño y yo un billetico para que pudiera seguir tomando. Aun después de agotar la búsqueda de indicios en asilos y hospitales, de revisar listas y listas de cadáveres no identificados en la morgue y en los cementerios, y de estudiar los censos de las villas de emergencia y la nómina de ancianas que habían servido en los conventos, Camargo no quiso darse por vencido. Los diarios se armaban todavía en planchas de plomo y faltaban dos décadas para que se difundiera el uso de las computadoras. Había que tener entonces una paciencia de iluminista medieval para adivinar las biografías escondidas detrás de cada nombre y para comparar las fotos de los archivos con los torpes dibujos de la memoria. O inmovilizarse, como Camargo, en la ciénaga de una idea fija. No lo acobardó la infinitud de los desengaños. Llevaba ya una serie larga de fracasos cuando se le dio por imaginar que, después de todo, tal vez la madre se había mantenido fiel a las costumbres burguesas y que debía vivir, casada o viuda, en alguna casa modesta de Palermo. Recorrió todas las calles de una punta a la otra: Gorriti, Guatemala, Fitz Roy, Armenia, Soria. Visitó los mercados de carnes y hortalizas alrededor de un triángulo verde que en esos tiempos se llamaba la esquina de Serrano o de Racedo y que después sería la placita Julio Cortázar, investigó los conventillos de fotógrafos de la calle Gurruchaga y los clubes masones de la calle Uriarte. Pensaba que la vería en cualquier momento tomando el fresco en la vereda y hablando con las vecinas. Más de una vez, cuando la noche se le venía encima, buscaba refugio en un bodegón que se las daba de francés y al que, cuando la hora de la cena languidecía, iban cayendo cantantes de tango a los que se les había marchitado la voz y que entretenían a los clientes rezagados por un guiso de lentejas y un vaso de whisky Criadores. Se sentaba junto a la ventana para ver pasar a la madre. Alguna vez lo alumbraría el relámpago de los guantes y sabría que era ella. Y como un alma en pena que vuelve a desandar los pasos volvía al corredor delantero de Santa Anita una tarde florecida de azaleas y geranios en que puse a la abuela a leerme a Heidegger (contra su voluntad), y en que mientras ella me leía resignada y yo me mecía plácido en mi mecedora tratando de seguir el hilo de los arduos pensamientos, un colibrí que revoloteaba sobre las macetas me enredaba el hilo con su vuelo y no me dejaba concentrar. De súbito el colibrí se posó en un geranio, el tiempo dejó de fluir y la tarde se eternizó en el instante. En la oscuridad de la noche, en la ceguedad de mi vida, en la prisión de mí mismo, en la estrechez de ese cuarto, en la pequeñez de esa cama, entre zancudos y balas, pude recuperar ese instante y tenía los colores del colibrí: azul, rojo y verde. –Gracias, Leonel, merci beaucoup. –La casera tendió la mesa para doce -insistió ella. A eso de las dos de la tarde, ves a Momir paseándose inquieto por la calle donde van y vienen los corredores de bolsa y los operadores de las mesas de dinero. El área está sembrada de policías y, como ni su compañera ni él tienen documentos, teme que los detengan. Uno de los asistentes de Sicardi te entregará los pasaportes en la esquina de Corrientes y Reconquista dentro de quince minutos. Has confirmado por teléfono que la falsificación es perfecta: sellos, marcas de agua, firmas sobre las fotos, perforaciones, cada detalle es impecable. Te complace ver que el lento movimiento del tiempo acrecienta la angustia de Momir y aplaca su arrogancia. Cuando vayas a su encuentro, ya lo tendrás derrotado e implorante. –A las diez. Dejales tu teléfono a las secretarias. Ellas después te avisan cuál es el restaurante. Camargo estudió con optimismo la información que le llevaron del archivo. Sí, algo se podría hacer. La dama protectora había muerto, era verdad, pero una de las hijas retenía aún sus privilegios originales y todos los años entregaba a los monjes donaciones generosas. Camargo no tenía idea de la clase deayuda que iba a pedirle cuando la llamó por teléfono. Ahora vamos a empezar nuestras lecciones de improvisar, le dijo a Reina con una voz lenta y dubitativa que desentonaba con su cara entusiasta. –¿Por qué dijiste eso? Cerraste los ojos. –No -le confirmaba yo, su ex hijo, que tenía cancelado con ella el tema teológico, y que acabó por cancelar todos los otros hasta llegar a la perfección del silencio. El señor Ripul nos miraba. Santiago me miró a mí. Yo me acordaba ahora de mis funerales, de las campanas doblando a muerto en Rusia, de las tres iglesias congregadas el día de mi canonización. Santiago parecía reflexionar. Cerré la puerta y me dirigí al jardín con el corazón tembloroso. En una tienda improvisada con sábanas extendidas sobre los tendederos de ropa se había instalado en su hamaca. Encontré a Sabaneta más bien fría de fieles, desangelada. La plaza desahogada, sin congestionamientos de buses ni atropellamientos de peregrinos. Y los puestos de estampitas y reliquias de María Auxiliadora sin un cliente. ¿Qué pasó? ¿Sería que esta raza novelera desertó también de la Virgen? ¿Por el fútbol? ¿Y que ya no creía más que en los milagros de sus propias patas? –Un desplazamiento del espacio, sí. Como un vértigo, pero hacia el costado. Cruzar una calle puede ser algo más que cruzar una calle. La segunda vez que lo pensaba esa mañana. Tener cuidado, pensé, obrar con mucho cuidado. Tocar apenas tu cintura al cruzar esta calle. Contacto tan imperiosamente leve que no podías dejar de sentirlo más allá de la piel. Un cuerpo ahí, otro cuerpo acá. Y entre esas dos islas, la casi inexistente complicidad del tacto. Volvíamos de algún lugar de La Cañada, del fantasma de un murallón español que, hace tres siglos, protegía a la ciudad de las inundaciones y hoy es un nombre y un montón de piedras. El Calicanto, dijiste, la ruina de la ruina de lo que fueun dique. Cruzamos. En dirección opuesta a la nuestra, venía caminando un muchacho. Un adolescente delgado, alto, de ojos oscuros y grandes. Sonreía con familiaridad; es decir: te sonreía. Había un ligero matiz de burla en su cara. Lo vi un segundo más tarde de lo necesario, pero fue suficiente. En algún momento de 1997 se enamoró de Sandra Gomide, editora de la sección Empresas amp; Negocios en Gazeta Mercantil; cuando pasó a O Estado se la llevó consigo. En pocos meses, Sandra vivió ascensos de vértigo. Su salario de redactora especial, mil dólares, subió casi cinco veces. Era una mujer llamativa y sensual y, al parecer, no menos altanera que Pimenta. Desde la infancia la llamaban Bambi, por sus movimientos cautelosos y elegantes, que recordaban los de un ciervo. Estaba haciendo estudios de posgrado en el Instituto de Investigaciones de San Pablo y sus artículos sobre las fusiones en las empresas brasileñas de aviación fueron citados por toda la prensa del país a comienzos de año. –Hiciste sufrir a otros -observó este Joe-. Es justo que ahora tú también sufras. Me han contado todo lo que hiciste, sentado aquí por la noche a la mesa familiar, y bastante que me impresioné. Cuando conocí tu historia, me sentí enfermo de veras. El muchacho pasó a nuestro lado. Saludó. Y yo tuve la certeza de que aquel encuentro, aquella sonrisa, aquel saludo, eran como un alfabeto cifrado, un mensaje cuya clave era muy anterior a mí, pero ya no podía prescindir de mí. Una víspera de Navidad, cuando Camargo tenía once o diez años y aún vivía en Tucumán, encontró al padre quemando todas las fotos, las ropas y las cartas que la madre había dejado. Desde hacía ya algunos meses, el padre le había prohibido que la nombrara, la dibujara o escribiera composiciones sobre ella en la escuela. Así, la madre se alejaba a coda velocidad de su memoria y era sólo una vaga sombra con la que Camargo hablaba en silencio, sin esperar respuesta. La había visto tan pocas veces que, al entrar en la adolescencia, no podía discernir si el recuerdo que le quedaba era inventado o real. A veces, cuando se miraba en el espejo, se esforzaba por ver, en la imagen que él mismo reflejaba, la cofia de enfermera, el delantal blanco tableado y los guantes de goma que siempre llevaba puestos. Soy mi madre, decía. Sólo cuando te vea voy a saber ser yo..

Lou Nicholes
Presentando Family Times: Lou Nicholes

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Esta es una pregunta que Jack Wyrtzen me hizo en una conversación telefónica hace muchos años. Me gustaría hacerte la misma pregunta. Me quedé sin palabras porque no tenía un plan para leer la Palabra de Dios todos los días y compartirla. Como resultado, esta pregunta cambió el curso de mi vida al leer la Palabra de Dios y compartir mis pensamientos con mi familia y otras personas todos los días. Si deseas recibir estos pensamientos, solo haz clic en el botón a continuación y es gratis .

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Somos una familia misionera que ha ministrado con Word of Life Fellowship desde 1962. Esta es una organización internacional de jóvenes fundada por Jack Wyrtzen, con sede en Schroon Lake, Nueva York. Lou Nicholes creció en una pequeña granja en el sureste de Ohio.

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