15 de enero de 2025
Comentario destacado
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Y le acercaba un banco, donde yo había puesto el caldo apetitoso, humeante, como para revivir cadáveres. Se tomaba dos o tres cucharadas que yo le daba con la mano en la boca como a un bebe pues él, por su extenuación, no podía ni sostener una taza. Tres cucharadas a lo sumo se tomaba y eso era todo, que ya no quería más. Le daba a continuación vitaminas, hormonas, árnica, lo que fuera, cafiaspirina, nada servia. Entonces, encomendándoselo a Dios y como último recurso, me ponía a armarle un cigarrillo de marihuana a ver si la humosa yerba le devolvía el apetito. Cruzamos hacia el negocio. Visto de cerca, aquello no era simplemente feo: era casi malvado. Ponchitos. Mates con virolas de plata. Rebenques liliputienses con la inscripción recuerdo de córdoba en la lonja. Una basílica con un tintero en el atrio, en forma de aljibe, al que no hacía falta llenar con tinta pues se trataba de una doble ilusión: era el mero sostén o receptáculo de un bolígrafo forrado en cáñamo de la India. Varios modelos de la difunta Correapara turistas que no pudieran viajar más hacia el poniente; diversas aves y felinos momificados, bolas de cristal dentro de las que se desataban ínfimas tormentas de nieve, sólo que no se desataban sobre una casita del Tirol, sino sobre el general Paz al cruzar Colonia Abrojo; radios a pila, hábilmente ornamentadas para que parecieran loros. Un pie. Un considerable pie izquierdo de terracota con una ranurita en el empeine y el lema la pata llama a la plata. Y, sobre un terciopelo púrpura, una colección que no entendí del todo: un anillo sin piedra, una flor de jade, y un ojo de vidrio que, según informaba una tarjeta amarillenta, perteneció a la ilustre familia Rivarola. Estamos en el bar del teatro Arlequín. Son las diez de la noche y el inodoro acaba de entrar con el jujeño y dos mujeres. El bar está casi metido en la sala, todavía a oscuras.Pentesilea,dice un cartel, también dice que uno puede ver la función desde allí mismo o trasladar su silla adonde guste. Hemos terminado con la noción de espacio, todo esto es sueño, y el sueño viste sombras de bulto bello en cualquier parte. No puedo evitar imaginarme a Pentesilea entre las mesas, rodeada de su jauría, chumbándolo a Oxo, despedazador de jabalíes, y a Melampo que no tiembla ante los leones (¿o ése era Halicaion, de dura pelambre?), clamando por las Furias, gritándole a Ananké que la siga y saliendo todas por el lado de la máquina de calentar salchichas con sus arreos de guerra y sus elefantes en medio del vivo retumbar de los truenos mientras los espectadores varones les deslizan unos pesos en el escote, como a las turcas. Vos me estás diciendo algo pero no consigo escucharte. Una de las mujeres de aquella mesa es la señorita Cavarozzi; la otra, una paradoja. Piel humahuaqueña y ojos de acantilado. Verónica. Se llama Verónica pero yo todavía no lo sé. Verónica Solbaken. Está sentada algo lejos; y sin embargo oigo su voz. No es que la oiga, ya que ni siquiera está hablando; oigo su voz del mismo modo que huelo el tenue perfume de su pelo. Una voz grave, algo apagada, que rivaliza con la cegadora claridad del flequillo escandinavo. Santiago tiene aspecto de desamparo. Todavía no es del todo Santiago ni jujeño pero sonríe al verme, como quien reconoce en el destierro a un compatriota. Nuestro agrónomo también ha sonreído. Usa grandes calzoncillos blancos siempre planchados. Trato de imaginar el ombligo de Cantilo pero no puedo. No tiene ombligo. Ni ombligo ni otras partes del cuerpo. –Te doy exactamente diez segundos para que se te vaya de la cara esa sonrisa estúpida. Y luego me escucharás. –¿Va a buscar a los bastardos? -pregunté-. Ustedes, hijos de puta, ¿van a detenerlos? –Cuidado, porque la tinta no sale. Mira Alexis: Yo tenía entonces ocho años y parado en el corredor de esa casita, ante la ventana de barrotes, viendo el pesebre, me vi de viejo y vi entera mi vida. Y fue tanto mi terror que sacudí la cabeza y me alejé. No pude soportar de golpe, de una, la caída en el abismo. Lo comprendo, joven, no crea que no lo comprendo, había dicho la noche anterior el doctor Cantilo, llamado Roque, odontólogo y catedrático de la especialidad pasturas intensivas en la universidad experimental de Ascochinga, interesante distancia, no la que mediaba entre estas dos disciplinas sino la que había hasta aquella localidad, suponiendo que fuera Ascochinga y no Fraile Muerto o Laboulaye, distancia en kilómetros que por alguna razón o, para decirlo mejor, por si acaso, fiché mentalmente mientras miraba a su mujer, Verónica, quien, en el otro extremo de la mesa, hablaba con vos de alguna cosa que era como una telaraña que avanzaba amenazadoramente sobre nosotros. Sobre Santiago y yo. Entonces supe qué era lo que me había molestado al llegar a la mesa, porque Santiago, aquella primera noche, no era todavía Santiago sino apenas el poeta jujeño. Sonó un timbrazo, comenzaron a bajar las luces y debí postergar mi conferencia destinada al doctor Cantilo, sobre la cuestión del peronismo. Cuestión en la que nunca había pensado hasta ese momento de mi vida, pero que aquella noche, aclarada en mi alma súbitamente y para siempre por algún whisky, dos benzedrinas y el anisete de la señorita Cavarozzi, que me tomé alpasar mientras nos poníamos de pie, sentí que era un deber moral exponer ante Cantilo, Estábamos entrando en la sala del teatrito y yo, ahora, escuchaba a mi lado la voz apagada de Verónica. Tenía, en efecto, la voz apagada, bella y casi grave. Había en ella, no sólo en la voz, en toda la mujer y hasta en sus gestos, algo impúdico pero casual, inquietante, de sereno estilo clásico. Cuando habló de la fiesta, por ejemplo, no habló conmigo: se dirigió a vos. La artesanía era meticulosa y sutilmente provocativa: no me hablaba a mí, hablaba de mí. Como contar un secreto para que sea transmitido en el acto, sólo que aquí se sumaba el refinamiento de que por más que vos no me lo transmitieras yo no podía dejar de escucharlo. Candilejas, spots. Detrás del torreón el mar está agitado: un centinela monta guardia junto a las baterías con su hermoso casco bávaro, y por lo tanto esto es el segundo acto deLa Danza Macabra,de Strindberg, y noPentesileade von Kleist como imaginé o recordé hasta hoy. Mar de tormenta y ruido de olas, sea. Y Verónica. Verónica que en voz muy baja te está diciendo algo de una fiesta en el Cerro de las Rosas. Una fiesta a la que debías invitar al pescadito de color, a mí, la noche siguiente. El Capitán, delirando durante el sueño, pretendía haber resuelto el enigma del Universo; ya amanecido, descubrió la inmortalidad del alma. "Cállate", murmuró el doctor Cantilo a Verónica, suavemente, con el acento en la primera a. –Tú -replicó, siempre con una miradabesuña– eres el testigo viviente de estos proyectos diabólicos. La gente, la gente común tiene que enterarse y comprender. -Elveco se levantó de la silla y se puso a recorrer la cocina, de la pila a la alacena, diciendo con voz muygronca:-¿Querrán todos que sus hijos se conviertan en lo que tú eres, pobre víctima? ¿No terminará decidiendo el propio gobierno qué es y qué no es delito, y destruyendo la vida y la voluntad de quien se atreva a desobedecer? -F. Alexander se tranquilizó un poco, pero no regresó al huevo.- Escribí un artículo -dijo- esta mañana, mientras dormías. –Después les cuento lo que falta -dirá esa noche Lalo. –Me quisiste matar, hijueputa. –Lo que te pregunto -dije- es quién insinuó que podíanoser cierto. Ya no sonreías. –Tal vez. Ya salió la sentencia del divorcio, ate lo dijo Sicardi? Brenda se quedó con todo el dinero que yo tenía en los Estados Unidos, los bonos al portador, los plazos fijos. Sólo me ha dejado la casa de San Isidro. Para qué quiero un lugar tan grande. –No estés triste -dijo él. –Yo creo que tu amigo Santiago tenía razón -dijo Espósito sin mirarlo, y pensaba por qué había dicho tu amigo, por qué tu amigo y no simplemente Santiago o el jujeño, y sobre todo por qué había dichotenía-.Mucha razón. –¿De qué se ríen? -preguntó con curiosidad la Muerte, que me había seguido retardada a la cocina y no había alcanzado a oír. Desnudos pero envueltos en la niebla, alucinados,¿qué hacíamos en la cumbre de esa carreterita desierta por la que de noche no se aventuraba un alma? Hombre, existir, que es lo que hacemos todos todos los días, ir arrastrando lo mejor que podemos este negocio. ¡Ay Manrique, barriecito viejo, barriecito amado! Se puede decir que ni te conocí. Desde abajo, desde mi niñez te veía, tus casitas como de juguete y tu iglesia gótica. Una iglesia alta, gris, espigada, de un gótico alucinante, estirándose sus dos torres puntudas como queriendo alcanzar el cielo. Las nubes negras, cargadas, pasaban, y al pasar se pinchaban en sus pararrayos y se soltaba la lluvia. ¡Qué aguaceros! La lluvia en Medellín se puede decir que prácticamente nace en Manrique. En ese barrio donde hoy empiezan las comunas pero donde en mi niñez terminaba la ciudad pues másallá no había nada -sólo cerros y cerros y mangas y mangas donde a los niños que se desperdigaban se los chupaba El Chupasangre- Estoy confundida, se dijo Reina, sin presentir cuantas veces iba a repetir esa noche la misma letanía. La confundían el polvo, el calor creciente, que en vez de amenguar con la calda del sol parecía haber esperado la oscuridad para desatar toda su furia, y ella misma no sabía si en su adentro había también polvo, curiosidad e ignorancia de cuáles eran los verdaderos límites de su vida. Apenas llevaba un mes en El Diario, y había considerado aquel trabajo como una bendición en la que iría superando una prueba tras otra durante muchas semanas, hasta que algún editor reparara en ella y proclamara su talento, o hasta que alguna noticia extraordinaria se le cruzara en el camino -unanoticia como la de ese día en el convento, por ejemplo- y le permitiera sentir que lo había dado todo, que la escritura le salta de las entrañas. Quería llegar a un punto en que, leyéndose a sí misma, se dijera: esto soy yo, sólo hasta acá llega mi cuerpo porque así está hecho, con estos sentimientos e indignaciones y sollozos y justicias. Esto que acabo de escribir soy yo, se dijo, repitiendo sin querer a Camargo, ¿pero quién soy yo? Estoy confundida, y ahora Camargo viene a confundirme más. Apenas llevo un mes en el diario y ya hablo con el director como silo conociera de toda la vida..

Lou Nicholes
Presentando Family Times: Lou Nicholes

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Esta es una pregunta que Jack Wyrtzen me hizo en una conversación telefónica hace muchos años. Me gustaría hacerte la misma pregunta. Me quedé sin palabras porque no tenía un plan para leer la Palabra de Dios todos los días y compartirla. Como resultado, esta pregunta cambió el curso de mi vida al leer la Palabra de Dios y compartir mis pensamientos con mi familia y otras personas todos los días. Si deseas recibir estos pensamientos, solo haz clic en el botón a continuación y es gratis .

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Somos una familia misionera que ha ministrado con Word of Life Fellowship desde 1962. Esta es una organización internacional de jóvenes fundada por Jack Wyrtzen, con sede en Schroon Lake, Nueva York. Lou Nicholes creció en una pequeña granja en el sureste de Ohio.

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