15 de enero de 2025
Comentario destacado
Obesity essay conclusion
Elveco seguía secando el mismo plato. Yo dije: Esa sola dosis de amprolio le alcancé a dar: fue como gasolina rociada sobre un incendio: la diarrea se le exacerbó y su extenuación llegó a tal punto que no pudo en adelante ni siquiera levantarse de la cama para ir al inodoro. Nada que hacer. Darío se me estaba muriendo sin remedio. por su paciencia en este vuelo. La escalera. Desde hace años, Graciela, estoy detenido acá arriba, en la escalera de la casa de Verónica, junto a la ventana desde donde se ve un sector del patio de las Catalinas y el cementerio de las reclusas, si es que no se trata de un falso recuerdo, porque también me parece estar viendo un limonero, unas delgadas columnas moriscas, y más lejos, del otro lado de la calle, la cúpula de Santo. Domingo y las torres gemelas de la Compañía. Todo lo cual es una manera de decir. Porque lo que realmente estoy viendo mientras escribo es el parque del neuropsiquiátrico y sus albercas de aguas estancadas, unos robles, el níspero de don Jacobo, dos leones de piedra iluminados por la luna. Cosas de las que tal vez hablaré a su tiempo, o no hablaré, pero que se ven perfectamente esta noche por el agujero de una de las paredes de lo que he llamado mi Cuartito Azul; Icones y robles y aguas muertas que no tienen nada que ver con esta historia, o tal vez sí, pero de un modo secreto que ahora resultaría un poco difícil explicar. Han pasado casi siete años desde que escribí en mi cuaderno Leviatán la primera palabra de esta crónica, y muchos más desde aquel octubre tormentoso, tan distinto de lo quedebería ser un mes de primavera que se grabó para siempre en mi memoria como si fuera otoño, han pasado demasiadas caras y botellas y muerte sobre mis palabras como para que cada día no me resulte más difícil poner en movimientos estas imágenes, fijas como láminas, que por alguna razón siguen clavadas en mi pasado y claman desde allí para recobrar el sentido que tuvieron ese día o que alguna vez quise darles. La escalera de la casa de Verónica, por ejemplo: no era éste el tono adecuado a esa escalera. Acabo de salir desnudo del dormitorio de Verónica, tengo la ropa bajo el brazo, y siento una anormal necesidad de reírme. Éste es el tono. Hace doce años que estoy inmóvil y desnudo y a punto de soltar una carcajada acá arriba. La escalera es larga: describe una curva que va a desembocar, fuera de mi vista, en el remoto vestíbulo que a pesar de la hora se ahonda en una difusa penumbra. Desde la pared opuesta a la ventana que da al patio del convento, el retrato enorme del abuelo Laureano, me contempla con cierta maliciosa ironía no exenta de severidad patricia. Sus barbas ambiguas oscilan entre el rabino verde de Chagall y don Martín Miguel de Güemes. Me cubro el ombligo y el bajo vientre con mi atado de ropa y no puedo dejar de pensar, ahora o entonces, que hay algo más bien desamparado en mí allá arriba, algo que da un poco de frío. Mejor me pongo los calzoncillos acá mismo, abuelo. Cosa que hice. Y repentinamente me electrizó una idea, que tuvo la contradictoria virtud de paralizarme y ponerme en movimiento al mismo tiempo: por la ventana que daba al jardín el doctor Cantilo podía verme. Eché a correr por la escalera; aún hoy trato de imaginar aquello; imaginarme a mí mismo corriendo y casi rodando escaleras abajo, intentando recoger en el aire, sin conseguirlo, uno de mis zapatos que se me escapa de las manos y cae y rebota y da tumbos por la alfombra de los escalones, dobla la curva y desaparece; quisiera recordar mi alegría, alegría o no sé bien qué, algo malignamente parecido a la alegría, el deseo salvaje, al que seguramente contribuían ciertas dosis no del todo asimiladas de whisky, cigarrillos de Verónica y algo llamado Cafilón, de reírme, de sentarme en el descanso de la escalera y reírme, la necesidad orgánica, visceral, de quedarme sentado allí mismo riéndome hasta que apareciera el doctor Cantilo, hasta que el techo de la casa o el cielo con sus planetas se desplomara sobre mi cabeza. Sé que todo esto lo sentí durante el tiempo que dura un parpadeo; sé que lo sé, aunque no lo recuerde. Lo que sí recuerdo son los ojos de Inés: Inés que me miraba petrificada al pie de la escalera. La vi alrecoger yo el zapato. Ella estaba parada delante de la pequeña mesa de campaña del fraile Aldao, junto al arcón sobre el que había quedado el librito de Poe, abierto por mí en la página de la balada de Annabel Lee. Una clave, había pensado yo esa tarde. Un mensaje cifrado. La única cosa no corrompible de mí que puedo dar: algo ajeno, puro e inalcanzable como una estrella. Claro que, también lo había pensado, puede suceder que esta imbécil ni se dé cuenta cuando vuelva a buscar el libro, suele pasarme, y es sabido que no tienen alma; puede suceder que alguien lo encuentre antes y lo cierre, o lo robe; incluso es posible que lo robe yo mismo antes de irme, para evitarme desilusiones. Ella me miraba a mí; no miraba el libro. Yo sentí que podía quedarme toda la vida en ese lugar, idiotizado, con el bulto de ropa a la altura del estómago, y en realidad me quedé, en realidadhace doce años que no me muevo de esta escalera. La chica sigue mirándome sin pestañear y yo calculo que el coche de Cantilo ya debe de estar en el garaje, lo que significa que de un momento a otro nuestro hombre va a entrar por la puerta que da al jardín. Volver al cuarto de Verónica y salir de la casa saltando a través de los techos hacia el tejado de las Catalinas, no me parece una solución razonable. Mi única salvación es seguir bajando, suponiendo que la palabra salvación no resulte un poco fuera de jugar, dadas las circunstancias. Y en ese momento tengo una sospecha que es también una premonición, casi una certeza: la inmovilidad de Inés no pertenece del todo al mundo real, es algo así como una islita en el tiempo, un frágil territorio infinitesimal a punto de ser barrido por el necesario transcurso de los hechos, y, en cuanto eso ocurra, va a suceder algo irreparable. Esa chica está a punto de dar un grito. O se cae redonda. O se encierra en el baño a llorar. Todo lo que puede ocurrir siempre es malo; pero la última posibilidad era de las peores, porque a ese baño debía llegar yo. Ese baño, al menos en aquella tormentosa tarde de octubre, era un cronotopo previsto desde milenios antes de mi nacimiento por los ángeles buenos que organizan las secuencias novelescas de lo que llamamos vida humana. Claro que también hay ángeles adversos y ordenamientos funestos, pero no podía ser que Cantilo me sorprendiera así. No por mí, por él. Basta cambiarel punto de vista de la realidad y situarse en su lado de la vida para comprender que el doctor Cantilo no puede ni debe ni merece encontrar a un intruso desmelenado bajando en calzoncillos por la escalera de su propiedad privada. Este pensamiento me confortó y me dio la calma necesaria como para no abalanzarme sobre la chica. Con mucha lentitud, como quien se acerca a un sonámbulo que se balancea sobre una cornisa, mirándola a los ojos, comencé a bajar. Si Inés gritaba o corría a encerrarse en el baño, mi viaje a Córdoba y aun mi breve estadía en el mundo podían tener un desenlace tan extraordinario que, juzgado desde cierto punto de vista, era casi un pecado impedirlo. Ya he llegado junto a ella. Estamos tan cerca que podríamos bailar. Huele a heliotropos y a fresas silvestres y al agua de la lluvia cuando cae sobre los nísperos. No estoy inventando nada. También huele vagamente a bizcocho de maicena. El negro de las pupilas es tan desmesurado que parece abarcarle la totalidad del iris, como si tuviera los ojos abiertos en el fondo del mar. Me sé duplicado, cabeza abajo, en un cristal remoto de esos pozos: mis antípodas tienen los dos el calzoncillo torcido, el atado de ropa bajo el brazo derecho y un zapato colgando de la mano izquierda. Unificado en el espacio y en posición normal, eso soy yo; eso es lo que ella está viendo por última vez de Esteban Espósito. Debería sentarme nomás en la escalera y esperar la llegada de Cantilo. –Qué interesante. Este dibujo. Lástima los caballos, no armonizan bien con esos dos que se dan con todo atrás del sicómoro. ¿Qué están haciendo? Bastían acaba de murmurar dos palabras en el oído de un tipo con cara de actor francés. Graciela Oribe, fue lo que murmuró, y ahora mira hacia la puerta. En la puerta hay un señor alto, maduro, elegantemente canoso y, sobre todo, parecido a quién. Entre las infamias que comete Dios por mano del hombre quiero citar aquí la de los caballos de Medellín, cargados de materiales de construcción, vendados, arrastrando sus pobres vidas sin ver y las pesadas carretas, bajo el rabioso sol de su rabioso cielo. "Carretilleros" llaman aquí a los que explotan esos caballos, de los que habiendo tanto carro quedan cientos. –Dame los pantalones. El delirio alcohólico debe ser algo así. O hasta un poco mejor. Vos seguías mirando empecinadamente una de las grandes ventanas que daban al cerro. Sólo que ahora estabas de pie. Dijiste que en seguida regresabas y fuiste hacia la ventana. A Camargo le sorprende siempre que la mujer no tome ninguna precaución cuando se desnuda. Como su departamento está aislado, en un último piso, tal vez supone que nadie la mira. Ella sabe que delante, en el edificio que alquila Camargo, sólo hay oficinas que cierran temprano. Aun así, a él le parece que debería ser más cuidadosa. –Vos sos autodidacta. Ahora ha dejado de menearse y está contemplándose en el espejo. La leve herida del labio le ha vuelto a sangrar. De perfil, mojada apenas por las luces difusas del dormitorio, la mujer es también la noche que afuera cambia tanto, Dios mío, cuántas noches van yéndose en una sola noche, cuántas mujeres hay en cada mujer. Con la barbilla levantada, la pose de una reina, ella goza con la imagen de su cuerpo en el espejo. También él, enfrente, está mirándose a sí mismo. Un súbito destello de la luna se ha posado sobre su cuerpo y le permite ver su perfil en el otro espejo, el del cuarto vacío. Lo que el espejo le revela, sin embargo, es un eco de su propio ser, y de ninguna manera él mismo. Un hombre no puede ser él mismo sin su pasado, sin la fuerza que irradia ante los otros, sin el respeto y el temor que inspira. Un hombre nunca es el mismo a solas, y este perfil no soy yo, se repite Camargo. No reconoce el abultado abdomen tan indiferente a la gimnasia y a las dietas, ni los pectorales que, al aflojarse, dibujan un incómodo pliegue en el pecho orgulloso, ni la membrana de pavo que le cuelga de la barbilla. La imagen del espejo tiene las piernas torpes y flacas, sin armonía con el torso macizo, y carece de dignidad. ¿Qué dignidad puede tener un cuerpo desnudo a los sesenta y tres años? Tal vez ésa sea una pregunta para otros, pero no para él. A él todos lo ven como alguien invencible, inmune a las enfermedades y a la extenuación. Ya se lo han dicho las mujeres con las que se ha acostado: su cuerpo no es un cuerpo, es una fuerza de Dios. –A mi isla, sí -dijo Beatriz-. Déjense de dar vueltas y nos vamos. –Mamama Albertina te puede contar de las inundaciones. –Es Joe -dijo mi ma-. Ahora vive aquí. Es nuestro pensionista. Oh, Dios Dios Dios. –Esas cosas se comentan, señor -dije-. A veces hablan dos guardias, y uno no puede dejar de oír lo que dicen. O uno recoge un pedazo de diario en los talleres, y hay un artículo que lo explica todo. ¿Qué le parece si me propone para ese asunto, señor, si me permite la audacia de insinuárselo? –Es mejor que te bajés acá, Remis. Ves? Hay taxis por todos lados. Los ejemplos abundan, y algunos siguen aún vivos en la memoria de la gente, como el inolvidable crimen del escritor Euclides da Cunha, autor del clásico Os Sertbes, quien había servido como corresponsal del mismo diario, O Estado, para cubrir el levantamiento de Canudos que refiere en su libro. Una generación innoble, había dicho Bastían y ahora lo repetía. Somos una generación innoble, rota. ¿Qué nos dejaron? Basura y retórica. Nos engañaron con Perón y fue como si nos violaran. El chico no nos vio hasta que estuvimos junto a él; Verónica, increíblemente atenta a la voz de Bastían, tampoco. La señorita Etelvina, desde la cátedra, me llamó con la mano; Santiago me miraba. Él también quiere que vaya, pensé: está solo. Pero a mí qué me importaba la soledad de Santiago. Hice una seña negativa y me llevé dos dedos a la frente como quien dice que le duele la cabeza, revienten, murmuré, mátense entre ustedes. El chico, al verme, se había levantado; te dijo algo que no entendí. "Sí, en la quinta", respondiste con voz mecánica. Él pasó a mi lado con los ojos bajos. Me senté en su lugar. "Venís risueño", murmuró Verónica. En la mesa, la voz cambió; pero el sentido de las palabras era el mismo. Y Santiago allá. Lo van a hacer pedazos en cuanto abra la boca, son una Cofradía. El que hablaba era uno de esos homúnculos blanduchos y verdosos, perteneciente a la subespecie de los tipejos; parecía la caricatura o el Arquetipo del ratón de biblioteca. Arquetipejo. Una laucha sapiens de grandiosos anteojos. Familia: enanus revolucionarius; fingen ser marxistas para inspirar pavor a la tía Eglantina. Cuando el pueblo argentino llevó a Perón al poder, oí, teníamos diez años; cuando la oligarquía lo derrocó… Y levanté la cabeza: aquellas eran mis propias palabras de la noche anterior cuando hablé del peronismo con Cantilo, o no eran exactamente las mismas palabras: la intención era idéntica. Sólo que en mi versión yo era inocente y en la de este tipo no se salvaba nadie. Y mucho menos yo. Desde hacía cien años en la Argentina no había más que cómplices, sólo que nosotros, dijo, ni siquiera teníamos la excusa de la irresponsabilidad. Nuestra generación, ya lo había señalado Bastían, había nacido estigmatizada por la desesperanza entre los escombros del mundo moderno y estigmatizada, además, por la marca de Caín denuestra propia historia, pero era lúcida de ese estigma, y algo debíamos hacer con lo que hicieron de nosotros. En la Argentina sólo quedaban tres caminos: la revolución, el exilio o el suicidio. Aplausos a rabiar. Epa, pensé. Un señor intervino desde el público para señalar que el tema de la mesa redonda estaba siendo desvirtuado, que él no había venido para oír hablar de política. Entonces vayase, le gritó desde la cátedra el ratón, con una voz cuyo volumen y autoridad no correspondían a su aspecto físico. El señor, digno y finisecular, se levantó y se fue. Aplausos..

Lou Nicholes
Presentando Family Times: Lou Nicholes

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Somos una familia misionera que ha ministrado con Word of Life Fellowship desde 1962. Esta es una organización internacional de jóvenes fundada por Jack Wyrtzen, con sede en Schroon Lake, Nueva York. Lou Nicholes creció en una pequeña granja en el sureste de Ohio.

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