15 de enero de 2025
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–Bueno -dije-, ¿sería tan amable de darme un vaso de agua? Sabe, parece un desmayo, como si hubiese perdido el sentido. ¿Maestro? Es un hijo de puta, un buchón de este gobierno podrido. ¿Lo Reina trató de no pensar en nada durante la comida, pero una desazón oscura la devoraba por dentro. Junto a Camargo había recorrido medio mundo, desde la galería de los Uffizi en Florencia, donde se besaron ante el Nacimiento de Venus de Botticelli restaurado con amarillos y verdes que les parecieron demasiado estrepitosos para una obra que ya tenía más de quinientos años, hasta los templos musicales de Kioto, donde se situaban a cien metros uno del otro para oír cómo la más sigilosa de las pisadas resonaba en cada extremo. Durante esos largos meses había sido casi feliz. Tal vez habría llegado a amarlo -lo que ella entendía por amor y había sentido sólo una vez, en la adolescencia, cuando dejó al músico de rock que la desvirgó en brazos de una rival invencible, la cocaína-, si Camargo no la hubiera sometido a cambios de humor que la descolocaban, asaltos de pasión demencial yluego semanas de indomable indiferencia, sin que aun en los momentos de mayor intimidad y entrega él le prometiera nada ni ella tampoco pidiera: casi no hablaban del porvenir. Mañana era, para ellos, literalmente el día de mañana. Sin embargo, Reina había ido acostumbrándose a su compañía, a las errancias de su sexualidad; disfrutaba de su conversación sentenciosa y de sus modales anticuados. Ahora, en Washington, lo desconocía. No imaginaba cuál ignorada llaga de sus sentimientos podía haber tocado por imprudencia. La comida le resultó tan insoportable que, al despedirse, equivocó el único saludo que sabía decir en inglés: «nice to meet you, Bob». Camargo, siempre feroz con esos deslices, se mostró por una vez indulgente. Cuando regresaban al hotel, le pasó las manos sobre los hombros y le dijo: Guerri vuelve a reírse. El segundo whisky de Espósito disipa las nieblas del primero: Guerri viene de La Habana. Estuvo en Sierra Maestra. Lo llaman Guerri como podrían llamarlo Revo. –No, abuela, no me trampiés, no te me salgás por la tangente. Contestáme: a quién más: a él o a mí. –No digás blasfemias, muchacho. –¿Sólo eso? Quiero exámenes completos. Quiero saber si la gente que usted contrata tiene o tuvo venéreas, ladillas, tuberculosis, reglas irregulares, muelas podridas, amígdalas en mal estado, si las mujeres están preñadas o estuvieron alguna vez. Con las mujeres hay que desconfiar, Sicardi. La edición llevaba una escueta franja de luto y desplegaba en las páginas centrales doce fotografías de Camargo, seleccionadas con esmero por Maestro. Dos de ellas habían sido tomadas entre los geranios de la casa de San Isidro, junto a la esposa y a las hijas mellizas. Se lo veía feliz, desafiante, como un director de orquesta que acaba de verificar la sumisión de los instrumentos. En seis de las otras acompañaba a estadistas, hombres de negocios, premios Nobel de Literatura, aunque en verdad parecía que fueran ellos quienes lo acompañaban a él, contemplándolo con ojos devotos. Maestro había elegido con deleite una imagen de Camargo al lado de Carlos Salinas de Gortari, ya al final de su mandato, en la que el periodista observaba, con el labio inferior más inclinado que nunca por el desdén, al mínimo y calvo presidente. La página estaba dominada por una fotografía a cuatro columnas que mostraba a Camargo en su despacho de El Diario, rodeado por el estado mayor de editores, antes de una de las reuniones de la tarde. Maestro extendía una mano protectora sobre el sillón del jefe mientras ocultaba el pulgar de la otra bajo el chaleco. En las restantes, el difunto posaba ante la Gran Muralla, ante el edificio del Instituto de Seguro de Accidentes de Trabajo, en la calle Na Poriof de Praga, donde Franz Kafka trabajó desde 1908 hasta que se jubiló en 1922, y ante el Museo de Arte Moderno de San Pablo, acompañado por su amigo Antonio Marcos Pimenta Neves, poco antes de que éste sucumbiera también a una pasión desdichada. La escalera. Desde hace años, Graciela, estoy detenido acá arriba, en la escalera de la casa de Verónica, junto a la ventana desde donde se ve un sector del patio de las Catalinas y el cementerio de las reclusas, si es que no se trata de un falso recuerdo, porque también me parece estar viendo un limonero, unas delgadas columnas moriscas, y más lejos, del otro lado de la calle, la cúpula de Santo. Domingo y las torres gemelas de la Compañía. Todo lo cual es una manera de decir. Porque lo que realmente estoy viendo mientras escribo es el parque del neuropsiquiátrico y sus albercas de aguas estancadas, unos robles, el níspero de don Jacobo, dos leones de piedra iluminados por la luna. Cosas de las que tal vez hablaré a su tiempo, o no hablaré, pero que se ven perfectamente esta noche por el agujero de una de las paredes de lo que he llamado mi Cuartito Azul; Icones y robles y aguas muertas que no tienen nada que ver con esta historia, o tal vez sí, pero de un modo secreto que ahora resultaría un poco difícil explicar. Han pasado casi siete años desde que escribí en mi cuaderno Leviatán la primera palabra de esta crónica, y muchos más desde aquel octubre tormentoso, tan distinto de lo quedebería ser un mes de primavera que se grabó para siempre en mi memoria como si fuera otoño, han pasado demasiadas caras y botellas y muerte sobre mis palabras como para que cada día no me resulte más difícil poner en movimientos estas imágenes, fijas como láminas, que por alguna razón siguen clavadas en mi pasado y claman desde allí para recobrar el sentido que tuvieron ese día o que alguna vez quise darles. La escalera de la casa de Verónica, por ejemplo: no era éste el tono adecuado a esa escalera. Acabo de salir desnudo del dormitorio de Verónica, tengo la ropa bajo el brazo, y siento una anormal necesidad de reírme. Éste es el tono. Hace doce años que estoy inmóvil y desnudo y a punto de soltar una carcajada acá arriba. La escalera es larga: describe una curva que va a desembocar, fuera de mi vista, en el remoto vestíbulo que a pesar de la hora se ahonda en una difusa penumbra. Desde la pared opuesta a la ventana que da al patio del convento, el retrato enorme del abuelo Laureano, me contempla con cierta maliciosa ironía no exenta de severidad patricia. Sus barbas ambiguas oscilan entre el rabino verde de Chagall y don Martín Miguel de Güemes. Me cubro el ombligo y el bajo vientre con mi atado de ropa y no puedo dejar de pensar, ahora o entonces, que hay algo más bien desamparado en mí allá arriba, algo que da un poco de frío. Mejor me pongo los calzoncillos acá mismo, abuelo. Cosa que hice. Y repentinamente me electrizó una idea, que tuvo la contradictoria virtud de paralizarme y ponerme en movimiento al mismo tiempo: por la ventana que daba al jardín el doctor Cantilo podía verme. Eché a correr por la escalera; aún hoy trato de imaginar aquello; imaginarme a mí mismo corriendo y casi rodando escaleras abajo, intentando recoger en el aire, sin conseguirlo, uno de mis zapatos que se me escapa de las manos y cae y rebota y da tumbos por la alfombra de los escalones, dobla la curva y desaparece; quisiera recordar mi alegría, alegría o no sé bien qué, algo malignamente parecido a la alegría, el deseo salvaje, al que seguramente contribuían ciertas dosis no del todo asimiladas de whisky, cigarrillos de Verónica y algo llamado Cafilón, de reírme, de sentarme en el descanso de la escalera y reírme, la necesidad orgánica, visceral, de quedarme sentado allí mismo riéndome hasta que apareciera el doctor Cantilo, hasta que el techo de la casa o el cielo con sus planetas se desplomara sobre mi cabeza. Sé que todo esto lo sentí durante el tiempo que dura un parpadeo; sé que lo sé, aunque no lo recuerde. Lo que sí recuerdo son los ojos de Inés: Inés que me miraba petrificada al pie de la escalera. La vi alrecoger yo el zapato. Ella estaba parada delante de la pequeña mesa de campaña del fraile Aldao, junto al arcón sobre el que había quedado el librito de Poe, abierto por mí en la página de la balada de Annabel Lee. Una clave, había pensado yo esa tarde. Un mensaje cifrado. La única cosa no corrompible de mí que puedo dar: algo ajeno, puro e inalcanzable como una estrella. Claro que, también lo había pensado, puede suceder que esta imbécil ni se dé cuenta cuando vuelva a buscar el libro, suele pasarme, y es sabido que no tienen alma; puede suceder que alguien lo encuentre antes y lo cierre, o lo robe; incluso es posible que lo robe yo mismo antes de irme, para evitarme desilusiones. Ella me miraba a mí; no miraba el libro. Yo sentí que podía quedarme toda la vida en ese lugar, idiotizado, con el bulto de ropa a la altura del estómago, y en realidad me quedé, en realidadhace doce años que no me muevo de esta escalera. La chica sigue mirándome sin pestañear y yo calculo que el coche de Cantilo ya debe de estar en el garaje, lo que significa que de un momento a otro nuestro hombre va a entrar por la puerta que da al jardín. Volver al cuarto de Verónica y salir de la casa saltando a través de los techos hacia el tejado de las Catalinas, no me parece una solución razonable. Mi única salvación es seguir bajando, suponiendo que la palabra salvación no resulte un poco fuera de jugar, dadas las circunstancias. Y en ese momento tengo una sospecha que es también una premonición, casi una certeza: la inmovilidad de Inés no pertenece del todo al mundo real, es algo así como una islita en el tiempo, un frágil territorio infinitesimal a punto de ser barrido por el necesario transcurso de los hechos, y, en cuanto eso ocurra, va a suceder algo irreparable. Esa chica está a punto de dar un grito. O se cae redonda. O se encierra en el baño a llorar. Todo lo que puede ocurrir siempre es malo; pero la última posibilidad era de las peores, porque a ese baño debía llegar yo. Ese baño, al menos en aquella tormentosa tarde de octubre, era un cronotopo previsto desde milenios antes de mi nacimiento por los ángeles buenos que organizan las secuencias novelescas de lo que llamamos vida humana. Claro que también hay ángeles adversos y ordenamientos funestos, pero no podía ser que Cantilo me sorprendiera así. No por mí, por él. Basta cambiarel punto de vista de la realidad y situarse en su lado de la vida para comprender que el doctor Cantilo no puede ni debe ni merece encontrar a un intruso desmelenado bajando en calzoncillos por la escalera de su propiedad privada. Este pensamiento me confortó y me dio la calma necesaria como para no abalanzarme sobre la chica. Con mucha lentitud, como quien se acerca a un sonámbulo que se balancea sobre una cornisa, mirándola a los ojos, comencé a bajar. Si Inés gritaba o corría a encerrarse en el baño, mi viaje a Córdoba y aun mi breve estadía en el mundo podían tener un desenlace tan extraordinario que, juzgado desde cierto punto de vista, era casi un pecado impedirlo. Ya he llegado junto a ella. Estamos tan cerca que podríamos bailar. Huele a heliotropos y a fresas silvestres y al agua de la lluvia cuando cae sobre los nísperos. No estoy inventando nada. También huele vagamente a bizcocho de maicena. El negro de las pupilas es tan desmesurado que parece abarcarle la totalidad del iris, como si tuviera los ojos abiertos en el fondo del mar. Me sé duplicado, cabeza abajo, en un cristal remoto de esos pozos: mis antípodas tienen los dos el calzoncillo torcido, el atado de ropa bajo el brazo derecho y un zapato colgando de la mano izquierda. Unificado en el espacio y en posición normal, eso soy yo; eso es lo que ella está viendo por última vez de Esteban Espósito. Debería sentarme nomás en la escalera y esperar la llegada de Cantilo. Ah, Reina, ya no sé cuál de tus gemelas sos. ¿Vas a montar el alazán con tu delantal tableado y tus guantes de goma? ¿Vas a acariciar las crines del caballo con tus no manos? Camargo ha esperado años que llegue este momento, años, y no va a permitir que se le escape otra vez. Ves al guardián y a una mujer salir de la casa, aferrándose las ropas y chillando como cerdos. Ves el disco blanco del sol en el cielo liquido y sentís que todo está bien, Camargo. Volvés a sentirte limpio como en el día que naciste, cuando todavía nadie te había abandonado. –Bueno bueno bueno bueno bueno. ¿Qué pasa, viejodruguito? -Parece que nadieponimó eso, pero alguien me dijo congolosaáspera: Publiqué la novelaA Clockwork Orangeen 1962, lapso que debería haber bastado para borrarla de la memoria literaria del mundo. Sin embargo se resiste a ser borrada, y de esto la versión cinematográfica de Stanley Kubrick es la principal responsable. De buena gana la repudiaría por diferentes razones, pero eso no está permitido. Recibo cartas de estudiantes que tratan de escribir tesis sobre la novela, o peticiones de dramaturgos japoneses para convertirla en una suerte de obra de teatro noh. Así pues, es altamente probable que sobreviva, mientras que otras obras mías que valoro más muerden el polvo. Esta no es una experiencia inusual para los artistas. Rachmaninoff solía lamentarse de que se le conociera principalmente por un Preludio en Do menor sostenido que compuso en la adolescencia, mientras que sus obras de madurez no entraban nunca en los programas. Los niños afilan sus dientes pianísticos en un Minueto en Sol que Beethoven compuso sólo para poder detestarlo. Tendré que seguir viviendo conLa naranja mecánica,y eso significa que me liga a ella un cierto deber de autor. Tengo un deber muy especial hacia ella en los Estados Unidos, y será mejor que explique en qué consiste. –Oh, perdón -escucha del otro lado del árbol. La voz del doctor Cantilo. –Necesito verte antes..

Lou Nicholes
Presentando Family Times: Lou Nicholes

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Esta es una pregunta que Jack Wyrtzen me hizo en una conversación telefónica hace muchos años. Me gustaría hacerte la misma pregunta. Me quedé sin palabras porque no tenía un plan para leer la Palabra de Dios todos los días y compartirla. Como resultado, esta pregunta cambió el curso de mi vida al leer la Palabra de Dios y compartir mis pensamientos con mi familia y otras personas todos los días. Si deseas recibir estos pensamientos, solo haz clic en el botón a continuación y es gratis .

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Somos una familia misionera que ha ministrado con Word of Life Fellowship desde 1962. Esta es una organización internacional de jóvenes fundada por Jack Wyrtzen, con sede en Schroon Lake, Nueva York. Lou Nicholes creció en una pequeña granja en el sureste de Ohio.

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