15 de enero de 2025
Comentario destacado
Homework vinyl
Entramos. Mi primer impulso fue preguntarle por vos; sin embargo, tuve dos poderosos motivos para no hacerlo. El primero fue querealizareste tipo de averiguaciones siempre me resultó levemente repulsivo. Soy incapaz de ciertos esfuerzos sencillos como el de preguntar, fingiendo naturalidad: "¿Así que la señorita Oribe no ha venido?" Descarté por supuesto la indecencia de "su amiga" y, cosa curiosa, no me sentí con derecho de imaginarme preguntando simplemente por Graciela. El giro "señorita Oribe", aunque algo arcaico, contraponía su esencial decoro a la impresión sospechosa, o de idiotez, que siempre causa un ser humano en estos casos. Pero, aunque me hubiese animado, cómo preguntarle si no habías venido, cuando (como era indudable) no habías venido. Por supuesto que había otras fórmulas, pero sonaban por el estilo. Y además qué iba a sacar con que medio Córdoba sospechara que yo te andaba persiguiendo, o vinculara, y esto sí ya era catastrófico, tu ausencia con esta persecución y en pocas horas me atribuyeran los propósitos, los actos incluso, más aberrantes y vergonzosos. El segundo motivo fue la presencia del doctor Urba. Estaba allá, en el fondo del aula, sentado junto a un gordo y sonriente cura de nariz colorada que lo doblaba en tamaño. El doctor Urba, mirándome, le susurró algo al oído, y el gordo abrió mucho los ojos, sin dejar de sonreír. "Cazzo di Dio!", me pareció leer en su labios, "cosa fabla queste piccolo dotore infernale? Vade retro!" Y con un gran pañuelo a cuadros se sonó estruendosamente la nariz. –Todo. Lo de hoy en el puente, lo de ahora. Lo de que conocer a la gente es como matarla, lo de tomarte como sos, las cosas que me vas a enseñar, la ambigüedad. Todo. –Siete de la tarde -informó el editor de Política. –Puede ser perfectamente. Uno habla en voz alta y se imagina que está pensando, o piensa demasiado fuerte y el otro oye. Casi todos los malentendidos entre la gente tienen su origen en no tomar en cuenta esta forma de comunicación. Oí por ejemplo lo que estoy pensando ahora. Estoy pensando que, aunque parezca mentira, todo es posible. Mientras vos todavía pensás en las estupideces que hice y dije anoche por no hablar de esta mañana y del resto del día, yo estoy pensando que Esteban Espósito y Graciela Oribe son posibles, qué te parece. Hay como un pasadizo o una puerta, algo parecido a un desvío que da a un lugar en el que nosotros dos somos posibles. Vos mírame con cara de que se me va a pasar pronto, yo hablo igual. Claro que nada de esto se puede explicar con claridad, y hasta me parece que no necesita ninguna explicación. De todas maneras, oír se oye. -Y siguió hablando mientras pensaba que sí, todo era posible, había un Esteban Espósito que acaso se iba al día siguiente y otro que seguramente se quedaba; había un Esteban que ni siquiera había viajado nunca a Córdoba y otro que sí, pero que no era éste, sino uno vislumbrado apenas durante unos segundos la noche anterior, en la oscuridad del teatro Arlequín, y por supuesto que era difícil de entender, pero, al menos en este momento, no hacía ninguna falta entenderlo. Me vaya o me quede esta historia que sólo ahora comienza a armarse va a suceder, lástima que si me voy nunca podré saber cómo, y si me quedo… -Pero ahora explícame por qué volviste hoy a buscarme al hotel. Nada más que eso. –Pobre Camargo -te dice. Casi, pensó Esteban. Territorio vasto e irrecuperable donde caben comarcas enteras con su gente y sus lunas sobre el agua, sus amaneceres, sus árboles del paraíso en las veredas, con el remoto silbato de los trenes que pasan sin detenerse en sus estaciones muertas, su plaza con su iglesia, sus calles húmedas cuando cae la noche. La edad del hombre no se cuenta por años sino por esas imágenes que acumula la memoria, como la tierra acumula y superpone napas, ciudades enterradas, bosques carboníferos y muchas veces fragmentos irreconocibles de algo que es como el eco de una música perdida. No lo pensó con estas palabras, ni siquiera es cierto que lo haya pensado. Vio la silueta de un olivo, vio la cara de una mujer desconocida en la ventanilla de un tren, vio la galería de un colegio. La voz funeral de Edmundo Rivero cantaba a Discépolo como si estuviera salmodiandoEgo sum aba cucaniensisen el sótano del convento de Burana. Grandes salchichones colgaban del techo. Una fotografía de la puerta donde Lutero clavó en 1517 sus proposiciones contra el Papado, junto a la célebre instantánea de Leguizamo con Gardel. Todo esto a un paso de los aldabones españoles del Colegio Monserrat, de las cúpulas barrocas coloniales de la Catedral, de la estatua enana y patizamba de don Jerónimo. "Cambalache", dijiste en voz baja; pero tal vez te referías al tango. Igual te miré con desconfianza. Tenías el tipo justo de adolescente telepática que hace imaginar cosas a los varones de mí tipo.Sobre todo a las dos de la mañana y después de unos whiskies. Los ojos, tal vez: de egipcia. Algo separados. Más verdes que pardos, magnificados hasta el escándalo por la sombra de la pintura. O tal vez el pelo. Traté de imaginarte con la cara lavada y el pelo corto. No cambió nada, salvo la época. Una joven de los años veinte, vestido plateado muy suelto por encima de las rodillas, vincha, una estrellita en el pómulo y collar hasta el ombligo, bailando elshimmycon largas piernas indecorosas mientras adivina mis pensamientos y oculta sus propias ideas taciturnas de gata o de serpiente.Cambalache,habías dicho, arrastrando la segunda a. Tal vez era sólo eso, cierta cadencia en las palabras que le daba a tu voz un matiz burlón y un poco triste. Tal vez era yo. Mejor pido otro whisky, pensé, y le hice una seña al mozo. Dale nomás, decía Discépolo profetice y festivo, dale que va, que allá en el Horno nos vamo'a encontrar. Muy probable, sí. Lutero y Discépolo en el Horno, Gardel y Leguizamo en el Cielo, y yo a una cuadra de la Catedral de Córdoba con los pies empapados mirándote sobre un fondo de alegres bebedores de cerveza, perdiendo el tiempo en querer acostarme con vos como si fuéramos Cleopatra y Marco Antonio. Qué cambalache, realmente. –Pobre Ethel -dice Verónica-. La primera vez, y a su edad. Al otro día lo sabía todo Jujuy. Pedile a Santiago que te lo cuente. –Y ése es por fin todo el misterio -dijo Verónica-. Él es capaz de hacer cualquier cosa, por ella, y ella lo sabe. –Perfectamente -dijo Rubinstein, congolosastarria-. Ahora te dejamos. Tenemos que hacer. Después vendremos a verte. Pasa el tiempo la mejor posible. Tratando de no pensar, de no oír, de no ver, ya estaba a punto de zafarme de mí mismo cuando empezó a temblar, a sacudirse la tierra como si se quisiera liberar de nosotros aventándonos a la eternidad. Al alma. –Ah… -dije dando un paso hacía atrás para apartarme del espejo. Salí por entre los muertos vivos, que seguían afuera esperando. Al salir se me vino a la memoria una frase del evangelio que con lo viejo que soy hasta entonces no había entendido: "Que los muertos entierren a sus muertos". Y por entre los muertos vivos, caminando sin ir a ninguna parte, pensando sin pensar tomé a lo largo de la autopista. Los muertos vivos pasaban a mi lado hablando solos, desvariando. Un puente peatonal elevado cruzaba la autopista. Subí. Abajo corrían los carros enfurecidos, atropellando, manejados por cafres que creían que estaban vivos aunque yo sabía que no. Arribavolaban los gallinazos, los reyes de Medallo, planeando sobre la ciudad por el cielo límpido en grandes círculos que se iban cerrando, cerrando, bajando, bajando. Es la forma que tienen ellos de aterrizar, con delicadezas, con circunloquios sobre lo que les corresponde pero que el hombre necio, enterrador, les quiere quitar ¡para dárselo a los gusanos! –Todo lo que puedo ofrecerte es mate -dijo-. O ginebra. O ginebra con mate. –En la vida todo va y viene, Reina. Cada vez que te sucede una felicidad, debés esperar una desdicha. Y al revés: no hay desgracia, aparte de la muerte, que no se arregle con alguna felicidad. Esta mañana me desperté con la ilusión de verte. No estabas. A pesar de eso, respiré con alegría el polvo del campo, tomé café, fui a ver unas colmenas. Cuando venta para Buenos Aires, mi mujer me llamó por el celular desde Traverse City, en Michigan, cerca de los lagos. Tengo hijas mellizas, ¿sabés?: trece años. La abuela vive cerca de ahí, en el lago Torch, y las mandó llamar porquele dio un infarto y creyó que iba a morir. Contra todos los vaticinios, ha sobrevivido. Pero a una de las mellizas, Ángela, le descubrieron una leucemia. Hacía ya tiempo que se quejaba de cansancio y dolor de huesos. Ayer por la mañana, me dijo Brenda -mi mujer se llama Brenda-, Ángela estaba jugando con unos pájaros que la vieja tiene sueltos en el granero. Dos zorzales aletearon, rozándola en los brazos, y en seguida estuvo llena de hematomas, derrames. La llevaron al hospital de Traverse City y le hicieron análisis de sangre y de médula. El patólogo dio la alarma esta mañana: leucemia mieloblástica. Aunque se salve, aunque entre en remisión -como se dice-, la pobre Ángela va a tener toda la vida esa espada sobre la cabeza. –Se fue a llevar a la señora a la terminal -dijo la mujer-. A lo mejor volvió a perderse. "Hoy en el centro -le conté a Alexis luego hablando en jerga con mi manía políglota- dos bandas se estaban dando chumbimba. De lo que te perdiste por andar viendo televisión". Se mostró interesado, y le conté hasta lo que no vi, con mil detalles. Le desplegué por todo Junín un tendal de muertos. Me sentía como Don Juan presumiéndole a Don Luis de las mujeres que se había echado. Luego procedí a contarle mi retirada, cómo pasé incólume por entre el plomero, sin agacharme, sin inmutarme, sin ni siquiera apurar. "¿Tú qué habrías hecho?" le pregunté. "Tocaba abrirse", contestó. ¿Huir yo? ¿Abrirme? Jamás de los jamases. Jamás. A mí la muerte me hace los mandados, niño. –Es que no como -dijo Santiago y lo apuró al mozo-. Lo escucho, chango..

Lou Nicholes
Presentando Family Times: Lou Nicholes

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Somos una familia misionera que ha ministrado con Word of Life Fellowship desde 1962. Esta es una organización internacional de jóvenes fundada por Jack Wyrtzen, con sede en Schroon Lake, Nueva York. Lou Nicholes creció en una pequeña granja en el sureste de Ohio.

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