15 de enero de 2025
Comentario destacado
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"No es música ni es nada, niño. Aprende a ver la pared en blanco y a oír el silencio". Pero él no podía vivir sin ruido, "música", ni yo sin él. Ordenó a los redactores de la mesa de noticias que identificaran a la dama protectora y consiguieran su número de teléfono. Era improbable Gesto incrédulo; después, casi divertido. Y sin embargo había algo más. Después, como el guarda se ha quedado mirándolo, comprende que debe dar las gracias. Las da. Y agrega sonriendo que tenga la amabilidad de avisarle cuando lleguen al Cerro. Un cruce de calle que yo olvidaré con el tiempo y desde el cual se ve, nomás al bajar, la iluminada quinta de Verónica adonde ahora necesito llegar rápidamente porque de pronto sentí que Graciela me está esperando, inerme, en medio de grandes peligros, a merced de alguien llamado Patricio, a merced de la mirada de Mariano a quien no hay más que verle la cara para comprender que es capaz de proponerle cualquier burrada,y yo también soy capaz, proponerle que se venga conmigo a Buenos Aires, que me espere, que nos ahorquemos juntos esta misma noche, mientras el guarda asiente cortésmente con la cabeza y me vuelve la espalda, circunstancia que aprovecho para clavarle la mirada en la nuca, justo donde termina la gorra, y concentrar toda mi atención allí, casi con ferocidad. El guarda se detiene, se da vuelta y me observa. ¿Cómo es posible que den resultado estas pavadas? Será que me vio cara de extraviado y lo impresioné. Esteban elige la segunda hipótesis y mira por la ventanilla. ¿Qué ve? Mi antigua cara, transparente; el fantasma de mi cara en primer plano y detrás las casas, los árboles, las luces del Automóvil Club Argentino que en realidad son un reflejo porque están a su espalda, y, a espaldas del fantasma del vidrio, yuxtapuesta a sus ojos, a las luces, a un balcón colonial y en ángulo recto al ómnibus que ahora dobla por Humberto Primo, la sombra poderosa de un bosque. Una plaza. Seguramente con una estatua ecuestre en honor del manco Paz, boleado inmortal, puesto que por su calle veníamos, plaza no vi ninguna y, no siendo ésta, el monumento se lo habrán hecho en el agua porque o me desorienté o más allá está el río. Y la palabravoland,súbita. Un cartel con la palabravoland.¡Fasschaff! Iluminándose. Esteban trata de olvidar que el señor Voland es el apodo de alguien, ji, ji, despejad que aquí vuelve el ominoso señor Voland. Despejad, amable canalla, despejad. La luz de un automóvil que avanza en dirección contraria al ómnibus da de lleno sobre el cartel de Elixir Voland, lo cual será una casualidad, ahijadito, pero por dónde diablos andábamos, dice y se ríe en medio del silencio, promete sumisión y, por lo tanto, está aquí, en el ómnibus. Y de nuevo aquello, esto, esta sensación más que física de dolor, un desgarramiento simultáneo y total que parece nacer en la cabeza, en la nuca, o a veces sólo en un costado, en el costado izquierdo de la cabeza y se expande como la onda de una explosión silenciosa dentro de mi cuerpo como si estuviera metido en una campana atmosférica y alguien me fuese quitando a bombazos el aire mientras el universo es un puro vacío y siento la dilaceración de cada centímetro de mi carne como si quisieran arrancarme el alma o como si algo pugnara por saltar libre, a lo mejor eso, libre hacia algún sitio que imagino lejos y alto e inalcanzable, o perdido voluntariamente para siempre, como aquel juguete roto por mí una mañana de Reyes cuando, acaso por primera vez, pensé esto no, esto no lo quiero, esto es demasiado hermoso y se me va a romper algún día y es necesario algo irrompible, diamantino, absoluto, no tristemente sujeto a la vejación del tiempo y a la inmundicia de la muerte, y entonces ya no lo quiero y tomo un martillo, pego, veo saltar los resortes y las pequeñas ruedas de lata, miro casi con felicidad la estación en ruinas, los rieles en pedazos. O como la paloma. Mi mejor paloma, paloma que regalé pero debí matarla, reventarle la cabeza contra las piedras porque un segundo antes yo la tenía en mi mano y en la otra mano estaba su pareja, hermoso macho azul de ojos color borravino que se quedó conmigo mientras ella saltaba el saledizo de la trampa del palomar, y otro macho cayó como una sombra desde el cielo y yo no podía moverme, fascinado por la excitación y por el asco, porque a unos centímetros de mi cara ella se agazapó como hacen las palomas y el otro hinchaba el buche arrogante, daba vueltas a su alrededor, murmuraba el terrible canto de amor de los palomos, y yo gritaba puta, puta porque ella se agazapó y el otro estaba encima, puta como mi madre, mientras al hermoso macho azul se le partía el corazón como una copa de sangre. Lo que sucedió entonces no es fácil de escribir. Quizá porque cuarenta o cincuenta minutos más tarde, al apuntarlo en mi libreta mientras esperaba en el hotel tu llamada o la hora de ir al Cerro, los pasos de Santiago, en la habitación vecina, se superponían a otros pasos, también de Santiago pero resonando en la soledad de la galería. A unos metros de la salida se detuvo, sin verme. Con gesto divertido miró las tablas en cruz, un gesto entre perplejo y resignado que en un primer momento me pareció dirigido a mí. Luego se dio vuelta y, dándome la espalda, se quedó apoyado en una de las columnas, como si algo que estaba fuera de mi vista le hubiera llamado la atención. Y de pronto una musiquita estrafalaria y repentina invadió la galería. El jujeño acababa de echar una moneda en la más cercana de las Máquinas que Cantan. Una de esas máquinas que tienen, detrás de un vidrio, un pequeño escenario como de marionetas, con palmeras y cocoteros, que se ilumina al caer la moneda y donde una frenética orquesta de monos, patos o muñecos multicolores y horrendos, ejecuta cualquier melodía de moda. Era casi inquietante verlo, parado ahí, frente a la extraordinaria orquesta de muñecos, mirándola con absoluta seriedad. Entonces ya no quise que me viera. En parte por pudor, porque temía avergonzarlo, en parte porque nadie tiene derecho a violar impunemente la intimidad de un hombre que se imagina a solas, ya que hay en esa soledad algo poco menos que sagrado y tan intransferible, tan frágil, que toda mirada ajena es como una profanación. Me sentía como un intruso oculto en un santuario, espiando, con hereje incredulidad, al oficiante de un rito enigmático, oscuramente sobrecogedor pero al mismo tiempo absurdo, casi cómico. De chico, en ocasiones como ésta, no podía dejar de imaginarme la espantosa diversión de Dios. Cuando terminó la musiquita, Santiago, con toda tranquilidad, metió otra moneda en la ranura y se alejó, dejando a la desaforada orquesta en plena ejecución. Preví su próximo movimiento. Ya no me asombró que al pasar frente a otro de los cachivaches hiciera lo mismo; puso una moneda y lo dejó andando. Siete u ocho máquinas hay en esa galería; cuando el jujeño salió de allí, todas -excepto una- interpretaban en frenético contrapunto un concierto caótico e infantil que era una celebración y una despedida. Yo me había ido acercando fascinado hacia las tablas en cruz y me quedé allí, inmóvil y atemorizado por una idea que, al llegar el jujeño a la última máquina, se concretó brutalmente: nadie anda con tantas monedas de un peso encima. En efecto, allá en el otro extremo de la galería, Santiago buscó inútilmente en los bolsillos y se encogió de hombros. La última orquesta no acompañó sus pasos; y yo sentí que eso necesariamente tenía que sucederle a él. De todos modos, algo hermoso y terrible ocurrió en aquella galería, algo que apenas se puede explicar describiendo con palabras la delgada silueta del jujeño que se aleja de mí bajo la gran bóveda cenicienta envuelto en su música ridícula, algo que Santiago acababa de realizar para sí mismo, como quien da con la forma de su propio milagro. Como si a su modo el jujeño fuera el autor del fragmento de una música que, también a su modo, ejecutaban acá abajo esos monos y esos patos y esos muñecos espantosos, mientras él, con las manos en los bolsillos del saco, se perdía por el lejano extremo del túnel y entraba para siempre en la noche, escuchando vaya a saber qué, envuelto en la festiva fealdad de ese tumulto, nimbado deuna extraña grandeza. –Si a esta niña no le falla el desván de arriba, la calamorra -le diagnostiqué a Manuel-, pinta para bombero o lesbiana. Pero no te preocupés, hermano, que si te sale bombero, pa que apague incendios; y si te sale lesbiana, mejor, en este país lo que sobran son paridoras. Hay veinticinco millones. Mas tus tres mujeres. Yo admití con naturalidad que era buen mozo. En efecto. Pero nada más que lo necesario, tanto como para que mi talento resultara chocante. Y que eso era todo Verónica se reía; después me miró con asombro. –Pero, esto es absurdo. –Qué sentido tiene -dije entonces-, qué sentido tiene seguir hablando de esto. -Y me asusté de oír mi propia voz. No sólo la voz, el tono, y hasta las palabras y la misma fatiga del jujeño. Fue como despertar, de pronto, en una cornisa. Como haber estado en equilibrio sobre una cuerda floja sin saberlo y oír de golpe el estallido del circo, abajo, los pataleos y los gritos. -De todos modos, contéstale -dije. –Supongo que ese chico también necesitaba conocer algunos detalles. –No -dijo-. Sólo pensé que Ángela te necesitaba… –¡Idiota! ¡Quíteselas! Uno es de alto riesgo o no es nada, y sanseacabó. –A los dos. Y sin embargo Espósito supo que mentías. Que él lo había asegurado esa mañana era verdad; que vos lo hubieras creído le pareció absurdo. Recordaba perfectamente habérselo dicho a Verónica, y era con Verónica que vos habías hablado de eso. Qué relación podías tener con ella y hasta qué punto. Hasta elpunto de que Verónica te contara sus conversaciones en la cama. –No -dijo-. No voy a dejarte solo. –Crecí. Entiendo por qué no pudiste venir. Entiendo codo..

Lou Nicholes
Presentando Family Times: Lou Nicholes

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Somos una familia misionera que ha ministrado con Word of Life Fellowship desde 1962. Esta es una organización internacional de jóvenes fundada por Jack Wyrtzen, con sede en Schroon Lake, Nueva York. Lou Nicholes creció en una pequeña granja en el sureste de Ohio.

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