15 de enero de 2025
Comentario destacado
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–Bueno -dijo Toro-, siempre te habíamos tenido por el rey en esas cuestiones y además el maestro. No te encuentras bien, eso es lo que te pasa, viejodrugo. Al regresar del ginecólogo, la mujer examina las prendas que guarda en el armario. Contrariada, separa los breeches y los lleva a la tintorería: es la señal de que volverá a usarlos, quizás este domingo. Ya no tomará de sorpresa a Camargo. A las siete, él estará esperándola en otro de los automóviles del diario y la seguirá a donde sea. Por lo que Sicardi ha averiguado, su padre repara los vehículos del propietario de un haras, en Longchamps, y en compensación le permiten montar, los fines de semana, dos de los caballos más nobles de la colección: un alazán árabe tostado y un zaino negro. Cortó y volvió a salir al porche. Se quedó mirando el cielo bien dibujado, transparente, y las casas monótonas de alrededor, con sus paredes grasientas y sus techos de palma. Sin darse cuenta, se puso a llorar, no por la tristeza de lo que veía sino por ella misma, por el vacío de sus últimos años, en los que no había amor ni belleza sino tan sólo el afán de ser alguien. Un día iba a subir a su nube sólo para quedarse allí, sola, y mirar hacia abajo preguntándose ¿qué hice de mi vida, qué ciega mierda hice de mi vida? Jamás sospeché que una poesía tan luminosa se me albergara en las tripas. Y aunque mi deseo era acabar en las de los gallinazos para alzar con ellos el vuelo, no se me dio. Aquí no hay gallinazos. Aquí lo que hay son priístas: aves carroñeras que se arropan con la bandera tricolor y se alimentan de los despojos de México. –Dejesé de joder, hombre -dice Camargo. Ella se apartó del paso y él, al avanzar, le tomó la mano. Ella no se la quitó. –No lo dejen ir. Ahora le enseñaremos cómo se castiga, basura criminal. Agárrenlo. -Y créanme, hermanos, o hagan la otravesche, dos o tres de estosstarrios tembleques, de unos noventa años por cabeza, me aferraron con las viejasrucas temblorosas, y casi me derribó elvono de vejez y enfermedad que despedían estoschelovecos medio muertos, casi me enfermó de veras. Elveco de los cristales estaba ahora sobre mí, y había empezado a acariciarme ellitso conmalencos y débilestolchocos, y yo trataba de apartarme y deitear, pero esasrucasstarrias que me sujetaban eran más fuertes de lo que yo había creído. En eso otrosvecosstarrios vinieron cojeando desde los atriles de lasgasettas para darle lo suyo a Vuestro Humilde Narrador.Crichabanvesches como«Mátenlo, aplástenlo, asesínenlo, rómpanle los dientes» y toda esacala, yvideé bastante claro lo que ocurría. La vejez tenía la oportunidad de cobrárselas a la juventud, eso era lo que ocurría. Pero algunos decían: -Pobre viejo Jack, casi mató al pobre viejo Jack, puerco asesino -y así sucesivamente, como si todo hubiera ocurrido ayer. Supongo que así era para ellos. Ahora una multitud de viejos sucios, agitados yvonosos trataba de alcanzarme con las débilesrucas y las viejas y afiladas garras,crichando y jadeando, y eldrugo de los cristales siempre al frente, tirándome untolchoco tras otro. Y yo no me atrevía a hacer una sola y solitariavesche, oh hermanos míos, porque era mejor recibir golpes que enfermarse y sentir ese horrible dolor; aunque, por supuesto, la violencia de losvecos me hacía sentir como si la náusea estuviese espiando desde la esquina, paravidear si había llegado el momento de salir al descubierto y dominar la situación. –No hacíamos más que preguntar -dijo el otro militso joven-. Tenemos que hacer nuestro trabajo como cualquiera. -Pero antes de marcharse nos echaron una desagradable mirada de advertencia. Cuando se alejaban les propinamos un musical pedorreo con los labios. Pero me sentí un poco decepcionado; en realidad, no había contra qué pelear en serio. Todo parecía tan fácil como un bésame losscharros . De cualquier modo, la noche era todavía muy joven. Jamás un crítico profesional se había ocupado de algo más que del estreno del día, pero a Camargo le sobraban tiempo y energía para otras hazañas. Llevaba la imagen de la madre clavada en la cabeza. La credencial del diario le abría las puertas de hospitales, hospicios y asilos de viejos, y durante semanas los recorrió uno por uno, buscando a una mujer de cincuenta altos con delantal tableado y guantes de goma. Más de una vez creyó que la había encontrado. En esos casos, pasaba horas averiguando si habían sido enfermeras en un hospital de tuberculosos o habían tenido un hijo al quellamaban Gatito. Muchas de ellas ya se habían olvidado de todo, hasta de lo que se hacía para recordar. Aun así, Camargo no perdía la esperanza de que una de esas mujeres volviera hacia él la cara azorada, tarde o temprano, y le echara los brazos al cuello preguntándole: «Garito, por qué noviniste a buscarme antes?». –¿Cómo? -preguntó Camargo. A la mañana siguiente me desperté oh a las ocho oh oh horas, hermanos míos, y seguía cansado, gastado, abrumado y deprimido, y tenía losglasos cerrados de sueño verdadero yjoroschó, de modo que pensé no ir a la escuela. Se me ocurrió quedarme unmalenco más en la cama, digamos una hora o dos, y luego vestirme con tranquilidad, quizás incluso darme un chapuzón en la bañera, hacerme tostadas yslusar la radio o leer la gasetta, todoodinoco . Y por la tarde, después de almorzar, quizá podría, si se me daba la gana, irme a la viejascolivola y ver lo que estabavaritándose en ese gran templo del saberglupo e inútil. Hermanos míos, oí a mi pe gruñendo y tropezando, y luego marchándose a la tintorería donderabotaba , y luego a mi eme que me llamaba con unagolosa muy atenta, como hacía ahora que me estaba convirtiendo en un hombre grande y fuerte: Quinientos años me he tardado en entender a Lutero, y que no hay roña más grande sobre esta tierra que la religión católica. Los curitas salesianos me enseñaron que Lutero era el Diablo. ¡Esbirros de Juan Bosco, calumniadores! El Diablo es el gran zángano de Roma y ustedes, lambeculos, sus secuaces, suincensario. Por eso he vuelto a esta iglesia del Sufragio donde sin mi permiso me bautizaron, a renegar. De suerte que aunque siga siendo yo yo ya no tenga nombre. Nada, nada, nada. El bautisterio ya no estaba, con un muro de cemento lo habían tapado. Era que todo lo mío, hasta eso, se acabó. Unpoco más, un poco más y viviría para ver exterminada de esta tierra la plaga de esta roña. Has fotocopiado algunas de las páginas que la mujer había dejado ya impresas sobre el escritorio. Algunos de sus descubrimientos re sorprenden. Según ella, hay cinco milagros que suceden dos veces en los evangelios sinópticos, sin cambio alguno: la multiplicación de los panes y de los peces, la caminata sobre el mar despuésde haber calmado una tempestad, y tres curaciones inexplicables: la del ciego cuyos ojos son untados con saliva, la del hijo del funcionario o criado de un centurión al que se le devuelve la salud sin mirarlo ni tocarlo, y la del poseído cuyos demonios se refugian en el cuerpo de unos cerdos. Jesús hizo esos prodigios en Galilea y su gemelo Simón en Damasco, acaso al mismo tiempo. Para que los de Simón desaparecieran de toda memoria, los evangelistas los adjudicaron a Jesús, sin preocuparse por las repeticiones. El hijo de Dios podía morir infinitas veces en la cruz y también expulsar infinitamente al demonio de un mismo cuerpo. La pregunta retórica que aparecía al final de aquellas cincuenta páginas de ese texto vuelve a vos como un estribillo: «Predicarían los dos el mismo sermón acaso, invocando uno al Padre y el otro a la Madre Eterna?. Un porroncito de ginebra pareció materializarse en la otra mano del jujeño. Con toda naturalidad bebió un trago. Después se cebó un mate. Lo que sucedió entonces no es fácil de escribir. Quizá porque cuarenta o cincuenta minutos más tarde, al apuntarlo en mi libreta mientras esperaba en el hotel tu llamada o la hora de ir al Cerro, los pasos de Santiago, en la habitación vecina, se superponían a otros pasos, también de Santiago pero resonando en la soledad de la galería. A unos metros de la salida se detuvo, sin verme. Con gesto divertido miró las tablas en cruz, un gesto entre perplejo y resignado que en un primer momento me pareció dirigido a mí. Luego se dio vuelta y, dándome la espalda, se quedó apoyado en una de las columnas, como si algo que estaba fuera de mi vista le hubiera llamado la atención. Y de pronto una musiquita estrafalaria y repentina invadió la galería. El jujeño acababa de echar una moneda en la más cercana de las Máquinas que Cantan. Una de esas máquinas que tienen, detrás de un vidrio, un pequeño escenario como de marionetas, con palmeras y cocoteros, que se ilumina al caer la moneda y donde una frenética orquesta de monos, patos o muñecos multicolores y horrendos, ejecuta cualquier melodía de moda. Era casi inquietante verlo, parado ahí, frente a la extraordinaria orquesta de muñecos, mirándola con absoluta seriedad. Entonces ya no quise que me viera. En parte por pudor, porque temía avergonzarlo, en parte porque nadie tiene derecho a violar impunemente la intimidad de un hombre que se imagina a solas, ya que hay en esa soledad algo poco menos que sagrado y tan intransferible, tan frágil, que toda mirada ajena es como una profanación. Me sentía como un intruso oculto en un santuario, espiando, con hereje incredulidad, al oficiante de un rito enigmático, oscuramente sobrecogedor pero al mismo tiempo absurdo, casi cómico. De chico, en ocasiones como ésta, no podía dejar de imaginarme la espantosa diversión de Dios. Cuando terminó la musiquita, Santiago, con toda tranquilidad, metió otra moneda en la ranura y se alejó, dejando a la desaforada orquesta en plena ejecución. Preví su próximo movimiento. Ya no me asombró que al pasar frente a otro de los cachivaches hiciera lo mismo; puso una moneda y lo dejó andando. Siete u ocho máquinas hay en esa galería; cuando el jujeño salió de allí, todas -excepto una- interpretaban en frenético contrapunto un concierto caótico e infantil que era una celebración y una despedida. Yo me había ido acercando fascinado hacia las tablas en cruz y me quedé allí, inmóvil y atemorizado por una idea que, al llegar el jujeño a la última máquina, se concretó brutalmente: nadie anda con tantas monedas de un peso encima. En efecto, allá en el otro extremo de la galería, Santiago buscó inútilmente en los bolsillos y se encogió de hombros. La última orquesta no acompañó sus pasos; y yo sentí que eso necesariamente tenía que sucederle a él. De todos modos, algo hermoso y terrible ocurrió en aquella galería, algo que apenas se puede explicar describiendo con palabras la delgada silueta del jujeño que se aleja de mí bajo la gran bóveda cenicienta envuelto en su música ridícula, algo que Santiago acababa de realizar para sí mismo, como quien da con la forma de su propio milagro. Como si a su modo el jujeño fuera el autor del fragmento de una música que, también a su modo, ejecutaban acá abajo esos monos y esos patos y esos muñecos espantosos, mientras él, con las manos en los bolsillos del saco, se perdía por el lejano extremo del túnel y entraba para siempre en la noche, escuchando vaya a saber qué, envuelto en la festiva fealdad de ese tumulto, nimbado deuna extraña grandeza. –También yo estoy cansada de viajar. Mientras almorzábamos los dos faquires le pregunté su nombre: ¿Se llamaba Tayson Alexander acaso, para variar? Que no. ¿Y Yeison? Tampoco. ¿Y Wílfer? Tampoco. ¿Y Wílmar? Se río. ¿Que cómo lo había adivinado? Pero no lo había adivinado, simplemente eran los nombres en voga de los que tenían su edad yaún seguían vivos. Le pedí que anotara, en una servilleta de papel, lo que esperaba de esta vida. Con su letra arrevesada y mi bolígrafo escribió: Que quería unos tenis marca Reebock y unos jeans Paco Ravanne. Camisas Ocean Pacific y ropa interior Kelvin Klein. Una moto Honda, un jeep Mazda, un equipo de sonido láser y una nevera para la mamá: uno de esos refrigeradores enormes marca Whirpool que soltaban chorros de cubitos de hielo abriéndoles simplemente una llave… Caritativamente le expliqué que la ropa más le quitaba que le ponía a su belleza. Que la moto le daba status de sicario y el jeep de narcotraficante o mafioso, gentuza inmunda. Y el equipo de sonido ¿para qué? ¡Para qué más ruido afuera con el que llevábamos adentro! ¿Y para qué una nevera si no iban a tener qué meter en ella? ¿Aire? ¿Un cadáver? Que se tomara su sopita y se olvidara de ilusos sueños… –Tampoco te vayás al otro extremo. Sólo te digo que a esa mujer, Remis, hay que hacerla trabajar acá. Se está aficionando al turismo. –¡Cómo! ¿Ustedes todavía ahí, no las han tumbado?.

Lou Nicholes
Presentando Family Times: Lou Nicholes

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Somos una familia misionera que ha ministrado con Word of Life Fellowship desde 1962. Esta es una organización internacional de jóvenes fundada por Jack Wyrtzen, con sede en Schroon Lake, Nueva York. Lou Nicholes creció en una pequeña granja en el sureste de Ohio.

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