15 de enero de 2025
Comentario destacado
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El Desbarrancadero [ pic_1.jpg] Estaba vestida con la misma ropa deslucida de la mañana: un suéter de cuello volcado y un blue jean demasiado estrecho. Camargo le indicó una silla al otro lado del escritorio y volvió la mirada hacia los televisores. –Nada -informa Sicardi-. Ayer llamamos por teléfono a su casa cinco o seis veces, y en cada ocasión dejamos mensajes. El médico también fue, pero nadie contestaba. Ya es la tercera falta sin aviso que le hemos registrado. –Con razón los caballos. –Abuelita, ¿vos querés al abuelo? –Yo también, doctor, y ése es el origen de uno de nuestros peores malentendidos. Me refiero a los argentinos, no a usted y a mí, se entiende. Pensándolo bien, qué tiene que ver el país. ¿Qué es el país? Nada, un abstracto. Este país y cualquier país es su gente. Usted, ese gordo, la señorita Cavarozzi. Hasta yo mismo soy el país. ¿Adonde quiero llegar? Permítame. -Yo estaba dispuesto a hablar del peronismo con aquel hombre antes de que acabara el entreacto o aunque debieran suspender el drama de Strindberg. Pero tal vez ha llegado el momento de ser justo. Si hubiera sabido,esa primera noche, dos o tres de las cosas que hoy sé, a este libro le faltarían unas cuantas páginas. Una de las cosas que sé es que Cantilo no es como yo lo estoy viendo; y me adelanto a escribirlo por miedo de olvidar sus soldaditos. Cantilo tallaba soldaditos de madera. Húsares, patricios,paisanos montoneros del alto de un pulgar, legionarios. A esto le llamaba con un poco de vergüenza suhobby,y era en realidad una conmovedora forma de la locura que era también un arte. Tenía un tallercito casi secreto en el Cerro de las Rosas y ahí, sábados y domingos, se entregaba como un demiurgo un poco mamarracho a aserrar y pulir e iluminar guerreros de una perdida epopeya nacional microcósmica. Este agrónomo de grandes calzoncillos que por alguna razón muy superior a mi entendimiento también era odontólogo, y por alguna otra razón, que descubrí o creí descubrir al día siguiente, aceptaba que su mujer se acostara con tipos como yo, merece un poco de respeto. Eso es lo que quiero decir, y a su modo ya me lo había adelantado Santiago. -No sea tan ansioso, doctor, si no me deja redondear el concepto va a dar la impresión de que habla usted solo. Y el conocimiento es más amigo del silencio que de la palabra, como dicen los árabes. Tiempo al tiempo. No se siente la utilidad de las nalgas hasta que nos nace un forúnculo. La boca del sabio está en su corazón. Hoy mismo, por ejemplo, en el tren que me traía a Córdoba, vea lo que me pasa. Me encuentro en el coche salón con un señor, uno de esos caballeros, fíjese, asépticos. Pulcros. Que más bien parecen una farmacia. -El jujeño se ahogó con el vino. Vos y Verónica, lejos, allá en la oscuridad de la barra. Y oyendo toser a Santiago pensé: Un amigo, uno de esos remotos amigos de adolescencia con los que bastaba una mirada, un gesto subrepticio de complicidad, sin que hubiera que explicar nada. Ahí está lo que falta en esta mesa. -¿Me sigue? Bueno, que el hombre hablaba, como nosotros, del país. De este país. Y, por supuesto, a los diez minutos se la agarró ¿con… qué? Exacto, doctor. Con el peronismo. Sólo en un país como éste, ¿no es cierto?, podría darse un fenómeno de circo como el peronismo. Él no era el país. Mongo Aurelio era el país. La voz desapareció. Ella había pensado en dejarse caer dentro del agua helada de la tina, después del punto final a su crónica implacable, que repetía los argumentos teológicos de la carta al abad. Quería salir aún húmeda del baño, envuelta en un par de toallas, y tenderse atontada e inútil en la inmensacama con mosquitero. Bastaba sentir la cama a sus espaldas, en el cuarto asfixiante que la oscuridad ni las baldosas del piso conseguían refrescar, para darse cuenta de que nadie había tenido allí jamás imaginaciones o sueños, sólo sopores ciegos como los que ella deseaba ahora para sí. La intromisión de Camargo le deshacía lo que aún quedaba de la noche. ¿Un par de horas, había dicho? Cuando salió del cuarto, ya los caseros de la Azotea de Carranza estaban sobre aviso. Tenían orden de arreglar el dormitorio mayor y poner la mesa para doce comensales. Camargo no vendría solo. El ser debía pesarle tanto que no soportaba su propia compañía ni por un segundo. Iba a llegar con un séquito, entonces: los editores, tal vez las secretarias para ir recogiendo las palabras que él dejaba caer cuando se movía, los celulares, los choferes, los faxes. Mira Alexis, tú tienes una ventaja sobre mí y es que eres joven y yo ya me voy a morir, pero desgraciadamente para ti nunca vivirás la felicidad que yo he vivido. La felicidad no puede existir en este mundo tuyo de televisores y casetes y punkeros y rockeros y partidos de fútbol. Cuando la humanidad se sienta en sus culos ante un televisor a ver veintidós adultos infantiles dándole patadas a un balón no hay esperanzas. Dan grima, dan lástima, dan ganas de darle a la humanidad una patada en el culo y despeñarla por el rodadero de la eternidad, y que desocupen la tierra y no vuelvan más. PRIMERA PARTE Hablabas con perfecta y desaprensiva ingenuidad. Señalando hacia la cátedra, en la que ahora vi a Santiago, agregaste que me esperaban allá. –¡Hijo de puta! -grita-. ¡Hijo de puta! Te lanza una mirada de desprecio y corre en busca del alazán. En los días que siguieron mi nombre dicho por Alexis en su último instante me empezó a pesar como una lápida. ¿Por qué si durante los siete meses que anduvimos juntos pudo evitarlo tenía que pronunciarlo entonces? ¿Era la revelación inesperada de su amor cuando ya no tenía objeto? Si así fuera, con ese nombre que apenas si reconozco yo que no me atrevo a mirarme en el espejo, Alexis me estaba jalando a su abismo. Mi nombre en boca suya en el instante irremediable me seguía repercutiendo en el alma. No se me borraba, como dicen que no se les pueden borrar a los sicarios los ojos de sus víctimas. ¿Y cómo lo supieron? Nadie sabe lo de nadie. Cuando Bastián volvió a hablar me pareció notar algo extraño. Como si hablara a pesar de sí mismo, o como si ya no tuviese ganas de hacerlo. No quería discutir con Santiago. No públicamente. No quiere, sentí, tener razón a costa del jujeño. Estamos hartos de un país lleno de prohombres agonizantes yde jóvenes excepcionales de buena conciencia. Algún día, dijo, íbamos a recordar estos años como la única oportunidad que tuvimos de estar vivos. ¿O no se daban cuenta de que esta misma Aula Magna era un signo, el indicio de algo inquietante? El buen señor que hace un momento se levantó escandalizado, ése lo sabía. Sintió profanado este recinto centenario. ¿Quién se lo profanaba? Esos pulóveres y esas barbas, la palabra historia y la palabra homosexualidad y la palabra mierda (aplausos), profanación o amenaza que perciben no sólo nuestros prohombres agonizantes sino también ciertos rebeldes impolutos, en la cara mal afeitada de un hombre que se deja crecer la barba o el pelo porque se le antoja (aplausos), porque se atreve a asumir el comportamiento que le dictan sus ganas y su libertad. No se equivoquen al aplaudir, yo no digo mierda para que ustedes, sentados ahí, se sientan menos burgueses (bueno, pensé, este hijo de puta es bastante inesperado), ni quiero ganarme la simpatía de nadie; lo que yo quiero es señalar lo que hay detrás de todo esto. Y siguió hablando en ese mismo tono, apagado e hipnótico, mientras yo pensaba que seguramente tenía razón, pero que mi problema era otro. Me hubiera gustado saber cuál. Como aquel personaje que tenía dolor de muelas mientras contemplaba cómo crucificaban a Cristo. Sólo que ése sabía, por lo menos, que le dolían las muelas. Bastián y Santiago tenían algo en común, un secreto parecido o un parentesco secreto, que los hermanaba entre ellos y los separaba de todos los demás. Ese gesto de Santiago, hace un momento, cuando comenzó a hablar Bastían. O el de los dos, a la mañana, cuando el Poeta Místico le atribuyó a Dios la versificación de sus sonetos. Un gesto hastiado o burlón, el mío, ahora, al sorprenderme pensando que quizá este hastío y este cinismo fácil, esta risa que nos dábamos a nosotros mismos fuese un dato, una pista para rastrear aquella cosa escurridiza -lo argentino-, esa quimérica esencia que hacía divertir a Lalo o delirar al Poeta Místico o asquearse a Bastían, pero que todos andábamos buscando desde hacía ciento cincuenta años. Qué disparate, pensé, y oí la voz de la señorita Cavarozzi que pedía un poco de orden y le cedía la palabra a alguien del público, quien, por lo visto, también parecía notar que una generación como la nuestra era un síntoma inequívoco de enfermedad y decadencia nacional, y exigió respeto por las niñas y damas allí presentes, lo que ocasionó un pequeño tumulto y dio lugar a que algunas de las niñas, hinchando sus nubiles carrillos como los angelitos cólicos de los mapas antiguos, emitieran un discreto pedorreo. Sí, tal vez Bastián tenía razón. Tal vez todo aquello era el símbolo o la envoltura de algo, o yo estaba inventando las causalidades y los símbolos, ¿un argentino? ¿Desde cuándo me importaba lo argentino? a ver si resultaba nomás que Córdoba era el ombligo ontológico de lapatria y yo había ido a parar a ella como una limadura de hierro atraída por un imán. Pero aun suponiendo que Santiago y Bastián, y también el architipejo y las desmelenadas chicas resoplantes tuvieran algo en común, en qué se parecían a ese viejo cascajo anacrónico que ahora hablaba de lagrandeza de la Patria, o al Poeta Místico, esa caricatura de un antiguo radical dedicado a hacer sonetos a la Virgen, y qué hacíamos con el honorable doctor Cantilo, especialista en pasturas intensivas y en soldaditos de madera. O quizá ahí estaba justamente la clave. Porque esa mañana, en laCiudad Universitaria, yo había pensado Grandes Monos, y ahora sentía que ellos, el viejo cascajo, el doctor Cantilo, todos los innumerables fósiles de esa especie, eran al fin de cuentas nuestros Grandes Monos, hijos de los remotos gorilas que se hacían saltar la cabeza a hachazos en las montoneras del abuelo Laureano, vencedor de Artigas, vencedor de Lamadrid, parecido a Ramírez y corriendo una carrera con Dios hace ciento cuarenta años junto a una mujer que pudo llamarse Delfina pero que era rubia y se llamó Aasta. Me volví hacia Verónica: Tenés que contarme bien lo de tu abuelo Laureano, dije, como quien hace un apunte en un cuaderno. Verónica no me prestó atención y yo me di cuenta de que mi pensamiento iba dando saltos de canguro a impulso de las palabras que resonaban en aquella sala, ya que, allá adelante, alguien hablaba de la herencia de las montoneras y de Facundo Quiroga, tan orondo, yendo en coche al muere. ¿Quién comanda esta partida? Y el otro arrimó caballo y dijo yo, y ahí nomás le descerrajó un trabucazo entre las cejas. Qué bárbaros éramos. Hubo una época en que hasta la palabra bárbaros quería decir algo, se pusiera uno del lado de adentro del coche o del de afuera. Tengo que romperme bien rota el alma con ese tipo, con Bastían, ¡¡ene mucha razón Santiago, deduje súbitamente. Ellos, Bastían y Santiago, son algo así como el eslabón perdido. Un estado intermedio entre Cantilo o los cascajos y quienes vendrán después de mí. Quién sabe, a lo mejor el país ya está maduro para dar una pareja adámica de argentinos. Lo malo es pensar, como ahora, qué tengo que ver yo con todo esto. O tal vez ser argentino sea justamente esta soledad. Como ir a contramano en una escalera mecánica mirando la cara de los otros. Una cualidad negativa: no ser algo. Ni europeo ni americano. Cuántos vamos a quedar todavía en el camino para que se dé el primer antepasado. Lo curioso de nuestra condición: no tener historia o tener una historia de tres por cinco y, sin embargo, sentir que todo lo realmente nuestro pertenece al pasado. Y al mismo tiempo no encontrar el pasaje hacia el origen. Como decía Lalo, los alemanes descienden de los germanos, los franceses de los galos, hasta los gallegos tienen linaje, hasta los mexicanos, celtíberos o aztecas, únicamente los argentinos descienden de los barcos. América había venido mal parida, decía Lalo, qué se puede esperar de un anormal que se embarcó con unos delincuentes rumbo a la isla de Cipango y se encontró con esto, y encima se llamaba Cristóforo Colombo. ¿Me miraron bien?, preguntaba Lalo. Mido un metro ochenta y cinco, soy rubio y de ojos grises, qué cornotengo que ver con el negro Falucho o con Santos Vega y no lo digo por tilinguería sino por desesperación, ser argentino es como ser hijo de nadie y, como opinaba un hombre sabio, ser hijo de nadie es ser un hijo de puta. Desesperación, desesperanza ¿no serían precisamente ésas las palabras clave para descifrar el sentido de lo que otros llamaban la tristeza argentina? Porque descender de los barcos no era sólo una broma, era una alegoría del destierro. Aquellos españoles y, más tarde, todos aquellos europeos rotosos y desesperados que habían abandonado una aldea de España o un pueblito de Sicilia y subieron a esos barcos, aquellos sirios, armenios, judíos, libaneses, aquellos alemanes que viajaron hasta la Rusia de Catalina y de allá vinieron a dar a esta tierra de desolación sin recordar ya cuál era su origen, habían traído con ellos la melancolía de lo perdido para siempre, la nostalgia del lugar al que no se regresa. ¿De quiénes éramos hijos? De aquellos iniciales delincuentes españoles y de estos otros rotosos que llegaron después, que descendieron de sus barcos y nos dieron por alma la memoria de su tristeza. Había entonces, pese a todo, un espíritu argentino, una memoria colectiva así como hay una memoria personal; tal vez es eso lo que da forma a lo que llamamos historia. Y entonces tenían razón Bastían y hasta el architipejo cuando hablaban de darle un sentido nuevo a la historia, de empezar a ser; de hacer algo con lo que se había hecho de nosotros. Y, sin embargo, en el fondo de toda esta necesidad de existir, qué manera de odiarnos unos a otros, cuánto rencor y resentimiento. Sectas, clanes, cofradías, tribus, castas. No había más que echar una ojeada a esa misma Aula Magna para sentirlo. La inteligencia del país, estaba diciendo ahora la Cavarozzi, lo mejor de la inteligencia argentina y de una nueva y pujante generación cuyas obras ya hablan por sí mismas (¿qué obras?, ¿a quién hablan?, ¿por qué estoy perdiendo el tiempo con estos disparates?). Cada uno una república personal, en guerra con todos los otros. Qué manera de malquerernos y despreciarnos, sobre todo despreciarnos, yo a Bastían y a Cantilo y al architipejo, Bastían a mí, Santiago a todos. Ahora sé que Santiago a todos. –¿Dónde te perdí? -dijo Santiago a mi lado-. Oíste el rugido del león. –También dijo que no puede. Y eso es lo más distinto..

Lou Nicholes
Presentando Family Times: Lou Nicholes

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Somos una familia misionera que ha ministrado con Word of Life Fellowship desde 1962. Esta es una organización internacional de jóvenes fundada por Jack Wyrtzen, con sede en Schroon Lake, Nueva York. Lou Nicholes creció en una pequeña granja en el sureste de Ohio.

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