15 de enero de 2025
Comentario destacado
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–Buen día -dijo Santiago. Hojarasca, pirotecnia. Habrás rezado en latín macarrónico citando el Apocalipsis o la Epístolaad efesios,de San Pablo, ese otro cabrón. Pero no creas, la cobardía grandilocuente también es un rasgo muy nacional, muy intelectual burgués. Somos pura pluma, como el chajá. O pura espuma. La transformación penúltima de Santos Vega, telúrico payador, fue el taño organillero, quien a su vez engendró al hombre de la víbora. Y ahí estamos. Los mejores cebadores de mate con espuma del planeta. Hombre argentino de la víbora, bastardo, con el que trataremos algún día de hacer algo, en el más vasto orden de cosas. Cómo, no sé. Sé quiénes. Grandes locos bastardos dando al mundo un gran estilo bastardo. Johannes Sebastian Troilo, componiendo un día un tango a nivel de La Pasión según San Mateo y por el cual, a partir de allí, se rijan en su baile pitagórico las Esferas. O, si no, a seguir con la víbora al cuello vendiendo tónico para el pelo. –¿Qué decías acerca del pecado, eh? El amanecer ha sido de hielo pero apenas se alza el sol el aire se calienta velozmente y nada parece igual a lo que era. Para Reina, el sol siempre es un anuncio de melancolía, no la señal de que las cosas empiezan y se abren a la vida sino al revés: la prueba de que en algún momento terminarán. Se viste con lentitud mientras espera, a cada instante, que suene el teléfono. Al moverse, le duelen la espalda, el cuello, las articulaciones, y no entiende por qué. El ardor en el pubis es comprensible, pero los demás estragos del cuerpo no tienen razón de ser: no ve indicios de golpes ni hematomas por ninguna parte. Cuando enciende la televisión, advierte que el día de hoy no es el que ha pensado. Ha perdido veinticuatro horas no sabe cómo, se ha hundido en un sueño maligno y quizá siga todavía en él, quizá no pueda ya salir de la viscosa oscuridad donde ha caldo. Oye zumbidos en un lugar de la memoria que no puede encontrar ni esquivar, como si una incesante colmena estuviera abriéndose dentro de ella, trabajada por miles de obreras infatigables. Es la simiente de alguna enfermedad que rehíla y crece, una feroz abeja reina que, cuanto más alto vuela, con más dolor muere. Te ocultas en la portería de tu propio edificio mientras Momir se despeja. Tenés miedo de que la mujer llegue de la oficina de un momento a otro. Al fin ves que el hombre se yergue y re busca con la mirada. Le indicas que cruce la calle, pero no lo hace hasta que su compañera se lo ordena: Pita ga. Ha llegado el momento de que le propongas el intercambio en el que estás pensando desde que leíste los mensajes de la mujer de enfrente a su amante colombiano. Vas a recomendarle discreción extrema -extrema, repetirás-, pero ¿cómo podría traicionarte este campesino sin lengua, ajeno al mundo? Desde ya descontás que la negociación no va a ser fácil: habrá consultas infinitas del sin techo con su pareja. Tu oferta es simple: una suma de dinero suficiente para cubrir dos pasajes a Belgrado, el ómnibus hacia Pranjani, más lo que haga falta para sobrevivir una semana. Vas a decir «Tres mil pesos, a la espera de que Momir replique: «Cinco». Lo que te pide es más, sin embargo. Quiere pasaportes nuevos para él y la mujer. Creés entender que en la travesía de Posadas a Buenos Aires les han robado todo lo que llevaban: documentos, dinero, joyas, ropas, fotografías. ¿Pasaportes?, repetís, extrañado. No es posible. ¿Cómo vas a conseguirlos en tan poco tiempo? El tendría que cumplir con su parte del trato mañana por la noche, y vos no podés entregarles los papeles antes de setenta y dos horas, con suerte. Voy a darles los pasaportes, les doy mi palabra. Tengan confianza. Te mira desconcertado. Cruza otra vez la calle y discute con la compañera. O Momir no ha entendido tus argumentos o la mujer no transige. Regresa cabizbajo. ¿De cuánto tiempo dispongo, entonces?, le preguntás. Ahora, responde Momir, implacable, señalando el piso con el índice, sin dejar dudas de su firmeza. Que esta vitrina esté abierta y yo pueda meter la mano y robar ese libro, pensé, no tiene nada del otro mundo. Lo que no pensé es por qué se me ocurrió que no tenía nada delotromundo. La soledad de la biblioteca, su convencional misterio de biblioteca en penumbras, se había vuelto vagamente amenazante. Qué hago acá y dónde se habrán metido esas momias, dos preguntas que me hice mientras esperaba. Esperar me enferma. Una mujer de bronce, sin brazos, mutilada por su autor a la altura de las rodillas, me miraba con sus órbitas negras al pie de una escalera. Las estatuas de mujer son inquietantes: sus ojos de epilépticas. Di la vuelta y me coloqué detrás. Fue peor. Ahora no podía apartar la vista de sus glúteos de etíope, formidables, un culo como para sentarse a meditar en Dios sobre la cumbre del Aconcagua. Menos mal que en seguida oí pasos y vocesy el lugar se llenó de manos, apretoncitos, caras con sonrisas y toda clase de buenas costumbres. La señorita Cavarozzi dijo: "Creíamos que ya no vendría a Córdoba" y agregó que no me imaginaba así, aunque, enigmática, no dijo cómo me imaginaba. Pensando vieja loca cara de pájaro le pregunté si me quedaba tiempo de ir al hotel y pegarme un baño. La señorita Etelvina dijo que sí, me quedaba tiempo, dos horas hasta las nueve de la noche para andar por la ciudad o bañarme. Y se rió, no sé de qué. Tenía un modo de reírse, de caminar alrededor de uno, de mover las alitas, que daban ganas de tirarle alpiste. Definitivamente, esa mujer tenía algo; quiero decir la escultura. Volví a examinarla con inquietud. ¿Dónde había visto algo parecido?, ¿y por qué era importante? La vieja señorita Cavarozzi, siguiendo a saltitos mi evolución alrededor de aquel esperpento, creyó oportuno informarme acerca de su autor, especie de Rodin cordobés, gran imaginación creadora. Me doy cuenta, dije yo. Ella me habló de solidez y equilibrio. Yo le pregunté si no le parecía demasiado culona. La vieja señorita me miró. Si no la han puesto demasiado cerca de la escalera, si ese macetón no le quita espacio. Saludé y me fui. En la puerta me crucé con Santiago. Santiago o algún otro que hacía versos y que venía del norte del país. –Vení -agrega, cuando ya entra en su pieza-. Préndetele a unas jodidas yerbas… Sí -dice después de escuchar un rato, sentado ahí en su cama-. Sí. Como nadar en un barrizal, pesadamente. -Se ríe y me alcanza un mate. Camargo le extiende la mano, seductor, sin medir lo que eso significa para Sicardi. Si se la hubiera dado para que la besara, el jefe de personal lo habría hecho sin vacilar. Pero estrechársela es para él algo inconcebible. Me dio miedo herirla. Ella, asombrosamente, dijo: –Pero, cómo ponen tinteros -dije en voz alta, y el Poeta Místico enmudeció de golpe. La pieza que la radio alquiló para ellos, cerca de Retiro, había sido la enfermería para las apestadas de un viejo burdel. En el mismo espacio de seis metros por ocho se amontonaban una litera de dos pisos, una tina que servía tanto para bañarse como para lavar los platos y un hornillo Primus que despedía un olor infernal a kerosén. Abajo vivían unas mujeres que iban y venían todas las tardes por los pasillos con batas transparentes y estelas de perfumes ácidos que atraían a las ratas. Daban fiestas casi a diario, con la música a todo volumen, y la única vez que Camargo se atrevió a protestar las mujeres se le rieron en la cara. Una de ellas golpeó esa noche a su puerta para que le cuidara el hijo, y se lo entregó descalzo y en camisón. Al amanecer siguiente se lo llevó dormido, y regresó por la tarde con la bata desprendida, con la intención de pagarle el servicio, pero a Camargo se le quitaron las ganas apenas vio que tenía unos lunares blancuzcos de sarna en el vello de la entrepierna. ¿Qué cómo llegué a saber, a confirmar? Hombre, de lo más simple, de lo más sencillo, de lo más fácil: lo dijo el taxi. Llevaba el radio prendido cacariando, el asqueroso, cuando tras la noticia de otra matazón dieron la de ésta: que dos víctimas más, inocentes, de esta guerra sin fin nodeclarada, habían caído acribillados en el atrio de la iglesia de Aranjuez cuando se dirigían a misa, por dos presuntos sicarios al servicio del narcotráfico. ¿Yo un presunto "sicario"? ¡Desgraciados! ¡Yo soy un presunto gramático! No lo podía creer. Qué calumnia, qué desinformación. A ver, ¿quién me pagó? ¿Qué narcotraficante conozco yo como no sea nuestro embajador en Bulgaria porque salió en el periódico? ¿Sicario el que se defiende? ¿Qué policía había que nos defendiera a nosotros cuando nos iban a matar? De haber habido, nos habrían detenido para extorsionarnos. Pero no, andaban extorsionando en el centro. Pero bien sabía él que no, que papi ya no tenía mañana. Lo había dicho para que papi oyera y creyera que iba a seguir viviendo. Y hacía bien. Mientras uno no se dé cuenta de que se muere, bendita sea la Muerte. Ella le sonrió, compasiva. Al sonreír, alzaba tanto el labia superior que la franja de las encías quedaba a la vista. Aquélla era una noche de malos entendidos, de palabras que no significaban lo que decían. El relato aumentó las ventas de El Diario y desató un sinfín de polémicas entre los lectores. Otra vez Sicardi llamó a Reina para anunciarle que le duplicaban el sueldo: la empresa quería disuadir así a las radios y canales de televisión que seguían tentándola con ofertas fastuosas. Habían pasado apenasdos años desde el incidente en el monasterio de Los Toldos y ya era una de las diez personas mejor pagadas de la redacción. El Diario (o Camargo, daba igual) le había asignado un equipo propio, que incluía al resignado Insiarte y a otros dos cronistas impacientes por alcanzar la misma gloria rápida de la jefa. Reina se aficionó a dar órdenes. Jamás había pensado que ese ejercicio pudiera ser tan placentero, y lo perfeccionaba volviéndose cada día más implacable y exigente. Adoptó la costumbre de poner los pies sobre el escritorio y reclinar el asiento hacia atrás, como Camargo, sosteniendo la nuca con las manos. Algunos pensaban que era una parodia, pero Reina lo hacía sin pensar, creyendo que ese gesto desaliñado indicaba un cierto poder, de la misma manera que había fumado cigarrillos a los quince años para sentirse adulta..

Lou Nicholes
Presentando Family Times: Lou Nicholes

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¿QUÉ SACÓ DE TU TIEMPO DE SILENCIO HOY?

Esta es una pregunta que Jack Wyrtzen me hizo en una conversación telefónica hace muchos años. Me gustaría hacerte la misma pregunta. Me quedé sin palabras porque no tenía un plan para leer la Palabra de Dios todos los días y compartirla. Como resultado, esta pregunta cambió el curso de mi vida al leer la Palabra de Dios y compartir mis pensamientos con mi familia y otras personas todos los días. Si deseas recibir estos pensamientos, solo haz clic en el botón a continuación y es gratis .

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Somos una familia misionera que ha ministrado con Word of Life Fellowship desde 1962. Esta es una organización internacional de jóvenes fundada por Jack Wyrtzen, con sede en Schroon Lake, Nueva York. Lou Nicholes creció en una pequeña granja en el sureste de Ohio.

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