15 de enero de 2025
Comentario destacado
Essays on plagiarism
Es esa desesperación por huir de vos la que te induce a tomar el control de su cuerpo desnudo filmándola en secreto. Mientras la contemplés en el televisor de San Isidro, a tamaño natural, podrás ir amansándola, atrayéndola. No hay materia duradera en las apariencias del mundo, pero la voluntad del yo puede rehacer la materia, enseñarle el camino de la sumisión. Al apropiarte de su imagen, también poseés su cuerpo: ésa es una de las sabidurías remotas que los seres humanos han desaprendido. –¿Adónde? -preguntó Rick, que teníalitso de rana. –¡Mayiya cornuda! –Ahora -tanteás-: después de tu excursión a las pólvoras colombianas. Entonces me desperté verdaderamentescorro, el corazón me hacía bap bap bap, y por supuesto sonaba una campanilla brrrr, y era el timbre de la puerta de calle. Pensé hacerles creer que no había nadie en casa, pero ese brrrrr seguía sonando, y entonces oí unagolosa a través de la puerta: -Vamos, ábreme de una vez, sé que estás en la cama. -En seguida reconocí lagolosa. Era P. R. Deltoid (unnaso verdaderamenteglupo), lo que ellos llamaban Asesor Postcorrectivo, unveco sobrecargado de trabajo, con centenares de tipos en su lista. Grité bueno bueno bueno, congolosa de sufrimiento, bajé de la cama y me vestí, oh hermanos míos, con una hermosa bata de símil seda, toda estampada con dibujos de las grandes ciudades. Luego me calcé en lasnogas unostuflos de lana muy cómodos, me peiné losglorias y me consideré listo para recibir a P. R. Deltoid. Cuando abrí la puerta elveco entró bamboleándose, con un aspecto gastado, el maltrechoschlapa sobre lagolová , el impermeable sucio. -Ah, Alex, muchacho -me dijo-. Me encontré con tu madre, sí. Dijo algo acerca de que sufrías no sé qué dolor. Por lo tanto no fuiste a la escuela, sí. Qué bueno que Darío se murió y se escapó del recalentamiento planetario. –Calláte y habla más bajo -dijo Esteban. Entonces te reíste. Movías de un lado a otro la cabeza y te reías. Aél en Medellín, en la casa de Laureles, atiborrado de morfina. A mí unas horas después, en mi apartamento de México, cuando me dieron la noticia por teléfono. Me encontraron con el aparato en la mano, azuloso, translúcido, rígido, cual un San José estofado tallado en madera. Como no alcancé a colgar, la llamada desde Medellín le costó a Carlos, que fue el que la hizo, lo que valía esa casa. Bueno, dicen, yo no sé, ni me importa. A los muertos nos importa un pito lo que cuestan o no cuestan las casas. –¿O no, Darío? Tenemos que aguantar a ver si acabamos de remontar la cuesta de este siglo que tan difícil se está poniendo. Pasado el 2000 todo va a ser más fácil: tomaremos rumbo a la eternidad de bajada. Hay que creer en algo, aunque sea en la fuerza de la gravedad. Sin fe no se puede vivir. –Es cierto. En los últimos años han disminuido mucho las enfermedades microbianas. Lo que sigue aumentando es la locura. Me gustas -dijo después. Lo dijo de un modo extraño, como si en realidad estuviera pensando: Aunque no me gustes nada, creo que me gustas un poco. -¿Cuántos años tenés? ¿Qué le pediría Alexis a la Virgen? Dicen los sociólogos que los sicarios le piden a María Auxiliadora que no les vaya a fallar, que les afine la puntería cuando disparen y que les salga bien el negocio. ¿Y cómo lo supieron? ¿Acaso son Dostoievsky o Dios padre para meterse en la mente de otros? ¡No sabe uno lo que uno está pensando va a saber lo que piensan los demás! A eso de las siete, en lo peor del trajín, apareció en su pantalla la necrología de Mitchum. La había olvidado por completo. Jamás leía ese tipo de información, menos aún en los días de tormenta, pero antes de ir al entierro había ordenado que se la mostraran y ahora sentía una curiosidad incómoda como un presagio. Aquella chica tan etérea y a la vez tan terrena. Le pareció raro que sólo pudiera evocar sus formas pero no su cara: la silueta de un espectro en el espejo. Camargo se puso de pie. Lo subieron a la camilla, lo taparon con una sábana, salieron a la biblioteca y por entre nosotros tomaron con él hacía la escalera. Elángel levantó el revólver a la altura de la frente del otro y disparó. El trueno del disparo se fue culebriando por entre esos recovecos y socavones llenos de tumbas llenas de eternidad y de gusanos, y se quedó resonando por un rato con una voracidad de infinito. El eco del eco del eco… Muchísimo antes de que el eco se extinguiera el guardián de la tumba se desplomó. Luego el eco murió en sus armónicos. El Ángel Exterminador se había convertido en el Ángel del Silencio. Verónica, a quien el desconcierto le duró apenas un instante, recuperó de inmediato su aplomo y, plácida e imperturbable, fue a sentarse junto al muchacho. Salimos al patio. Veo un aljibe. Veo la estatua del obispo Trejo y, allá atrás, las torres gemelas de la Compañía de Jesús. Oigo la voz de Bastían: insertaba a su generación en la tradición de Cambaceres y Martel. Acá empiezan las mentiras, pensé. Volvemos a encontrar a Laureano, siempre acompañado por una mujer rubia de nombre escandinavo, en Fraile Muerto, al sureste del ombligo de la Venus, dijo Lalo al volver del baño, o más o menos a esta altura del anca derecha del oso. Su propósito inmediato era atropellar por sorpresa al coronel Bedoya, apoderarse de sus pertrechos y caballadas, y unirse en Cruz Alta con Ramírez. Nunca debió bajar a Córdoba, comentó sonriendo el profesor Urba, y menos desoír ciertos consejos que se le dieron a su tiempo sobre la condición malsana del matrimonio en general y de las mujeres en particular. La japonesita sentada en el suelo al este deCruz Alta miraba a Lalo como si las correrías del abuelo Laureano Zamudio, en vez de pertenecer a la Anarquía de los años 20, fueran la historia de amor de Fukakusa y Komachi. Vos, mientras tanto, hablabas en voz baja con Verónica, quien tenía los ojos clavados en el suelo. Bastían conversabacon el alto caballero parecido a Mariano. Y el abuelo, según las tablas astrológicas que improvisaba ahora el profesor Urba haciendo rápidos trazos circulares en una cartulina de dibujos de Verónica, el abuelo Laureano, nacido en el primer decanato de Aries, no debió dar nunca esa batalla. No le quedaban ni setecientos hombres;y,enfrente, los dos mil quinientos que comandaba el coronel Bedoya no eran sino una parte del ejército de Bustos. Tal vez tenga tiempo, piensa Laureano, tiempo de deshacerlos antes de que se aparezca el cabrón de Bustos. Miró el cielo y pensó: Tal vez no llueva. Y dio orden de atacar. Una carga de caballería es siempre una cosa impresionante; pero una carga de caballería en la oscuridady en perfecto silencio, es un espectáculo fantasmal y grandioso. Los montoneros del abuelo no gritaban en las cargas, había dicho Verónica esa tarde, en eso se parecía al general Paz. Avanzaban a todo galope y en silencio, hacia un punto elegido de antemano, desmontaban de los caballos y se transformaban en infantería, oían una orden y montaban otra vez, se retiraban en silencio y reaparecían en cuatro o cinco lugares diferentes. No hay ejército regular que resista eso, dijo Lalo, y menos el de un insuficiente como Bedoya, que era un coronelito más bien irresoluto y timidón. Esa primera carga de los jujeños, con el abuelo a la cabeza, hizo recular de tal modo a los cordobeses que uno de los oficiales del abuelo, el mismo que debía presentarse arrestado después de esta batalla, vino a caer muerto sobre la mesa de campaña de Bedoya. Mientras tanto, el abuelo Laureano, sucesivamente al mando de esta o aquella guerrilla, iba arrollando una por una las tropas que le oponían los cordobeses, arreándolos hacia el centro y obstaculizando así al grueso de la caballería enemiga, de tal modo que cuando por fin Bedoya decidió desplegarla y cargar contra el abuelo, por cada jujeño muerto había cinco o seis cordobeses de cara al cielo. Cuando el viejo se reagrupó le quedaban alrededor de quinientos montoneros, lo que hacía, del lado de Bedoya, unos mil doscientos. Sólo que ahora los jujeños montaban caballos frescos, robados, no me pregunten cómo, dijo Lalo, a loscordobeses que ahora están acá, casi de espalda al río. Si no ataca, en la próxima carga los deshago, piensa el abuelo y mira el cielo. Y piensa que si Dios lo ayuda no todo está perdido. Nada está perdido, ni la confederación ni el destino de esta tierra. No es posible haber visto morir y haber muerto a tantos hermanos para terminar degollado en un pantano de Córdoba, sin haber mirado más que una vez la cara de mi hijo, sin saber siquiera con qué nombre lo cristianaron, sin saber si echamos o no del Perú a los españoles, sin acostarme otra noche con la gringa y oírla decir cosasen otro idioma cuando se pierde, sin haberme despedido de Manuel. Y fue en ese preciso momento cuando, por razones que no están al alcance de los hombres, Dios decidió borrar al abuelo de la historia argentina. Porque alguien gritó Ramírez, y señaló la sombra densa de unas avanzadas que aparecieron en la orilla norte del Río Tercero. Laureano pidió catalejos, se paró en los estribos y cuando ya todos gritaban Viva la Confederación y revoleaban los ponchos, mordió una puteada y murmuró: "Santafecinos." "Cómo sabes", preguntó Aasta. "Por el color del chiripá y porque traen una pluma de avestruz en el sombrero." Y porque vienen con el olor de mi propia muerte, pensó, al mismo tiempo que, en el otro extremo del campo, Bedoya pensaba que si aquella era una avanzada de López el resto del ejército no podía andar lejos. Se equivocaba, porque Estanislao no había seguido a Laureano; pero esa equivocación le dio el coraje que necesitaba para anticiparse al abuelo. Tendió una línea de batalla diez veces más larga de lo que hacía falta y se volvió sobre los jujeños. Cordobés guarango, pensó Laureano, y le dijo a Aasta: "Ya no hay vuelta que darle, vaya preparando la yegua y espéreme allá atrás." Dio unas órdenes precisas y lentas y pidió que le trajeran un caballo, no el moro. Hasta lo miraba hacer. Extrañamente, Laureano no parecía tener ningún apuro por abandonar el campo. "Qué va a hacer", preguntó la chica. "Esperar la carga", dijo fríamente elviejo. "Primero que nada, esperar la carga." No sería nada raro, dijo Lalo, que acá los bárbaros hayan gritado viva Jujuy, y hasta viva la Patria. Aunque el segundo grito, pensó Esteban, era bastante menos probable que el primero, o para muchos de ellos acaso significaba lo mismo, si es que no era un puro entusiasmo, un puro grito. Aasta venía montada en una yegua parda y la arrimó al costado del caballo del viejo. "Ah, no, santita", dijo Laureano, "ahora nada de cosas raras. Se me vuelve bien hacia atrás con esos hombres y ahí se queda, vaya." El caballo, inquieto, le tiró un mordiscón a la yegua y casi le baja una oreja. Aasta se apartó y Laureano galopó hasta las primeras líneas. Cuando finalmente cargó Bedoya, ya había comenzado a llover, era noche cerrada y la confusión fue espantosa. Los jujeños, supliciados a sablazos, no abandonaron su posición más que para caer muertos al costado de sus caballos. Antes de que la carga cediera, cada jujeño había matado a tanta gente como para terminar combatiendo rodeado de una parva de cadáveres. Y si al fin nos arrollaron, dijo Lalo que le había dicho un viejo casi centenario, bisnieto de uno de los sobrevivientes de Fraile Muerto, si a la larga nos quebraron esa noche, fue porque al fin de cuentas los otros también eran nacionales. Laureano veía cordobeses arremolinarse y caer a su lado, y seguir apareciendo atrás, frescos, pegando unos alaridos que retumbaban entre los cardonales, acuchillándole la gente por los cuatro costados, arrasándolos y empujándolos poco a poco hacia las últimas posiciones, donde, de golpe, vio a la yegua parda y a la chica en el centro mismo de un grupo de veinte hombres sobre los que el abuelo se abalanzó, enceguecido de sudor,demiedo y de sangre, sin darse cuenta, hasta que acuchilló a uno, que eran sus propios hombres. Si Laureano pensó algo, viendo esos ojos incrédulos que lo miraban desde la muerte, seguramente pensó cuánto mejor habría sido que lo degollaran los montoneros de Estanislao y no tener que aguantar, si vivía, el recuerdo de aquellos ojos. Cuando los santafecinos comenzaron a vadear el río, el viejo montó el moro de pelearlo a Rosas y ordenó la retirada. "A disparar", dijo, "a todo lo que den los caballos". Y los que quedaban de aquellos seiscientos, que habían sido tres mil y ahora eran cincuenta, se lanzaron casi a ciegas por las quebradas, hacia el poniente, que era como decir hacia la desesperanza, hacia la muerte de los sueños, hacia el exilio. Entreverados en la confusión, ganaron el camino paralelo a los bañados antes de que Bedoya tuviera tiempo de dispararles un tiro, y, a no ser porque el final de esta historia ya estaba escrito en las estrellas, dijo el astrólogo, acaso se hubieran puesto a salvo. Pero en algún momento de la noche se dieron de boca con dos escuadrones de Bustos, que nunca debieron estar ahí. Estaban acantonados en un caserío a menos de un cuarto de legua. Laureano ordenó desparramarse en grupos, para dividir la suerte. El último oficial que le quedaba, no aceptó: la guardia entera se abriría hacia el norte, para provocar la persecución, el abuelo y Aasta seguirían cortando los bañados hacia el sur de la Sierra de las Peñas, buscando entrar a La Rioja por San Luis. Laureano repitió, pero en otro tono, lo que ya había dicho en Ojo de Agua, que si alguno de ellos llegaba a Salta, se afeitara la barba y le besara el hijo. Cuando se separaron, relampagueaba de tal modo que parecía de día. Hacen falta muchas casualidades adversas para acabar con los hombres que tienen un destino. Esa sucesión de relámpagos fue una; que el capitán acantonado en el caserío fuera un jujeño renegado y le gustaran las tormentas eléctricas, otra. Había salido a mirar la noche y vio unos bultos, enfocó el catalejo y vio a la mujer. Gritó que ésa era la gringa de las alhajas y se lanzó con un escuadrón de treinta hombres detrás del abuelo. En realidad eran como cincuenta, dijo Lalo, pero la verdad no siempre es creíble. Para no hacerlo más largo, antes del amanecer ella estaba muerta y él degollado. El viejo pendejo ya ni sabía qué estaba haciendo. Entonces, por inadvertencia otra vez, volvió a verse en el espejo, y vi sus ojos cansados mirándome con un cansancio infinito. –Sí entiende, y yo también. Usted tiene razón, son malos. Pero ella no lo sabe. Y yo le pido que no se lo diga..

Lou Nicholes
Presentando Family Times: Lou Nicholes

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Somos una familia misionera que ha ministrado con Word of Life Fellowship desde 1962. Esta es una organización internacional de jóvenes fundada por Jack Wyrtzen, con sede en Schroon Lake, Nueva York. Lou Nicholes creció en una pequeña granja en el sureste de Ohio.

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