15 de enero de 2025
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Bajamos en el centro y caminando lentamente volvimos al bar lácteoKorova,aullandomalenco y jugando a la luz de la luna, las estrellas y las lámparas, porque al día siguiente teníamos que ir a la escuela; y cuando entramos en elKorovalo encontramos más lleno que antes. Pero elcheloveco que había estadochumlando en su propio paraíso, con blanco osynthemesco o lo que fuera, seguía en el mismo asunto: «Pilletes descastados bajando a la nada en un tiempo platónico climatérico». Era probable que estuviese en la tercera o cuarta dosis de la noche, pues tenía ese aire pálido e inhumano, como si se hubiera convertido en unacosa;la cara delveco parecía de veras un pedazo de tiza tallada. En realidad, si quería pasarse tanto tiempo en el paraíso, debía haber ido a uno de los cubículos privados de la trastienda, en lugar de quedarse en elmesto grande, pues aquí algunos de losmálchicos querrían jugar un poco con él, aunque no mucho ya que en el viejoKorovahabía poderosos matones capaces de impedir cualquier desorden. De todos modos, el Lerdo se animó alveco, y mirándolo con una cara de payaso, mostrando la lengua, clavó elsabogo grande en el pie delveco. Pero elveco, hermanos míos, ni se enteró, pues andaba allá aniba, muy lejos de su propio cuerpo. Vos escuchabas o parecías escuchar como si al mismo tiempo estuvieras viendo algo que no estaba ahí. Hiciste un gesto como de frío, una contracción que empezó en los hombros y terminó en la punta de los dedos. Fernando Vallejo En la lobreguez viscosa delútero ciego donde se gestan todas las desdichas humanas, pugnando por salir, no sé cómo no le provoqué a la Loca un choque anafiláctico con semejante incompatibilidad de caracteres. Salí por fin, al sol, al aire, al mundo, a esa casa de la calle del Perú, futuro manicomio, donde me recibieron como a un rey. Un rey sin reino. Yo fui el primero de los veintitantos vástagos que la empecinada tuvo, victimas inocentes de un desenfreno reproductivo sin ton ni son, sin son ni término, en virtud del cual habrían de ir ocupando, por riguroso turno, el mismo hueco negro lodoso, baboso, lamoso, esa víscera hueca con forma de redoma, cieno del lodazal. Darío fue el segundo, mi primer hermano. Queda una foto de él conmigo, de niños, que mi tío Argemiro tomó. El de bucles rubios y con un abrigo; yo de pelo lacio caído sobre la frente y con una camisa a rayas, abrazándolo. A Argemiropor esas fechas le había dado por ser fotógrafo. Luego fue fabricante de casitas de juguete y, como era de esperarse dada su raza obtusa, desaforado reproductor: le salían a su mujer los hijos de a dos, de a tres, de a cuatro, de a cinco… jugó durante años a la lotería y se la ganó, pero en hijos. –Está bien, deja de tomártelas con el Lerdo, hermano. Eso es parte del nuevo estilo. Volvemos a encontrar a Laureano, siempre acompañado por una mujer rubia de nombre escandinavo, en Fraile Muerto, al sureste del ombligo de la Venus, dijo Lalo al volver del baño, o más o menos a esta altura del anca derecha del oso. Su propósito inmediato era atropellar por sorpresa al coronel Bedoya, apoderarse de sus pertrechos y caballadas, y unirse en Cruz Alta con Ramírez. Nunca debió bajar a Córdoba, comentó sonriendo el profesor Urba, y menos desoír ciertos consejos que se le dieron a su tiempo sobre la condición malsana del matrimonio en general y de las mujeres en particular. La japonesita sentada en el suelo al este deCruz Alta miraba a Lalo como si las correrías del abuelo Laureano Zamudio, en vez de pertenecer a la Anarquía de los años 20, fueran la historia de amor de Fukakusa y Komachi. Vos, mientras tanto, hablabas en voz baja con Verónica, quien tenía los ojos clavados en el suelo. Bastían conversabacon el alto caballero parecido a Mariano. Y el abuelo, según las tablas astrológicas que improvisaba ahora el profesor Urba haciendo rápidos trazos circulares en una cartulina de dibujos de Verónica, el abuelo Laureano, nacido en el primer decanato de Aries, no debió dar nunca esa batalla. No le quedaban ni setecientos hombres;y,enfrente, los dos mil quinientos que comandaba el coronel Bedoya no eran sino una parte del ejército de Bustos. Tal vez tenga tiempo, piensa Laureano, tiempo de deshacerlos antes de que se aparezca el cabrón de Bustos. Miró el cielo y pensó: Tal vez no llueva. Y dio orden de atacar. Una carga de caballería es siempre una cosa impresionante; pero una carga de caballería en la oscuridady en perfecto silencio, es un espectáculo fantasmal y grandioso. Los montoneros del abuelo no gritaban en las cargas, había dicho Verónica esa tarde, en eso se parecía al general Paz. Avanzaban a todo galope y en silencio, hacia un punto elegido de antemano, desmontaban de los caballos y se transformaban en infantería, oían una orden y montaban otra vez, se retiraban en silencio y reaparecían en cuatro o cinco lugares diferentes. No hay ejército regular que resista eso, dijo Lalo, y menos el de un insuficiente como Bedoya, que era un coronelito más bien irresoluto y timidón. Esa primera carga de los jujeños, con el abuelo a la cabeza, hizo recular de tal modo a los cordobeses que uno de los oficiales del abuelo, el mismo que debía presentarse arrestado después de esta batalla, vino a caer muerto sobre la mesa de campaña de Bedoya. Mientras tanto, el abuelo Laureano, sucesivamente al mando de esta o aquella guerrilla, iba arrollando una por una las tropas que le oponían los cordobeses, arreándolos hacia el centro y obstaculizando así al grueso de la caballería enemiga, de tal modo que cuando por fin Bedoya decidió desplegarla y cargar contra el abuelo, por cada jujeño muerto había cinco o seis cordobeses de cara al cielo. Cuando el viejo se reagrupó le quedaban alrededor de quinientos montoneros, lo que hacía, del lado de Bedoya, unos mil doscientos. Sólo que ahora los jujeños montaban caballos frescos, robados, no me pregunten cómo, dijo Lalo, a loscordobeses que ahora están acá, casi de espalda al río. Si no ataca, en la próxima carga los deshago, piensa el abuelo y mira el cielo. Y piensa que si Dios lo ayuda no todo está perdido. Nada está perdido, ni la confederación ni el destino de esta tierra. No es posible haber visto morir y haber muerto a tantos hermanos para terminar degollado en un pantano de Córdoba, sin haber mirado más que una vez la cara de mi hijo, sin saber siquiera con qué nombre lo cristianaron, sin saber si echamos o no del Perú a los españoles, sin acostarme otra noche con la gringa y oírla decir cosasen otro idioma cuando se pierde, sin haberme despedido de Manuel. Y fue en ese preciso momento cuando, por razones que no están al alcance de los hombres, Dios decidió borrar al abuelo de la historia argentina. Porque alguien gritó Ramírez, y señaló la sombra densa de unas avanzadas que aparecieron en la orilla norte del Río Tercero. Laureano pidió catalejos, se paró en los estribos y cuando ya todos gritaban Viva la Confederación y revoleaban los ponchos, mordió una puteada y murmuró: "Santafecinos." "Cómo sabes", preguntó Aasta. "Por el color del chiripá y porque traen una pluma de avestruz en el sombrero." Y porque vienen con el olor de mi propia muerte, pensó, al mismo tiempo que, en el otro extremo del campo, Bedoya pensaba que si aquella era una avanzada de López el resto del ejército no podía andar lejos. Se equivocaba, porque Estanislao no había seguido a Laureano; pero esa equivocación le dio el coraje que necesitaba para anticiparse al abuelo. Tendió una línea de batalla diez veces más larga de lo que hacía falta y se volvió sobre los jujeños. Cordobés guarango, pensó Laureano, y le dijo a Aasta: "Ya no hay vuelta que darle, vaya preparando la yegua y espéreme allá atrás." Dio unas órdenes precisas y lentas y pidió que le trajeran un caballo, no el moro. Hasta lo miraba hacer. Extrañamente, Laureano no parecía tener ningún apuro por abandonar el campo. "Qué va a hacer", preguntó la chica. "Esperar la carga", dijo fríamente elviejo. "Primero que nada, esperar la carga." No sería nada raro, dijo Lalo, que acá los bárbaros hayan gritado viva Jujuy, y hasta viva la Patria. Aunque el segundo grito, pensó Esteban, era bastante menos probable que el primero, o para muchos de ellos acaso significaba lo mismo, si es que no era un puro entusiasmo, un puro grito. Aasta venía montada en una yegua parda y la arrimó al costado del caballo del viejo. "Ah, no, santita", dijo Laureano, "ahora nada de cosas raras. Se me vuelve bien hacia atrás con esos hombres y ahí se queda, vaya." El caballo, inquieto, le tiró un mordiscón a la yegua y casi le baja una oreja. Aasta se apartó y Laureano galopó hasta las primeras líneas. Cuando finalmente cargó Bedoya, ya había comenzado a llover, era noche cerrada y la confusión fue espantosa. Los jujeños, supliciados a sablazos, no abandonaron su posición más que para caer muertos al costado de sus caballos. Antes de que la carga cediera, cada jujeño había matado a tanta gente como para terminar combatiendo rodeado de una parva de cadáveres. Y si al fin nos arrollaron, dijo Lalo que le había dicho un viejo casi centenario, bisnieto de uno de los sobrevivientes de Fraile Muerto, si a la larga nos quebraron esa noche, fue porque al fin de cuentas los otros también eran nacionales. Laureano veía cordobeses arremolinarse y caer a su lado, y seguir apareciendo atrás, frescos, pegando unos alaridos que retumbaban entre los cardonales, acuchillándole la gente por los cuatro costados, arrasándolos y empujándolos poco a poco hacia las últimas posiciones, donde, de golpe, vio a la yegua parda y a la chica en el centro mismo de un grupo de veinte hombres sobre los que el abuelo se abalanzó, enceguecido de sudor,demiedo y de sangre, sin darse cuenta, hasta que acuchilló a uno, que eran sus propios hombres. Si Laureano pensó algo, viendo esos ojos incrédulos que lo miraban desde la muerte, seguramente pensó cuánto mejor habría sido que lo degollaran los montoneros de Estanislao y no tener que aguantar, si vivía, el recuerdo de aquellos ojos. Cuando los santafecinos comenzaron a vadear el río, el viejo montó el moro de pelearlo a Rosas y ordenó la retirada. "A disparar", dijo, "a todo lo que den los caballos". Y los que quedaban de aquellos seiscientos, que habían sido tres mil y ahora eran cincuenta, se lanzaron casi a ciegas por las quebradas, hacia el poniente, que era como decir hacia la desesperanza, hacia la muerte de los sueños, hacia el exilio. Entreverados en la confusión, ganaron el camino paralelo a los bañados antes de que Bedoya tuviera tiempo de dispararles un tiro, y, a no ser porque el final de esta historia ya estaba escrito en las estrellas, dijo el astrólogo, acaso se hubieran puesto a salvo. Pero en algún momento de la noche se dieron de boca con dos escuadrones de Bustos, que nunca debieron estar ahí. Estaban acantonados en un caserío a menos de un cuarto de legua. Laureano ordenó desparramarse en grupos, para dividir la suerte. El último oficial que le quedaba, no aceptó: la guardia entera se abriría hacia el norte, para provocar la persecución, el abuelo y Aasta seguirían cortando los bañados hacia el sur de la Sierra de las Peñas, buscando entrar a La Rioja por San Luis. Laureano repitió, pero en otro tono, lo que ya había dicho en Ojo de Agua, que si alguno de ellos llegaba a Salta, se afeitara la barba y le besara el hijo. Cuando se separaron, relampagueaba de tal modo que parecía de día. Hacen falta muchas casualidades adversas para acabar con los hombres que tienen un destino. Esa sucesión de relámpagos fue una; que el capitán acantonado en el caserío fuera un jujeño renegado y le gustaran las tormentas eléctricas, otra. Había salido a mirar la noche y vio unos bultos, enfocó el catalejo y vio a la mujer. Gritó que ésa era la gringa de las alhajas y se lanzó con un escuadrón de treinta hombres detrás del abuelo. En realidad eran como cincuenta, dijo Lalo, pero la verdad no siempre es creíble. Para no hacerlo más largo, antes del amanecer ella estaba muerta y él degollado. Estamos en el bar del teatro Arlequín. Son las diez de la noche y el inodoro acaba de entrar con el jujeño y dos mujeres. El bar está casi metido en la sala, todavía a oscuras.Pentesilea,dice un cartel, también dice que uno puede ver la función desde allí mismo o trasladar su silla adonde guste. Hemos terminado con la noción de espacio, todo esto es sueño, y el sueño viste sombras de bulto bello en cualquier parte. No puedo evitar imaginarme a Pentesilea entre las mesas, rodeada de su jauría, chumbándolo a Oxo, despedazador de jabalíes, y a Melampo que no tiembla ante los leones (¿o ése era Halicaion, de dura pelambre?), clamando por las Furias, gritándole a Ananké que la siga y saliendo todas por el lado de la máquina de calentar salchichas con sus arreos de guerra y sus elefantes en medio del vivo retumbar de los truenos mientras los espectadores varones les deslizan unos pesos en el escote, como a las turcas. Vos me estás diciendo algo pero no consigo escucharte. Una de las mujeres de aquella mesa es la señorita Cavarozzi; la otra, una paradoja. Piel humahuaqueña y ojos de acantilado. Verónica. Se llama Verónica pero yo todavía no lo sé. Verónica Solbaken. Está sentada algo lejos; y sin embargo oigo su voz. No es que la oiga, ya que ni siquiera está hablando; oigo su voz del mismo modo que huelo el tenue perfume de su pelo. Una voz grave, algo apagada, que rivaliza con la cegadora claridad del flequillo escandinavo. Santiago tiene aspecto de desamparo. Todavía no es del todo Santiago ni jujeño pero sonríe al verme, como quien reconoce en el destierro a un compatriota. Nuestro agrónomo también ha sonreído. Usa grandes calzoncillos blancos siempre planchados. Trato de imaginar el ombligo de Cantilo pero no puedo. No tiene ombligo. Ni ombligo ni otras partes del cuerpo. –«Reservados para la dama protectora y sus familiares»: es todo lo que explica. Papi fue convertido en cómplice de esta insania perpetuadora porque la nuestra es una especie bisexual. Si no, la Loca habría sido una fábrica partenogénica. –¿Por qué esos párrafos, justamente? Son lo mejor del artículo. Si quiere, los corrijo y digo que la idea era de Laughton. –Voy a llamar a la policía -dice ella. –Veo que llevas unos libros bajo el brazo, hermano. Realmente, es un placer raro en estos tiempos tropezar con alguien que todavía lee, hermano. Elveco seguía secando el mismo plato. Yo dije: Lalo, sonriendo, había entrado repentinamente en la sala, se había acercado a Guerri y, a media voz, pero de modo tan inequívoco como para que resultara imposible dejar de escucharlo, le dijo dos palabras a unos centímetros de su cara. Mequetrefe, le dijo. Mierdita. Y su tono fue tan encantador e inofensivo que parecía no haber hablado. Ahora yo me voy a desprender la bragueta y vos me vas a besar las pelotas, murmuró después sin dejar de sonreír. Miraba a Guerri a los ojos como si aquellas palabras fueran una conclusión natural, el resultado de algo que sobreentendido por el otro no requiere mayor explicación. Verónica, allá lejos, en el centro de un grupo que escuchaba extasiado el saxo de Paul Desmond, había comenzado a encender un cigarrillo, el alto señor canoso, junto a una de las ventanas, alzó su vaso hasta la altura de los ojos y sonrió hacia alguien que debía de estar en algún lugar del parque. Esteban y Bastián seguían mirándose. Lalo, con una naturalidad y una calma que habían hecho casi imperceptible el gesto, comenzaba, o mejor, ya había comenzado, a desabrocharse el pantalón sin dejar de mirar a Guerri a los ojos, mientras susurraba que aquella operación iba a tener que realizarse ahí mismo, y se desprendió otro botón, pero ya no sonreía y su mirada y su rostro habían adquirido una impresionante y helada dureza, a menos, agregó, que vos tengas una idea mejor, pequeño canallita. Y mientras con la mano derecha seguía desabotonándose la bragueta, alzó la mano izquierda hacia el hombro de Guerri, de modo que por un instante dio la impresión de que fue el peso de su brazo lo que le aflojó al otro las rodillas. Espósito sintió que alguien debía impedir que ese hombre se arrodillara, si es que aquello estaba a punto de ocurrir realmente. Sinsaber por qué, supo que Bastían sentía lo mismo. Ni él ni Bastían se movieron. Fue Lalo, fue la mano huesuda y tensa del cazador la que ahora, tomando la camisa del combatiente a la altura de la pechera, levantó en peso al otro hasta el nivel de su cara. En el segundo siguiente estaban en el otro extremo de la habitación: Lalo había arreado a Guerri, a impulsos de tres o cuatro bofetadas monumentales, prácticamente en el aire, hasta una de las ventanas que daban al parque. Volvió a sujetarlo por la pechera de la camisa y lo sostuvo ahí, un instante. Farsante mequetrefe, decía con inquietante serenidad, sin perder el tono afectado y equívoco que tan curiosamente llamaba la atención en aquella formidable humanidad de casi noventa kilos. Mequetrefe comemierda, decía, mientras el cuerpo colgado de su brazo se bamboleaba como si estuviera relleno de estopa. A mí me vas a contar el cuento de la Sierra. Fuera del callejón impalpable que formaban, en un extremo, el marco de la ventana y, en el otro, Espósito y Bastían, los sonidos y los movimientos de la fiesta parecían en suspenso, como si toda esta escena sucediera dentro de un paréntesis. Este payaso, decía Lalo, ¿este payaso en la Sierra? ¿Ustedes saben quién es este mequetrefe? Abrió la ventana, sin soltarlo. Explicales a nuestros marmotas por qué volviste a la Argentina. Si el otro tuvo intención de hablar, de explicar o siquiera de preguntar algo, Espósito no lo supo nunca; sólo vio el terror en su cara gris y patética, los párpados apretados de espanto. No quiso seguir siendo testigo de aquello y desvió los ojos: se encontró con los ojos de Bastián. Todo esto, del principio al fin, no había durado más de treinta segundos. Aunque presentía algo así, lo inundan la indignación y la vergüenza. Ella escribe con más descaro que el editor colombiano, eso está a la vista: lo que para el editor es sólo un desgaire de la vida, el polvo de unas cuantas noches, para la mujer es un asunto de vida o muerte. ¿Soy otra desde que soy con vos? Qué frase tan impúdica. A él le ha bastado silbar, lanzar al aire el nombre de un hotel, para que ella se eche a correr en su busca como una perra hambrienta. Cuanto más lee los mensajes, más se indigna, no contra la mujer sino contra sí mismo. ¿Así le paga ella las noches que ha pasadoen vela recorriendo su cuerpo a través de las lentes del telescopio Bushnell, custodiándola de lejos, acechando el menor trastorno de su respiración? Se lo veía venir: tarde o temprano iba a traicionarlo. Le parece intolerable. Si quisiera, podría impedir el viaje a Río. Tiene el poder, los medios. Pensándolo bien, va a dejar que las cosas sigan su curso. Va a permitir que se vaya. Pero no como ella quiere. No como el editor colombiano espera. La va a dejar marcada, malherida. La va a destruir y ya se le está ocurriendo cómo. –Hay una cantidad de cosas que no le gustan -dijo Bastían. –Has dormido mucho -dijo elveco, mientras sacaba con una cuchara los huevos pasados por agua y retiraba las tostadas oscuras de la tostadora-. Ya son casi las diez. Ya llevo varias horas trabajando. En algún lugar tengo que poner todo ese rencor, se dijo Camargo. En algún lugar, algún día. Ella no ha permitido que la domen, y ya tiene más de treinta y dos años..

Lou Nicholes
Presentando Family Times: Lou Nicholes

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Somos una familia misionera que ha ministrado con Word of Life Fellowship desde 1962. Esta es una organización internacional de jóvenes fundada por Jack Wyrtzen, con sede en Schroon Lake, Nueva York. Lou Nicholes creció en una pequeña granja en el sureste de Ohio.

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