15 de enero de 2025
Comentario destacado
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–Si no te gusta lo que hice, y no quieres repetirlo, ya sabes lo que te conviene, hermanito. -Y entonces habló Georgie, con una voz áspera y rara. Ya no le queda el menor escrúpulo de conciencia por haberle llenado el jugo de fenobarbital. Si hubiera tenido en ese momento la cabeza despejada, le había puesto el gramo entero, dos gramos, que se durmiera para siempre. Pero ni siquiera tiene derecho a una muerte apacible la hija de puta, no se la voy a tolerar. Yo soy elque decide cómo tiene que morir, no va a pasar de un lado a otro de la vida sin que con claridad sienta mi castigo y se arrepienta de lo que me está haciendo. Ahora se ha encendido la luz del pasillo en el edificio de enfrente. ¿Será ella la que llega? Llevo la mira del telescopio, rápido, a la figura que se mueve ahí, pero es demasiado fugaz, se ha desviado a la derecha y no la alcanzo, dobla hacia donde están los ascensores. Tal vez llueva esta noche. Cuando llueve, el aire es más espeso, una niebla de azogue vela su ventana, no la veré como quisiera, no la querré como la veo. La mujer ha encendido, al fin, la luz del cuarto. Se ha quitado el abrigo: lo adivino. Está quitándose también las botas. ¿El suéter? No, espera llegar ante el espejo para sacárselo por la cabeza, mover la cabellera de un lado a otro, contonearse. Está feliz, la infeliz. ¿Y púdica? también eso? Es la primera vez que se ha puesto una bata sobre el corpiño y la bombacha. Se quita luego el maquillaje, extiende el brazo a ciegas hacia la heladera, toma el cartón de jugo de naranja y lo agita, ah, esto era lo que yo quería ver, abre los anaqueles en busca de un vaso pero de pronto, impaciente, bebe directamente del cartón. Ha hecho eso antes un par de veces. Cuando se siente a solas, se desmadra. ¿Eructa, siente el sabor pastoso del fenobarbital? Quién sabe.Aún no ha bebido todo. Echa hacia atrás la cabeza y empina otra vez el cartón. Ya está. Parece acalorada. Se abre la bata, se ventila moviéndola como un abanico, y salta en busca de un disco. Todas las noches es igual. Prefiere las llagas de la música a las llamas del televisor. Se mira al espejo. Se despereza con delicadeza. Y canta, ¿canta? Alza los brazos con un gesto de triunfo y algo flamea en su lengua, la melancolía del amor que la espera lejos, o sólo el vapor del sueño que está entrando en ella, lo estoy notando en sus ojos, ¿se te caen, no?, ¿es el amor o son los ojos lo que se te cae? Ya voy, ya voy, espérame, déjate ir y espérame. –¿Hay otro, no es cieno? Decímelo, no tengás miedo. Perdono cualquier cosa menos la mentira. –Te cegó la oscuridad, porque era demasiado visible -dijo Camargo. –No, a veces vuelvo todo embarrado. La pieza que la radio alquiló para ellos, cerca de Retiro, había sido la enfermería para las apestadas de un viejo burdel. En el mismo espacio de seis metros por ocho se amontonaban una litera de dos pisos, una tina que servía tanto para bañarse como para lavar los platos y un hornillo Primus que despedía un olor infernal a kerosén. Abajo vivían unas mujeres que iban y venían todas las tardes por los pasillos con batas transparentes y estelas de perfumes ácidos que atraían a las ratas. Daban fiestas casi a diario, con la música a todo volumen, y la única vez que Camargo se atrevió a protestar las mujeres se le rieron en la cara. Una de ellas golpeó esa noche a su puerta para que le cuidara el hijo, y se lo entregó descalzo y en camisón. Al amanecer siguiente se lo llevó dormido, y regresó por la tarde con la bata desprendida, con la intención de pagarle el servicio, pero a Camargo se le quitaron las ganas apenas vio que tenía unos lunares blancuzcos de sarna en el vello de la entrepierna. Te llevaste las manos detrás de la cabeza e hiciste una mueca tan espeluznante que temí no volver a ver tus ojos y tu boca reales. Vi una nube de chicos, huyendo con los brazos en alto por una calle de tierra. Esto es la Terminal. Esto debería estar sucediendo mañana. El llamado violento de los altoparlantes anunciando coche número tanto sale con destino a tal parte. Mujeres nerviosas, hablando en voz alta. Mujeres con pañuelos en la cabeza y sus muchos colores de mujer que viaja. Hombres con valijas interplanetarias y camisas fuera de los pantalones. Chicos disfrazados de enanitos esquimales. La trepidación de los motores. El viento entrando por las dos bocas de la galería. Todo un poco estruendoso e innoble. O sea que desde este lugar infecto me voy a ir para siempre al día siguiente. ¿Y adonde me voy a ir, si se puedesaber? Ahora discuto a gritos junto a una ventanilla, discuto absurda y empecinadamente para conseguir un asiento que no tengo el menor interés de ocupar. Sobre la rueda, no; jamás sobre la rueda. Imposible leer. Vea, señor, yo le pago para viajar en el asiento que a mí se me antoja, y además quiero dos, detesto que la gente se apoltrone a mi lado y converse. Una voz dijo entonces la palabra amor casi junto a mi oído, y me sobresalté. Después vi una chiquita de ocho o nueve años corriendo hacia su madre, quien acababa de llamarla con la palabra amor. Tenía un pie descalzo y en el otro llevaba un zapatito de bailarina, dorado. Sus grandes ojos de niña y su boca embadurnada de chocolate y su pie de oro. Llevaba bajo el brazo uno de esos enormes libros infantiles que leen las niñas que luego crecerán y amarán a un escritor atormentado y adulto. Si yo hubiera tenido diez añosme habría puesto a caminarcabezaabajo, o por lo menos habría dicho una chanchada, para llamar su atención. Mire, le dije al tipo de la ventanilla, déme el asiento que quiera, usted no tiene la menor idea de lo que puede dejar de suceder, si no viajo. Camargo ha acentuado su vigilancia, porque la mujer puede necesitarlo más que nunca. Pasa buena parte de las noches despierto, junto al telescopio Bushnell, a la espera del momento en que ella retome los hábitos del pasado. Por ahora, no se desviste con morosidad, ni regresa del baño envuelta en toallas, como sucedía antes. Pasa la mayor parte del día recostada, leyendo o mirando la televisión. El teléfono no suena, o al menos ella no lo atiende. Ha debido visitar tres veces al ginecólogo esa semana y, por lo que Sicardi ha conseguido averiguar, los medicamentos que toma están haciendo estragos en su cuerpo: la han hinchado, le provocan ataques de tos yle arruinan el pelo, que era brillante y esponjoso. Verónica, en cambio, parecía haber nacido para pervertir la noche de un arcángel. Lo que no comprendí, lo que aún hoy no puedo imaginar sin alguna molestia, es que esta mujer fuera esposa del doctor Cantilo. ¿Qué le podía encontrar Verónica a ese lechón? Nada. Eso estaba muy claro. Pero, entonces, ¿dónde residía el secreto del agrónomo?, lo que fuera, aquello que hacía soportar a Verónica un cuerpo como el de Camilo, su barriga, la pelusa rubia de la barriga del doctor Roque Cantilo. Rubia o ligeramente pelirroja. Variedad de abejorro boca arriba. Lleno de erres roncando con fragor. –Nadie le hizo nada, Enzo. Todo se lo hizo a sí mismo. Se dejó filmar mientras le pagaban la coima del contrabando. Ya no tenía salvación. –Me enamoré de un piojo que venía de La Quiaca. –Parece que si, parece que no. El polvo no dejó ver Sigamos. –¿Qué otros? -dijo después, con sincera sorpresa. Que Darío estaba en excelente forma cuando el soldado lo quiso matar, según dije atrás, es un decir o mera aproximación a los hechos. Ya había empezado a perder peso, y por eso iba al gimnasio. Y estaba perdiendo peso no por ninguna hipoglucemia sino por el sida. En él ésa fue la primera manifestación de la enfermedad. Después quién lo hubiera dejado de ver unos meses y se lo volviera a encontrar le notaba un indefinible cambio en la cara. Un color como de ceniza o cobrizo. ¡El tinte de la muerte..

Lou Nicholes
Presentando Family Times: Lou Nicholes

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Somos una familia misionera que ha ministrado con Word of Life Fellowship desde 1962. Esta es una organización internacional de jóvenes fundada por Jack Wyrtzen, con sede en Schroon Lake, Nueva York. Lou Nicholes creció en una pequeña granja en el sureste de Ohio.

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