15 de enero de 2025
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Entramos al motel sin registrarnos, como se estila aquí. Aquí no es como en Europa donde se violan a todas horas los derechos humanos y a hotel adonde uno vaya le piden descaradamente identificación presumiendo lo que no se debe, que el ser humano es un criminal. Aquí no, aquí la confianza pública no está tan envenenada. Además aquí los moteles son de putas, y ellas y los que van con ellas no tienen identidad. No sé si entre aquellas casitas campesinas que quedaban estaba la del pesebre, o sea, quiero decir, la del pesebre más hermoso que hayan hecho los hombres desde que se estableció la costumbre de armar en diciembre nacimientos o belenes para conmemorar la llegada a esta mísera tierra a un establo, auna pesebrera, del Niño Dios. Todas las casitas campesinas de la carretera, desde que salíamos caminando de Santa Anita hacia Sabaneta tenían pesebre, y abrían las ventanas de los cuarticos que daban al corredor delantero para que lo viéramos. Pero ningún pesebre más hermoso que el de la casita que digo yo: ocupaba dos cuartos, el primero y el del fondo, llenos de maravillas: lagos con patos, rebaños, pastores, vaquitas, casitas, carreteritas, un tigre, y arriba de la montaña, en lo más alto, la pesebrera en la que el veinticuatro de diciembre iba a nacer el Niño Dios. Pero estábamos apenas a dieciséis, en que empezaba la novena y en que hacíamos los pesebres, y faltaban exactamente ocho días para el día, la noche, más feliz. Ocho días de una dicha interminable en espera. –¿Les conté que quería ser cura? -dije yo. Santiago asintió, entornando los párpados y moviendo la cabeza hacia arriba y hacia abajo. Y ahora qué hago, imaginé decir para mis adentros, pero debí de hablar en voz bastante alta porque el hotelero dijo: –Descubrió que le habías hecho daño. Por lo menos -dijo el min muyscorro- creyó que le habías hecho daño. Te culpaba de la muerte de alguien a quien había querido mucho. –Es Joe -dijo mi ma-. Ahora vive aquí. Es nuestro pensionista. Oh, Dios Dios Dios. Que no, que hacía una eternidad que no se paraba por esos santos lugares. –París -decía el cantor-. Apenas yo tocaba esa palabra se me encendía el corazón. Primer mandamiento: no amarás a otra ciudad que París. Segundo mandamiento: no invocarás el nombre de París en vano. Qué lindo. París era para mí los miserables de Víctor Hugo, Mimi Pinson, Toulouse Lautrec, el ajenjo de Paul Verlaine, las cocottes del Moulin Rouge. Yo era chico y ya soñaba con el tango en Paris. Pero un par de días después vinieron dos vecos doctores, jovencitos y con sonrisas muysladquinas , y traían un libro de imágenes. Uno de ellos dijo: -Queremos que mire estas cosas y nos cuente lo que piensa. ¿De acuerdo? –¡Qué va! El que se va a morir es este siglo que está muy viejo. Yo no. Pienso enterrar al milenio y vivir hasta los ciento quince años. O más. –¿Mal? -repitió elveco, muyscorro y astuto, medio encorvado y mirándome, pero siempre meciéndose. De pronto le llamó la atención un anuncio en la gasetta, que estaba sobre la mesa: unaptitsa joven ysmecante , con losgrudos sueltos, que pregonaba, hermanos míos, las Glorias de las Playas Yugoslavas. Y después de comérsela en dos bocados, elveco repitió: -¿Por qué piensas que algo anda mal? ¿Acaso estuviste haciendo lo que no debías, sí? Epa. Yecamos de regreso a la ciudad, hermanos míos, pero justo a la entrada, no lejos de lo que llamaban el canal industrial,videamos la aguja indicadora del combustible que casi se caía, precisamente como nuestras propias agujas, ja, ja, ja, y el auto tosía cashl cashl cashl. Pero no había mucho de qué preocuparse, porque allí cerca las luces azules de una estación ferroviaria se apagaban y encendían, se apagaban y encendían. La cuestión era si dejaríamos el auto paraque losobiraran losmilitsos o si (ya que andábamos con ganas de destruir y matar) le daríamos una buenatolchocada hacia las aguasstarrias para presenciar un hermoso y ruidosoplesco antes que acabara la noche. Decidimos estoúltimo, y después de bajar y soltar los frenos, los cuatro lotolchocamos hasta el borde del agua sucia, que era como melaza mezclada con productos del agujero humano, y allí le dimos untolchocojoroschó y adentro se fue. Tuvimos que retroceder de un salto para que la roña no nos salpicase losplatis, pero allá fue, esplussssshhhh y glolp glolp glolp, discreta y suavemente. -Adiós, viejodrugo -exclamó Georgie, y el Lerdo lo acompañó con una gran risotada de payaso-: Ju ju ju ju. -Nos acercamos a la estación para abordar el tren al centro, como se llamaba entonces al sector medio de la ciudad. Pagamos sin chistar nuestros pasajes, y esperamos correctamente y sin escándalo en la plataforma,y el viejo Lerdo se puso a jugar con las máquinas tragamonedas, pues tenía loscarmanos llenos de pequeños níqueles; y si hubiese sido necesario se habría dedicado a distribuir barras de chocolate a los pobres y los necesitados, aunque no había ninguno por ahí, y luego llegó resoplando el viejo expreso, y subimos a un coche del tren, que parecía casi vacío. Para entretenernos durante el viaje de tres minutos jugamos con lo que ellos llamaban el tapizado, y arrancamos unos lindos yjoroschós pedazos de las tripas de los asientos, y el viejo Lerdo descargó la cadena sobre elocno , hasta que el vidrio crujió y saltó dejando entrar el aire invernal. Pero todos estábamos fuera de caja, cansados y aplastados, pues la noche nos había obligado a gastar un poco de energía, hermanos míos; sólo el Lerdo, como el payaso y animal que era, parecía mejor que nunca, todo sucio y despidiendo unvono de sudor que era una de las cosas que yo tenía contra el viejo Lerdo. –Y nos lo pasábamos del uno al otro como pelota de pingpong. ¡Qué noche más caliente, hermano! Eso es repulsivo e innoble..

Lou Nicholes
Presentando Family Times: Lou Nicholes

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Somos una familia misionera que ha ministrado con Word of Life Fellowship desde 1962. Esta es una organización internacional de jóvenes fundada por Jack Wyrtzen, con sede en Schroon Lake, Nueva York. Lou Nicholes creció en una pequeña granja en el sureste de Ohio.

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