15 de enero de 2025
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Ya llevás esperándola diez minutos cuando la ves entrar, con un abrigo largo, negro, y debajo un conjunto de paño gris. Desde el viaje a la selva guerrillera ha corregido el desaliño que la mantenía clavada en la adolescencia, como si su edad avanzara entonces con más lentitud que el tiempo. La ves abrirse paso entre las jaurías del bar y advertís cuánto ha madurado en pocos días, con qué elegancia mueve hacia un lado y otro su cabellera oscura. –Sí -dice Verónica-, dijo attenti piatti. Y antes dijo que va a llover. –Qué se habrá creído tu madre? -le dijo-. Llevo años aguantándole que se acueste con un kinesiólogo del hospital y ahora, no conforme con eso, se ha ido a vivir con él. –No es el diario, Camargo. Es tu hija. –No te das cuenta – dijo de ella- Quiere matarse. –Caramba -dijo Verónica. 1 Y me ponía a enrollarle un «vareto» con una torpeza de neófito. Pasando elDuque de Nueva York,en dirección al este, se levantaban edificios de oficinas, luego lastarria y carcomidabiblio y elbolche edificio llamado Victoria, seguramente por alguna victoria; y luego se llegaba a las casasstarrias de la llamada ciudad vieja. Aquí se levantaban algunos de los antiguosdomos realmentejoroschós , hermanos míos, habitados porliudosstarrios, viejos coroneles ladradores armados de bastones y viejasptitsas enviudadas y damas sordasstarrias aficionadas a los gatos y que, hermanos míos, no habían sentido el toque de ningúncheloveco en todos los días de la purísimachisna . Y en esas casas había, es cierto,veschesstarrias que valían dinero en el mercado turístico: cuadros y joyas y otrascalasstarrias de la misma clase, de laépoca anterior al plástico. Así que nos acercamos discretamente aldomo llamado Manse, y afuera había focos de luz sobre postes de hierro, como guardando los dos costados de la entrada, y también una luz más penumbrosa en uno de los cuartos de abajo, así que buscamos un lugar oscuro en la calle para mirar por la ventana dentro de la casa. Esta ventana tenía barrotes de hierro, como una prisión, pero pudimosvidear claramente lo que pasaba adentro. Cruzamos una avenida, lloviznaba. Durante unos segundos la sentí dócil, en esa actitud indefensa, como de recuperada castidad, con que en momentos como aquél la mujer reaparece sobre la tierra, en estado de pureza. De pronto, se puso rígida. Abrió muy grandes los ojos. Me pareció que había llorado, pero no fue eso lo que me asustó: fue su gesto, como de terror Pregunté qué pasa, y ella, tapándome la boca con la mano murmuró callate. Abajo, en el jardín, el ruido de un motor. Era tan absurdo que me tranquilizó. Innecesariamente, la interrogué con la mirada, sin poder evitar una sonrisa. Vestite, dijo Verónica, vestite rápido, por Dios. Era, en efecto, el doctor Cantilo. Una vieja novela francesa, pensé. Si esto no me pasa a mí, no le pasa a nadie. Julien Sorel, querido lector, saltará en calzoncillos por la ventana y lo perseguirán a pistoletazos. En cinco segundos consideré por lo menos tres posibilidades. Yo, muerto. O extraordinariamente encerrado en un histórico ropero barroco portugués. O enfrentando con frialdad la reacción poderosa del doctor Roque Cantilo: me vi, en esta parte, desnudo y jugándome en los labios una sonrisa glacial; pulverizando con un ademán los arrestos del estupefacto o enloquecido esposo. Pero, por instinto comprobéa priorique la situación era insostenible. Un ser humano en cueros ante otro totalmente vestido que lo increpa, que blande quizá la manija del coche o le da una patada, ni aunque fuera Casanova se hallaría en igualdad de condiciones. Supongamos que lo desarmo y lo mato. Era peor. Así que tomé el ómnibus al centro de la ciudad, y luego el que va a la avenida Kingsley, porque el edificio 18A está ahí cerca. Créanme, hermanos, si les digo que el corazón me hacía clop clop clop a causa de la excitación. Todo estaba tranquilo, pues era temprano y una mañana de invierno, y cuando entré en el vestíbulo del edificio no había ningúnveco por ahí, sólo laschinas y losvecosnagos de la Dignidad del Trabajo. Lo que me sorprendió, hermanos, fue el modo como los habían limpiado, de modo que ya no les salíanslovos sucios de lasrotas a los Trabajadores Dignificados, ni se veían tampoco las partes indecentes del cuerpo que losmálchicos de mente sucia aficionados al lápiz habían dibujado en losplotos desnudos. Y también me llamó la atención que el ascensor funcionara. Vino zumbando cuando apreté elnopca eléctrico; entré y me sorprendió de nuevovidear que todo estaba limpio dentro de la jaula. Leopoldo Marechal,Adán Buenosayres –Sí. Vos también. La mayoría de nosotros. Estamos en el bar del teatro Arlequín. Son las diez de la noche y el inodoro acaba de entrar con el jujeño y dos mujeres. El bar está casi metido en la sala, todavía a oscuras.Pentesilea,dice un cartel, también dice que uno puede ver la función desde allí mismo o trasladar su silla adonde guste. Hemos terminado con la noción de espacio, todo esto es sueño, y el sueño viste sombras de bulto bello en cualquier parte. No puedo evitar imaginarme a Pentesilea entre las mesas, rodeada de su jauría, chumbándolo a Oxo, despedazador de jabalíes, y a Melampo que no tiembla ante los leones (¿o ése era Halicaion, de dura pelambre?), clamando por las Furias, gritándole a Ananké que la siga y saliendo todas por el lado de la máquina de calentar salchichas con sus arreos de guerra y sus elefantes en medio del vivo retumbar de los truenos mientras los espectadores varones les deslizan unos pesos en el escote, como a las turcas. Vos me estás diciendo algo pero no consigo escucharte. Una de las mujeres de aquella mesa es la señorita Cavarozzi; la otra, una paradoja. Piel humahuaqueña y ojos de acantilado. Verónica. Se llama Verónica pero yo todavía no lo sé. Verónica Solbaken. Está sentada algo lejos; y sin embargo oigo su voz. No es que la oiga, ya que ni siquiera está hablando; oigo su voz del mismo modo que huelo el tenue perfume de su pelo. Una voz grave, algo apagada, que rivaliza con la cegadora claridad del flequillo escandinavo. Santiago tiene aspecto de desamparo. Todavía no es del todo Santiago ni jujeño pero sonríe al verme, como quien reconoce en el destierro a un compatriota. Nuestro agrónomo también ha sonreído. Usa grandes calzoncillos blancos siempre planchados. Trato de imaginar el ombligo de Cantilo pero no puedo. No tiene ombligo. Ni ombligo ni otras partes del cuerpo. El pobre y viejo Lerdo, con su máscara de Pebe Shelley,smecó entonces ruidosamente y rugió como algún animal..

Lou Nicholes
Presentando Family Times: Lou Nicholes

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Somos una familia misionera que ha ministrado con Word of Life Fellowship desde 1962. Esta es una organización internacional de jóvenes fundada por Jack Wyrtzen, con sede en Schroon Lake, Nueva York. Lou Nicholes creció en una pequeña granja en el sureste de Ohio.

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