15 de enero de 2025
Comentario destacado
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Tardaron menos de media hora en llegar al acceso Oeste, y otro tanto en alcanzar la ruta 7, desde donde se desviarían por un camino provincial hacia la Azotea de Carranza. AI mediodía ya estaban en pleno campo. El cielo de julio era delgado, casi líquido, y destilaba un calor africano: las estaciones en la pampa jamás obedecen a su ritmo natural y están acostumbradas a hacer lo que les da la gana. Cruzaron campos donde el trigo, aún verde, apenas asomaba la cabeza, y otras tierras a medio arar y roturar, pero después del río Salado todo era sequedad y torbellinos de polvo. Las vacas se movían con paciencia de santas en esa aridez amarilla y las escuálidas casas que se divisaban desde la ruta estaban vacías, a merced del viento desorientado. No te movías; sólo me mirabas de ese modo. Sentí que debía hacer y decir algo apaciguador. Puse mi bota sobre el puente de tu nariz, con suavidad, y dije una estupidez. –Sale sin cambios, sí. No ha pasado nada. ¿Puedo entrar un momento? Me fui. Una solución razonable era rehacer todo nuestro trayecto al revés hasta llegar a alguna parte. Cuando pasé por la Cañada, el monstruo, babeante y sardónico, todavía estaba allí. En el diario casi todos tenían la maldita costumbre de dirigirse a él en plural. Al pasar frente a esa tumba mi niño y yo meditando (meditando sobre los sinsabores de esta vida terrena y las incertidumbres humanas comparadas con lo seguro de la eternidad), el guardián de la tumba, un muchacho, una belleza, se disgustó porque sin querer miramos. "¡Qué! -dijo todo malgeniado-. ¿Se les perdió algo?" Y luego, en voz baja, como rumiando, con uno de esos odios suavecitos que me producen por lo intensos una especie de excitación sexual nerviosa que me recorre el espinazo musitó: "Malparidos…" Entonces recordé la parte del bastón nudoso. Mirándolo de reojo, me agaché. Busqué a tientas algo de tamaño razonable. Mis dedos tropezaron con una enteca ramita de ligustrina. No me importó. El relato aumentó las ventas de El Diario y desató un sinfín de polémicas entre los lectores. Otra vez Sicardi llamó a Reina para anunciarle que le duplicaban el sueldo: la empresa quería disuadir así a las radios y canales de televisión que seguían tentándola con ofertas fastuosas. Habían pasado apenasdos años desde el incidente en el monasterio de Los Toldos y ya era una de las diez personas mejor pagadas de la redacción. El Diario (o Camargo, daba igual) le había asignado un equipo propio, que incluía al resignado Insiarte y a otros dos cronistas impacientes por alcanzar la misma gloria rápida de la jefa. Reina se aficionó a dar órdenes. Jamás había pensado que ese ejercicio pudiera ser tan placentero, y lo perfeccionaba volviéndose cada día más implacable y exigente. Adoptó la costumbre de poner los pies sobre el escritorio y reclinar el asiento hacia atrás, como Camargo, sosteniendo la nuca con las manos. Algunos pensaban que era una parodia, pero Reina lo hacía sin pensar, creyendo que ese gesto desaliñado indicaba un cierto poder, de la misma manera que había fumado cigarrillos a los quince años para sentirse adulta. –Hola -dice Verónica, repentinamente a mi lado. Yo tengo entre las manos un desnudo de mujer ostensiblemente parecido a Verónica. Levanto la cabeza y encuentro sus ojos, los acantilados. -Te gusta -pregunta. –Ustedes son muy jóvenes -dije-. Demasiado jóvenes. No aceptanmilitsos de esa edad. –No se preocupe por mí. Haga lo que le digo. El editor de Política está inquieto porque nadie logra encontrar el rastro del vicepresidente desde la noche de la renuncia. Ha desconectado los celulares, se niega a todos los pedidos de entrevistas y ni siquiera atiende a sus amigos íntimos cuando lo llaman. Camargo supone que oculta alguna información gravísima y que prefiere no hablar a mentir. –¡Jua, jua, jua! -se burlaba con una risa horrísona, que ni la cantata «Edipo Rey» de mi difunto maestro de armonía Roberto Pineda el sordo. –Su vuelto, señor. –Qué clase de médico es usted? -replicás, indignado-. Le he pagado una fortuna para que cure a mi hija y ahora sigue diciéndome que debemos esperar.?Son ustedes los que se ocupan de ella o es su organismo el que se defiende solo? Si no lo ha intentado todo, inténtelo. ¿Por qué no le han hecho el trasplante de médula que me prometieron? Bastián seguía sentado. Me miraba torciendo la cara. Santiago le puso entre las manos la cantimplorita y fue hacia la puerta. Bastián no hizo un gesto. Sin dejar de mirarme, dijo: Si a mi abuela yo le hubiera dicho que Dios no existe, se habría puesto a rezar por mí. Pero la Loca me discutía. ¡Ay Dios, qué no hice por iluminar esta alma roma, por hacerle llegar a la oscuridad de sus sesos tercos unas cuantas luces! Anotó el número en un papel amarillo. Ella se levantó y los bordes suaves de su cuerpo quedaron subrayados por la luz de las pantallas. Vaya a saber qué hay debajo de esa ropa barata, se dijo Camargo. Vaya a saber qué hay dentro de esa mujer. Y a propósito, cuál era la idea del abuelo al intentar unirse a Ramírez. A ver si no había entendido mal. Salvar la Confederación, hacer fuertes a las provincias amenazadas por el centralismo de Buenos Aires, consolidar desde adentro el país real, mientras los generales se hacían la gran fiesta corriendo a los últimos gallegos que ya no sabían quién gobernaba España ni qué estaban haciendo en este infierno. "No te voy a permitir que hables así de la campaña de San Martín", dijo violentamente Verónica, con una pasión tan sorprendente y repentina que Esteban creyó intuir por un segundo qué clase de mujer había sido la abuela Aasta y qué era realmente lo que quería el abuelo Laureano. Consolidar a sangre y fuego el sueño de la Confederación, poner sitio a Buenos Aires si hacía falta, ir a sacarlo a Juan Manuel de Rosas de los Cerrillos y obligarlo a decidirse entre sus achuras y la patria federal. "Algo así", dijo resentida Verónica, "lo mismo que vio San Martín que había que hacer cuando volvió del Perú". Y Esteban iba a decir algo al respecto, pero prefirió callarse. "Qué porquería estás pensando", dijo Verónica. Nada, nada. Ninguna cosa mala contra nadie. ¿Y una industrica? La industria aquí está definitivamente quebrada: para todo el próximo milenio. ¿Y el comercio? Los asaltan. ¿Y servicios? ¡Qué servicios! ¿Poner una casa de muchachos? No los pagan. El campo también es otro desastre. Como está tan ocupado en la procreación, el campesino no trabaja. ¿Y de qué viven? Viven del racimo de plátanos que le roban al vecino, hasta que el vecino no vuelve a sembrar. No, el amor aquí no tiene alicientes. Es una chimenea sin leños que se mantiene como por milagro, ardiendo apagada..

Lou Nicholes
Presentando Family Times: Lou Nicholes

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¿QUÉ SACÓ DE TU TIEMPO DE SILENCIO HOY?

Esta es una pregunta que Jack Wyrtzen me hizo en una conversación telefónica hace muchos años. Me gustaría hacerte la misma pregunta. Me quedé sin palabras porque no tenía un plan para leer la Palabra de Dios todos los días y compartirla. Como resultado, esta pregunta cambió el curso de mi vida al leer la Palabra de Dios y compartir mis pensamientos con mi familia y otras personas todos los días. Si deseas recibir estos pensamientos, solo haz clic en el botón a continuación y es gratis .

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Somos una familia misionera que ha ministrado con Word of Life Fellowship desde 1962. Esta es una organización internacional de jóvenes fundada por Jack Wyrtzen, con sede en Schroon Lake, Nueva York. Lou Nicholes creció en una pequeña granja en el sureste de Ohio.

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