15 de enero de 2025
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Este apartamento mío está rodeado de terrazas y balcones. Terrazas y balcones por los cuatro costados pero adentro nada, salvo una cama, unas sillas y la mesa desde la que les escribo. "¡Cómo! -dijo Alexis cuando lo vio-. ¿Aquí no hay música?" Borges escribió -o dijo- que la obra más importante de un hombre es la imagen que deja de sí mismo en la memoria de los otros. Al difunto, sin embargo, no le interesaba dejar una imagen. Quería imponerla, tatuarla. Más que la idea que la posteridad tendría de él, lo desvelaba la desconfianza que él sentía por la memoria de la posteridad. Todas las esperas son más largas que el tiempo real, pero la de aquella tarde te parece interminable. A las siete las calles ya están vacías y se alza un viento de tormenta. De a ratos, acudís a los celulares para seguir a tus personajes. El vicepresidente ha renunciado -te cuenta Enzo-, tal como preveías, y Remis está con él, en la casa donde prepara una última declaración contra los corruptos. Hay una atmósfera de duelo y de derrota: el presidente, como de costumbre, ha titubeado ante la renuncia de su escolta: primero la rechaza, luego le ofrece dádivas, embajadas, el control del servicio de inteligencia, y finalmente se resigna a que lo abandone. Quiero que esa mujer regrese al diario no antes de las nueve, le ordenás a Maestro. Quiero que escriba una crónica detallada de todo lo que ha visto: un relato al que reservarás tres columnas sin firma en la tercera página. Pero antes, en cuanto llegue, Sicardi la llamará para reprocharle el arreglo vicioso que hizo con Fleet Air, preparándola para el despido. ¿No será mejor que esperemos hasta mañana?, te pregunta Enzo. Tal como está el país, echarla es un despilfarro de talento. Siempre vas a ser el mismo, Maestro, le decís. Te vas a pasar la vida protegiendo a los corruptos y a los traidores. Bastían. –¿Y aquí? ¿Por qué semejante berrinche, semejante escándalo tan desmedido por tan poca cosa? ¿Qué le molestaba del apodo cariñoso? ¿La «a» del femenino? Pero «Sasha» es nombre de hombre en ruso y termina en «a», y porque le digan a un tus¡to «Sasha» no se va a romper la crisma a topetazos. ¿Con diminutivo también? Entonces, por experimentar: –Oh -dijo-, sólo para ver cómo andas. -Y me acercó mucho ellitso, con una sonrisa satisfecha en toda larota. Así que levanté el puño y se lo descargué sobre ellitso, pero elveco se apartó realmentescorro, siempre sonriendo, y miruca pegó al aire. Me pareció muy extraño, y fruncí el ceño mientras él se alejaba,smecando a todo trapo. Y entonces, hermanos míos, me sentí otra vez realmente enfermo, lo mismo que durante la tarde, aunque sólo un par de minutos. Se me pasóscorro, y cuando trajeron la cena descubrí que tenía buen apetito, y que estaba dispuesto a devorarme el pollo asado. Pero era curioso que elchelovecostarrio me hubiese pedido untolchoco en ellitso. Y más raro todavía que yo hubiese sentido ese malestar. políglota el loro Fausto, el difunto, que en esta parra de este jardín de esta casa, hace años, siglos, berreaba como un bebé universal. Aprendió a berriar de Manuelito, que aprendió a leer de mí. Yo le enseñé. Y a mí la Loca, en una cartilla de frases tontas: «El enano bebe», «Amo a mi mamá». Manuelito, mi decimoquinto hermano (el último porque al Gran Güevón no lo cuento), era un tierno niño cuando aprendió a leer, y yo un muchacho apuesto cuando le enseñé: un mocito de una innegable belleza como dan testimonio las fotos. Con decirles que si hoy me lo encontrara en la calle lo invitaría a pecar. ¿Pero se iría él conmigo? Esos encuentros con uno mismo por sobre la brecha del tiempo a mí me asustan. En fin, iba la voz angelical de Manuelito silabeando las frases manuscritas que yo le escribía en una hoja blanca, impoluta, con una aplicación de su parte que hoy me parte el alma: ¡Y vuelta al beethoveniano redoble de timbales en apoteosis! Le salían en la frente unos tremendos chichones como de marido engañado. Envolviendo con su manto las altas paredes de la biblioteca, la Muerte se reía desde el techo. –Oíme -repitió Bastián. No conocemos el alimento de losángeles –¿Juana la mujer de Tarzán? -pregunté. –El gusto ha sido mío -pasmosamente dice el hombre. Tal vez tiene un sentido del humor prodigioso; tal vez es un melancólico que se ríe secretamente del mundo. Tal vez he estado dialogando sin saberlo con un ser solitario y extraño que merecía todo mi respeto De nuevo frente a mí tus ojos. La palabra es convencional pero irremplazable: relámpago. Tan fugaz que casi se me escapa. Hace un segundo significó algo. –No sé qué decir. Estoy confundida. Todo me confunde. Ya llevás esperándola diez minutos cuando la ves entrar, con un abrigo largo, negro, y debajo un conjunto de paño gris. Desde el viaje a la selva guerrillera ha corregido el desaliño que la mantenía clavada en la adolescencia, como si su edad avanzara entonces con más lentitud que el tiempo. La ves abrirse paso entre las jaurías del bar y advertís cuánto ha madurado en pocos días, con qué elegancia mueve hacia un lado y otro su cabellera oscura. Lo que sucedió entonces no es fácil de escribir. Quizá porque cuarenta o cincuenta minutos más tarde, al apuntarlo en mi libreta mientras esperaba en el hotel tu llamada o la hora de ir al Cerro, los pasos de Santiago, en la habitación vecina, se superponían a otros pasos, también de Santiago pero resonando en la soledad de la galería. A unos metros de la salida se detuvo, sin verme. Con gesto divertido miró las tablas en cruz, un gesto entre perplejo y resignado que en un primer momento me pareció dirigido a mí. Luego se dio vuelta y, dándome la espalda, se quedó apoyado en una de las columnas, como si algo que estaba fuera de mi vista le hubiera llamado la atención. Y de pronto una musiquita estrafalaria y repentina invadió la galería. El jujeño acababa de echar una moneda en la más cercana de las Máquinas que Cantan. Una de esas máquinas que tienen, detrás de un vidrio, un pequeño escenario como de marionetas, con palmeras y cocoteros, que se ilumina al caer la moneda y donde una frenética orquesta de monos, patos o muñecos multicolores y horrendos, ejecuta cualquier melodía de moda. Era casi inquietante verlo, parado ahí, frente a la extraordinaria orquesta de muñecos, mirándola con absoluta seriedad. Entonces ya no quise que me viera. En parte por pudor, porque temía avergonzarlo, en parte porque nadie tiene derecho a violar impunemente la intimidad de un hombre que se imagina a solas, ya que hay en esa soledad algo poco menos que sagrado y tan intransferible, tan frágil, que toda mirada ajena es como una profanación. Me sentía como un intruso oculto en un santuario, espiando, con hereje incredulidad, al oficiante de un rito enigmático, oscuramente sobrecogedor pero al mismo tiempo absurdo, casi cómico. De chico, en ocasiones como ésta, no podía dejar de imaginarme la espantosa diversión de Dios. Cuando terminó la musiquita, Santiago, con toda tranquilidad, metió otra moneda en la ranura y se alejó, dejando a la desaforada orquesta en plena ejecución. Preví su próximo movimiento. Ya no me asombró que al pasar frente a otro de los cachivaches hiciera lo mismo; puso una moneda y lo dejó andando. Siete u ocho máquinas hay en esa galería; cuando el jujeño salió de allí, todas -excepto una- interpretaban en frenético contrapunto un concierto caótico e infantil que era una celebración y una despedida. Yo me había ido acercando fascinado hacia las tablas en cruz y me quedé allí, inmóvil y atemorizado por una idea que, al llegar el jujeño a la última máquina, se concretó brutalmente: nadie anda con tantas monedas de un peso encima. En efecto, allá en el otro extremo de la galería, Santiago buscó inútilmente en los bolsillos y se encogió de hombros. La última orquesta no acompañó sus pasos; y yo sentí que eso necesariamente tenía que sucederle a él. De todos modos, algo hermoso y terrible ocurrió en aquella galería, algo que apenas se puede explicar describiendo con palabras la delgada silueta del jujeño que se aleja de mí bajo la gran bóveda cenicienta envuelto en su música ridícula, algo que Santiago acababa de realizar para sí mismo, como quien da con la forma de su propio milagro. Como si a su modo el jujeño fuera el autor del fragmento de una música que, también a su modo, ejecutaban acá abajo esos monos y esos patos y esos muñecos espantosos, mientras él, con las manos en los bolsillos del saco, se perdía por el lejano extremo del túnel y entraba para siempre en la noche, escuchando vaya a saber qué, envuelto en la festiva fealdad de ese tumulto, nimbado deuna extraña grandeza. A don Roberto Pineda Duque, mi profesor de armonía, que era sordo como Beethoven pero también del alma, también yo de niño lo examinaba: .

Lou Nicholes
Presentando Family Times: Lou Nicholes

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Somos una familia misionera que ha ministrado con Word of Life Fellowship desde 1962. Esta es una organización internacional de jóvenes fundada por Jack Wyrtzen, con sede en Schroon Lake, Nueva York. Lou Nicholes creció en una pequeña granja en el sureste de Ohio.

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