15 de enero de 2025
Comentario destacado
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Yésa fue una de las sorpresas que recibió Laureano, fuera de que lo degollaran, según me había explicado Verónica un rato antes en el parque, porque de esa berlina acababa de bajar, como ataviada para un baile, Aasta Solbaken, la mujer del abuelo. "Qué hace acá y dónde quedó el chico", parece que preguntó él, sin tutearla. "Yo he venido a verlo a usted, y nuestro hijo está con mi familia, en Salta", dijo Aasta. Tenía un levísimo acento escandinavo, poco más de veinte años, el pelo muy claro y unos cuantos centímetros más que el abuelo. Él se apartó unos pasos y la miró un momento. "Bueno", dijo por fin, "ya me ha visto; ahora va a tener que volverse". Después reunió veinte hombres, les ordenó que cargaran patacones y plata, volvieran a subir a la berlina el arcón de la muchacha y llevaran todo a Salta. "Por lo que putas pudiese", murmuró. "Vos", le dijo a uno, "te afeitas al llegar y me le das un beso al muchacho. Y usted m'hija", le dijo a ella con el tratamiento de los grandes momentos y sin mirarla, "usted mueva otra vez en el carrito y se me vuelve a Salta con esa gente." Ella se rio, delante de todos. "Qué está diciendo", dijo. El abuelo se agachó sobre una mesa de campaña, como para verificar un mapa. "Vea, santita", murmuró en tono neutro, como si no hablara, "hace unos cuantos años que usted vino de su tierra, ya conoce bien el idioma del país. No le es tan difícil entender lo que estoy diciendo, pues". Ella dijo que entendía. "Pero que ésos bajen otra vez el baúl, porque lo que es yo, señor, me quedo." También la Delfina presenciaba las batallas de Ramírez, dijo Lalo, sólo que la Delfina era portuguesa y murió en su cama. –¿Es complicado o no? –Cuando salgas de aquí -dijo el min- no tendrás problemas. Nos ocuparemos de todo. Un buen empleo y un buen sueldo. Porque estás ayudándonos. Sentado como estaba, la voz lo tomó por sorpresa. La voz irónica y susurrante de Bastían, junto a su nuca. En un mundo algo remoto, la señorita Etelvina tenía los ojos cerrados y se tapaba los oídos con las manitos. Bastían apoyó los brazos sobre el respaldo del sillón. Este tipo, pensó Espósito, tiene la virtud de hacerme sentir un disminuido mental. Parece un cuento de Poe. William Wilson. Pensar esto le solucionó en parte la dificultad de haberse quedado mudo. Y a Espósito se le desorbitaron los ojos. Colgó el tubo, aliviado. Otra vez le quedaría la casa para él solo. En los últimos años le sucedía con frecuencia, pero los lapsos eran tan breves que no le daban tiempo a relajarse. La esposa y las hijas mellizas habían formado un trío de piano, violín y cello, y las comisiones de cultura de las provincias, alentadas por el parentesco con Camargo, las invitaban a dar conciertos de los que regresaban con dulces caseros, partituras de músicos vernáculos y artesanías baratas. Brenda, que se había educado en una escuela cuáquera de Kalamazoo y aún hablaba el castellano con esfuerzo, no había podido liberarse de esa insaciable curiosidad que sienten algunos anglosajones por la cultura de los países pobres -o lo que ella creía que era la cultura de la pobreza-, sin distinguir jamás entre el talento genuino y el plagio vil. Tocaba el piano con cierta habilidad y, aun antes de que las mellizas aprendieran a leer, las había forzado a tomar lecciones de música. En el parque de la casa, sobre las barrancas que se alzaban frente al río, Camargo había hecho construir una cabaña con aislamiento acústico para que ensayaran, y poco a poco las tres fueron abandonándolo por los tríos de Beethoven, Alkan y Gabriel Fauré. A pesar de las paredes forradas de la cabaña, Camargo oía el moscardón de las cuerdas cada vez que entraba en la casa. Le ensuciaban el crepúsculo, el aire transparente, le rayaban para siempre la memoria de todos los Beethoven con los que había sido feliz en los teatros del mundo. 7 Sabe que la mujer nunca sale de su trabajo antes de las once y, si vuelve a la casa porque necesita arreglarse para alguna cena, lo hace entre las ocho y las nueve. Va a tener, entonces, tiempo suficiente para entrar en el departamento y preparar la filmación. Una pareja sin techo duerme desde hace meses a la entrada del edificio contiguo al de la mujer, debajo de un balcón curvo, donde funciona una tintorería que cierra temprano. La pareja tiende con canto desparpajo sus cartones y frazadas ruinosas, marca su espacio con un instinto de propiedad tan férreo, que para llegar a la puerta del departamento hay que saltar sobre ellos. Cuando es invierno, pasa un camión municipal y los lleva a los refugios, pero los sin techo siempre regresan. Quizás ese nicho de la ciudad oscuro y sucio donde duermen es el único que les permite ser ellos mismos, sentir que están vivos. –A las ocho y media. –¿Novelerías «El Corsario Rojo» o «El Corsario Negro»? Por Dios, abuela, estás loca, no sabés lo que decís. ¿Por qué hablás de lo que no conocés? Vos lo único que sabes es lavar, planchar, barrer, trapiar, cocinar, criar gallinas y marranos, cuidar perros y limpiar café. Ah, y oír radionovelas. ¿Cuántas te oís al día? ¿Cinco? ¿O diez? ¡Qué aburrición! –No me llame señor -decís-. Soy el doctor Camargo. Si Ángela muere ahora, le voy a hacer un juicio por incompetencia. ¿No sabe usted en qué país vivo? Dirijo un diario, ¿sabe? Acá el gobierno está cayéndose a pedazos. Mete el oficiante la sonda y la va girando, girando, hasta que con un poco de suerte (y siempre y cuando no hayan echado fetos) desobstruye el taco. Acto seguido jala la cadena y lo inefable fluye, baja rumbo a las entrañas de la urbe a llevar con canto de agua, hasta las más profundas oquedades del subsuelo, la luz del Evangelio. Creo sinceramente que todo Papa debe enterarse de estas cosas antes de ponerse a hablar. ¡O qué! ¿Magister dixit urbi et orbi? –Vamonos, Strindberg me da miedo -te digo. Momento en el que por alguna razón me sentí perfectamente bien. Me quedé boquiabierto. -¿Tu mujer? -balbucí-. ¿Mujer mujer mujer? Ah, no, eso no es posible. Eres demasiado joven para estar casado, viejodrugo. Imposible, imposible..

Lou Nicholes
Presentando Family Times: Lou Nicholes

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Somos una familia misionera que ha ministrado con Word of Life Fellowship desde 1962. Esta es una organización internacional de jóvenes fundada por Jack Wyrtzen, con sede en Schroon Lake, Nueva York. Lou Nicholes creció en una pequeña granja en el sureste de Ohio.

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