15 de enero de 2025
Comentario destacado
Binding dissertation
Estaba oyendo un recuento, un balance, de las sinvergüencerias del Congreso en el año que pasó. Nos sentamos frente a la clase. La cátedra, un escritorio de color totalmente inadecuado, brillante, era demasiado pequeña para que nos ordenáramos cinco personas a su alrededor, a saber: la señorita Cavarozzi, Santiago y yo, un bigotudo poeta místico que había conocido la noche anterior y una persona de sexo indefinido que poralgún motivo comenzó a hablar sobre el Libro de Job y la palabra hebreaBehemot.Desde el jardín, un rayo de luz caía exactamente sobre un gran tintero y de allí a mis ojos. Behemot, maestro y copero mayor al que la Escritura describe como un monstruo fabuloso, símbolo de la glotonería, y al que algunos científicos identifican con el mastodonte, hoy extinguido. "Extinguido un cazzo", leí en los labios sonrientes del cura que estaba junto al doctor Urba. Volvió a sonarse y yo aproveché para pedirle al jujeño que me dejara sentar en su sitio. Hicimos, me parece, bastante ruido. Entonces me di cuenta de que aquello ya estaba en el aire: es decir, la clara relación entre tu ausencia y yo. Santiago no podía dejar de haberla advertido. Una o dos horas antes, ¿no me había preguntado por vos en el hotel? A qué venía esta repentina discreción. O yo era muy imbécil o carecía por completo de sentido que todavía no me hubiese dicho, irónicamente o incluso de buena fe, cómo era que vos no estabas. En algún momento -en el preciso momento en que nos cambiábamos de lugar- creí ver cierta chispita suspicaz en la mirada de la señorita Cavarozzi; ella también se había dado cuenta de algo. Y esto ya era demasiado. Un malestar violento y creciente fue apoderándose poco a poco de mi ánimo, sobre todo cuando comprendí que si yo estaba en aquella mesa era porque en cualquier momento iba a tocarme intervenir, y no tenía ni la más remota idea de qué era lo que se estaba discutiendo, si es que se estaba discutiendo algo. La voz había cambiado. El que hablaba ahora era el poeta místico de grandes bigotes. Mientras yo metía disimuladamente la mano en el portafolio, buscando el frasquito de Dexamil, oí no sé que cosa acerca de la misión redentora del artista, de su pureza esencial. Vi allá al fondo la mirada tártara y socarrona del doctor Urba; vi, ome pareció ver, la gorda manaza del goliardo cayendo amistosamente sobre el muslo del astrólogo. "Profesore", leí en sus labios, "aquesta mesa redonda e un reverendo sorete, me escabuyo a la cantina." Aplaudió, obligó a que todo el mundo aplaudiera, se levantó sonriente e, inclinando su cabeza de león hacia nosotros, se fue. El Poeta Místico, con redoblado fervor, hablaba ahora del Paráclito y de sí mismo, y para colmo el frasquito no aparecía por ningún lado. Miserable intermediario, oí, miserable intermediario entre Dios y los hombres. La idea me puso frenético, las dos ideas:la de Que Dios pudiera realmente hablar por boca de aquel bigotudo, y la idea de que me hubiese olvidado las anfetaminas en el hotel. De pronto las encontré. Él decía que la belleza sólo puede ser insuflada por el Ordenador de toda belleza, y yo, maniobrando con el pulgar y el índice dentro del portafolio, destapé por fin el frasquito, pero las pastillas se desparramaron cuando quité el algodón. Porque el artista verdadero no tiene nada que ver con la anormalidad y cómo no pensar, oí, a qué alturas hubiera llegado una pobre alma como la de aquel gran desdichado (¿cuál?) de haber sido no recuerdo qué, porque, al llevarme dos cápsulas a la boca, vi que la mirada astral del profesor Urba no había perdido uno solo de mis movimientos. Traté de correr hacia mí la carpeta con el temario y, sin ninguna razón, describiendo un semicírculo, el gran tintero rodó sobre el escritorio. Me mirabas con desconfianza. Una chica abrazada a un juguete que no quiere compartir. Bajaste los ojos y me observaste las manos con una fugaz expresión de hostilidad; después, echándote hacia atrás en la silla, estiraste los brazos y cruzaste los dedos sobre los míos, como quien aparta algo. Pudo ser la primera vez que me tocabas. Podríamos decir, para simplificar las cosas, que bajo un solo nombre Medellín son dos ciudades: la de abajo, intemporal, en el valle; y la de arriba en las montañas, rodeándola. Es el abrazo de Judas. Esas barriadas circundantes levantadas sobre las laderas de las montañas son las comunas, la chispa y leña que mantienen encendido el fogón del matadero. La ciudad de abajo nunca sube a la ciudad de arriba pero lo contrario sí: los de arriba bajan, a vagar, a robar, a atracar, a matar. Quiero decir, bajan los que quedan vivos, porque a la mayoría allá arriba, allá mismo, tan cerquita de las nubes y del cielo, antes de que alcancen a bajar en su propio matadero los matan. "Mira Wílmar, fíjate ahora que lleguemos a la estatua, que tiene en el pedestal, entre los leones, el mármol rajado". Y efectivamente, el mármol del pedestal de la estatua de Córdoba del parque de Boston seguía rajado donde indiqué, desde hacía años y para toda la eternidad. Y es que mármol quebrado no se junta, como no se puede reinstalar en su cáscara un huevo frito. "Ese mármol, de una pedrada, yo lo quebré". Y no había tampoco vidrio de casa que resistiera una andanada nuestra de piedras y de maldad. La niñez es como la pobreza, dañina, mala. –También está el peligro de la muerte -dije yo-. Ya sea por lógica decrepitud del sujeto, o cualquier otro inconveniente. La vida en general es bastante peligrosa. Muy cierto. –En el hotel. Estabas en el hotel. Y… ¿de qué hablaron? Y al terrible matacuras que hay en mí, descendiente rabioso de los liberales radicales colombianos del siglo XIX como Vargas Vila y Diógenes Arrieta, de la Revolución Francesa, el marqués de Sade, Renán, Voltaire, sectario, hereje, impío, ateo, apóstata, blasfemador, jacobino, le dio en aquella ocasión un ataque de ira santa que casi lo mata. Sobrevivió porque estaba escrito en el libro del destino que había de escribir éste. Y aquí me tienen, viendo a ver como le atino a la combinación mágica de palabras que produzca el cortocircuito final, el fin del mundo. Punto y aparte, señorita. Y no me le vaya a poner cursiva a nada, que las detesto. Y a propósito, lo de «alto riesgo» del curita de Boston, ¿cómo lo puso? ¿Simple, o entre comillas? Esteban la miró. Se sentía anormalmente alerta, como poseído por una lucidez clarividente y enfermiza, pero poco a poco lo había ido ganando un malestar parecido al miedo, una inquietud creciente y sin origen preciso. Como alguien a quien, al caer la noche, comienza a resultarle desconocido y amenazante un camino, como si se hubiera perdido o estuviera a punto de perderse; sobre todo esto último, la inminencia de un peligro sin nombre, que hasta parecía irradiarse de los objetos. Esa lámina de San Jorge, por ejemplo. ¿Por qué lo andaba persiguiendo por la casa?, y su conversación con Cantilo, ¿podía haber ocurrido? Sobre una repisa vio un soldadito de madera. Era de la altura de un pulgar. Chaqueta roja con alamares dorados y una faja amarilla en la cintura. Alta galera, y una pluma colorada en la galera. "Pedíle que te los muestre", le había dicho Santiago la noche anterior. Muy bien, si se trataba de que el doctor Cantilo era capaz de tallar e iluminar este tipo de miniaturas, nuestro hombre estaba salvado para siempre. Lo incomprensible es que el jujeño, ya anoche, supiera que el doctor Cantilo necesitaría justicia hoy. Cada objeto, cada palabra, cada acto, por vagos o mínimos que fueran, parecían ocultar un significado, eran datos de una clave que le hubiera llevado años comprender. Como esas palabras de Verónica, un segundo atrás. Como ahora mismo la mirada de Mariano. Porque en algún momento de la noche Snoopy se llamó definitivamente Mariano, existió, nacióun día en un lugar preciso, en la Quinta verde, junto a la casa grande de los álamos, la casa de las muchas habitaciones y la leñera, con un jardín en ruinas al borde de una pequeña barranca por la que pasaba un arroyo, y tuvo un pasado en esa casa, una isla, una realidad muy anterior a esta noche, y entonces resultaba imposible defenderse de él encontrándole un parecido grotesco, porque la mirada de Mariano, una mirada llena de desolación y de pureza, era por alguna razón la peor de las amenazas. Pero como si él, pensó de pronto Espósito, estuviera luchando secretamente no contramí, sino a mi lado, disputándole a alguien oculto en la oscuridad no una mujer, sino algo más irrevocable y definitivo. O mejor, pensó, pero esto lo pensó mucho más tarde, mientras te buscaba en el parque bajo la lluvia, algo absoluto. Esteban se volvió hacia Verónica. Esa noche volvieron los zancudos del insomnio,«les musiciens», a zumbar sobre mi cama de juguete obra de Argemiro el loco. Mientras en el cuarto contiguo Darío deliraba y discutía en su delirio con los basuqueritos de la Carrera Séptima, yo en el mío, para no oírlo, me ponía a hacer el balance de la quiebra. Sacando cuentas esto no había sido más que un espejismo siniestro, una patraña burda de ilusiones liquidadas que por lo menos ya estaba llegando al final, en un tinglado que se caía a pedazos entre sombras rotas. Ascendí desdoblándome, y penetrando con mis ojos de búho, de lechuza, la oscuridad, vi abajo desde arriba, desde el techo, a ese pobre tipo en esa pobre cama al garete en el mar del tiempo. El tipo se levantó y caminó unos pasos hacía el sillón vacío, el sillón en que la abuela se sentó sus últimos años a esperar a la Muerte. La noche se desgranaba en instantes que pesaban como eternidades. –Ahora estamos lo mismo que antes, ¿sí? olvidemos lo pasado, ¿cierto? Caminaron hacia La Biela, frente al cementerio. El chofer del diario había estacionado el Mercedes en la esquina, pero Camargo le hizo señas de que esperara. El café estaba lleno de gente. Una mesa junto a la ventana se desocupó cuando entraron y Camargo se dejó caer en la silla. –No pienso contestarte. Esto no tiene sentido. Últimas semanas. Guarda en secreto estas palabras, dijo el Profeta. –¿Con quién? -Claro, elveco no conocía la jerganadsat , así que le aclaré: Apagó la luz a la una de la mañana pero no consiguió dormir. Dos o tres veces la sobresaltó el celular de Camargo. Lo oyó dar órdenes sobre el tamaño de las fotos, mover algunos títulos de lugar, discutir las torpezas de un párrafo. Hablaba con tono firme, pero en voz tan baja que las sílabasse le confundían. A ratos, las ventanas se iluminaban con relámpagos y la humedad crecía como si estuviera viva y no tuviera intenciones de retirarse. No, ahijadito. Nada deél. No a mí. No en este fatídico ómnibus a oscuras. Con confianza o nada. Estamos en la República Argentina de los años 60. Nada de cortesías. Ni siquiera en esta ciudad, ni siquiera en Córdoba de la Nueva Andalucía, viejo reducto español con su Universidad trisecular, su colegio de Monserrat y una iglesia católica en cada esquina. Bien mirado, nuestro encuentro tenía que ser aquí. ¿Dónde, si no? En este preciso instante nuestro Leviatán rueda sobre subterráneas catacumbas más o menos medievales donde se enterraba viva a la gente y hay calabozos con máquinas de tortura. Me siento como en casa. –Que cuando terminábamos el pan ya no teníamos ganas de comer budín..

Lou Nicholes
Presentando Family Times: Lou Nicholes

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Somos una familia misionera que ha ministrado con Word of Life Fellowship desde 1962. Esta es una organización internacional de jóvenes fundada por Jack Wyrtzen, con sede en Schroon Lake, Nueva York. Lou Nicholes creció en una pequeña granja en el sureste de Ohio.

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