15 de enero de 2025
Comentario destacado
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–Un pescadito de río, por ejemplo, como los que nos comíamos fritos a orillas del Cauca camino de La Cascada, ¿no se te antoja? –Tiene que firmar. –No vas a ir, entonces -admitió Maestro. –¿Siempre te despenas así? Que si, me decía desfalleciente con la cabeza y yo, sin perder un segundo, bajando a tumbos la escalera corría a prepararle el pescado que le había comprado la víspera y que tenía descongelándose desde por la mañana en el fregadero de la cocina en espera de que quisiera comer: no estaba, desapareció. –La hermana superiora creyó que estabas viendo el infierno, como en el primer libro de Paraíso perdido:… y aún de esas llamas no salía luz, sino más bien oscuridad visible. –¿Eh? ¿Quién? –Ah, al demonio -dije yo-. No lo sé, no lo sé. Ocurre que no me gusta despilfarrar los billetes duramente ganados, eso es todo. Esteban la miró. Se sentía anormalmente alerta, como poseído por una lucidez clarividente y enfermiza, pero poco a poco lo había ido ganando un malestar parecido al miedo, una inquietud creciente y sin origen preciso. Como alguien a quien, al caer la noche, comienza a resultarle desconocido y amenazante un camino, como si se hubiera perdido o estuviera a punto de perderse; sobre todo esto último, la inminencia de un peligro sin nombre, que hasta parecía irradiarse de los objetos. Esa lámina de San Jorge, por ejemplo. ¿Por qué lo andaba persiguiendo por la casa?, y su conversación con Cantilo, ¿podía haber ocurrido? Sobre una repisa vio un soldadito de madera. Era de la altura de un pulgar. Chaqueta roja con alamares dorados y una faja amarilla en la cintura. Alta galera, y una pluma colorada en la galera. "Pedíle que te los muestre", le había dicho Santiago la noche anterior. Muy bien, si se trataba de que el doctor Cantilo era capaz de tallar e iluminar este tipo de miniaturas, nuestro hombre estaba salvado para siempre. Lo incomprensible es que el jujeño, ya anoche, supiera que el doctor Cantilo necesitaría justicia hoy. Cada objeto, cada palabra, cada acto, por vagos o mínimos que fueran, parecían ocultar un significado, eran datos de una clave que le hubiera llevado años comprender. Como esas palabras de Verónica, un segundo atrás. Como ahora mismo la mirada de Mariano. Porque en algún momento de la noche Snoopy se llamó definitivamente Mariano, existió, nacióun día en un lugar preciso, en la Quinta verde, junto a la casa grande de los álamos, la casa de las muchas habitaciones y la leñera, con un jardín en ruinas al borde de una pequeña barranca por la que pasaba un arroyo, y tuvo un pasado en esa casa, una isla, una realidad muy anterior a esta noche, y entonces resultaba imposible defenderse de él encontrándole un parecido grotesco, porque la mirada de Mariano, una mirada llena de desolación y de pureza, era por alguna razón la peor de las amenazas. Pero como si él, pensó de pronto Espósito, estuviera luchando secretamente no contramí, sino a mi lado, disputándole a alguien oculto en la oscuridad no una mujer, sino algo más irrevocable y definitivo. O mejor, pensó, pero esto lo pensó mucho más tarde, mientras te buscaba en el parque bajo la lluvia, algo absoluto. Esteban se volvió hacia Verónica. –Ellos tienen la culpa -criché, pestañeando, pues losglasos me ardían-. Los bastardos estaránpiteando en elDuque de Nueva York.Agárrenlos, malolientes militsos. -Y ahí nomás recibí otromalencotolchoco y oí risas, oh hermanos míos, y la pobrerota me dolía más que antes. Y así llegamos al hediondo cuchitril de losmilitsos, y a patadas y empujones me ayudaron a salir del auto, y metolchocaron escaleras arriba, y comprendí que estos pestíferosgrasñosbrachnos no me tratarían bien,Bogo los maldiga. –Cómo una fiesta, en qué Cerro. –Será que estoy pareciéndome a tu jefe, como el país entero. No voy a darles la mano a esos dos ladrones, Enzo. No puedo. Me da asco. -Entonces, tampoco me la des a mí. Yo estoy en el mismo baile. La gorda traga con delicadeza de buchón. En un sector del aula hubo risas. Las chicas habían dejado de tomar apuntes. Es astuto, pensé, es un zorro lleno de cicatrices y cansancio. Alguien, desde el centro de la sala, le contestó en voz alta: Lo que sucedió entonces no es fácil de escribir. Quizá porque cuarenta o cincuenta minutos más tarde, al apuntarlo en mi libreta mientras esperaba en el hotel tu llamada o la hora de ir al Cerro, los pasos de Santiago, en la habitación vecina, se superponían a otros pasos, también de Santiago pero resonando en la soledad de la galería. A unos metros de la salida se detuvo, sin verme. Con gesto divertido miró las tablas en cruz, un gesto entre perplejo y resignado que en un primer momento me pareció dirigido a mí. Luego se dio vuelta y, dándome la espalda, se quedó apoyado en una de las columnas, como si algo que estaba fuera de mi vista le hubiera llamado la atención. Y de pronto una musiquita estrafalaria y repentina invadió la galería. El jujeño acababa de echar una moneda en la más cercana de las Máquinas que Cantan. Una de esas máquinas que tienen, detrás de un vidrio, un pequeño escenario como de marionetas, con palmeras y cocoteros, que se ilumina al caer la moneda y donde una frenética orquesta de monos, patos o muñecos multicolores y horrendos, ejecuta cualquier melodía de moda. Era casi inquietante verlo, parado ahí, frente a la extraordinaria orquesta de muñecos, mirándola con absoluta seriedad. Entonces ya no quise que me viera. En parte por pudor, porque temía avergonzarlo, en parte porque nadie tiene derecho a violar impunemente la intimidad de un hombre que se imagina a solas, ya que hay en esa soledad algo poco menos que sagrado y tan intransferible, tan frágil, que toda mirada ajena es como una profanación. Me sentía como un intruso oculto en un santuario, espiando, con hereje incredulidad, al oficiante de un rito enigmático, oscuramente sobrecogedor pero al mismo tiempo absurdo, casi cómico. De chico, en ocasiones como ésta, no podía dejar de imaginarme la espantosa diversión de Dios. Cuando terminó la musiquita, Santiago, con toda tranquilidad, metió otra moneda en la ranura y se alejó, dejando a la desaforada orquesta en plena ejecución. Preví su próximo movimiento. Ya no me asombró que al pasar frente a otro de los cachivaches hiciera lo mismo; puso una moneda y lo dejó andando. Siete u ocho máquinas hay en esa galería; cuando el jujeño salió de allí, todas -excepto una- interpretaban en frenético contrapunto un concierto caótico e infantil que era una celebración y una despedida. Yo me había ido acercando fascinado hacia las tablas en cruz y me quedé allí, inmóvil y atemorizado por una idea que, al llegar el jujeño a la última máquina, se concretó brutalmente: nadie anda con tantas monedas de un peso encima. En efecto, allá en el otro extremo de la galería, Santiago buscó inútilmente en los bolsillos y se encogió de hombros. La última orquesta no acompañó sus pasos; y yo sentí que eso necesariamente tenía que sucederle a él. De todos modos, algo hermoso y terrible ocurrió en aquella galería, algo que apenas se puede explicar describiendo con palabras la delgada silueta del jujeño que se aleja de mí bajo la gran bóveda cenicienta envuelto en su música ridícula, algo que Santiago acababa de realizar para sí mismo, como quien da con la forma de su propio milagro. Como si a su modo el jujeño fuera el autor del fragmento de una música que, también a su modo, ejecutaban acá abajo esos monos y esos patos y esos muñecos espantosos, mientras él, con las manos en los bolsillos del saco, se perdía por el lejano extremo del túnel y entraba para siempre en la noche, escuchando vaya a saber qué, envuelto en la festiva fealdad de ese tumulto, nimbado deuna extraña grandeza. Y yo inmóvil y él durmiendo y así empezaron a correr las horas y el revólver no venía solo hacia mí volando por el aire ni mi brazo se me alargaba a tomarlo. Entonces descubrí lo que no sabía, que estaba infinitamente cansado, que me importaba un carajo el honor, que me daba lo mismo la impunidad que el castigo, y que la venganza era demasiada carga para mis años. –Abuelita, ¿vos querés al abuelo? –Sí, a usted le habla..

Lou Nicholes
Presentando Family Times: Lou Nicholes

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Somos una familia misionera que ha ministrado con Word of Life Fellowship desde 1962. Esta es una organización internacional de jóvenes fundada por Jack Wyrtzen, con sede en Schroon Lake, Nueva York. Lou Nicholes creció en una pequeña granja en el sureste de Ohio.

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