15 de enero de 2025
Comentario destacado
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–Entonces ese muchacho y vos son primos. –Ya ves -dijo Camargo-. Hay que irse. Aquello es un dúo de tango: bandoneón y cantor. Ponen cara de culo cuando la gente habla. A las diez, después de verla dejar en la cocina la taza de té que acaba de tomar, Camargo llama a la puerta. A la mañana siguiente me desperté oh a las ocho oh oh horas, hermanos míos, y seguía cansado, gastado, abrumado y deprimido, y tenía losglasos cerrados de sueño verdadero yjoroschó, de modo que pensé no ir a la escuela. Se me ocurrió quedarme unmalenco más en la cama, digamos una hora o dos, y luego vestirme con tranquilidad, quizás incluso darme un chapuzón en la bañera, hacerme tostadas yslusar la radio o leer la gasetta, todoodinoco . Y por la tarde, después de almorzar, quizá podría, si se me daba la gana, irme a la viejascolivola y ver lo que estabavaritándose en ese gran templo del saberglupo e inútil. Hermanos míos, oí a mi pe gruñendo y tropezando, y luego marchándose a la tintorería donderabotaba , y luego a mi eme que me llamaba con unagolosa muy atenta, como hacía ahora que me estaba convirtiendo en un hombre grande y fuerte: Entonces P. R. Deltoid hizo algo que yo jamás hubiese creído, un hombre que tenía como función convertirnos a losmaluolos enchelovecos realmentejoroschós , y sobre todo con losmilitsos alrededor. Se acercó un poco y escupió. Escupió. Me escupió en ellitso, y después se limpió larota húmeda y escupidora con el dorso de laruca. Y yo me limpié y me limpié y me limpié ellitso escupido con eltastuco ensangrentado, y le dije: -Gracias, señor, muchas gracias, señor, eso fue muy amable de su parte, señor, muchísimas gracias. -Y ahí P. R. Deltoid salió sin decir unslovo más. Había en Santa Anita un naranjal y en el naranjal un naranjo que producía unas naranjas fantásticas, las «ombligonas», así llamadas por un botón arrugado como un ombligo que tenían en la cáscara. Dulces, dulces, dulces. Según mi abuelo, que era un hombre necio, sólo se podían cortar con la«medialuna» (un alfanjito filudo encajado en un palo que guardaba en su cuarto), y al atardecer: no arrancándolas a tirones con la mano bajo el solazo porque se secaba el naranjo. Para probarle que no, que no se secaba, y de paso que no nos iba a imponer su voluntad, con la indicada mano las arrancábamos a tirones bajo el indicado solazo. ¡Ay abuelo, las iras que te hacíamos dar por cariño! Te sofocabas, te sulfurabas, te calentabas, se te subía la adrenalina y se te bajaba la bilirrubina. Y con la adrenalina arriba y la bilirrubina abajo, congestionada la cara, sudorosa la frente, perdida la cabeza, echando chispas por los ojos y babaza por la boca se te salía lo Rendón. En uno de esos berrinches tremebundos te dio la embolia que te paralizó el lado izquierdo. –Mejor entremos -dije. El taxi seguía bajando y ya se sentía el calor de Medellín. Atrás se quedaban las casitas campesinas fulgurando, brillándome en el fondo de los Ojos, con sus corredores de chambrana, sus macetas florecidas, sus paredes encaladas, diciéndome adiós para siempre porque ya sabían, antes de que yo lo supiera, que estaba escrito en el libro del destino que nunca más nos volveríamos a ver. –¿Cómo? -Ahora me interesaba que pe hubiese soñado conmigo. Tenía la impresión de que yo también había soñado, pero no podía recordar bien qué.- ¿Sí? -dije, dejando de masticar mi pastel pegajoso. Bastían. El martes por la mañana, desde su escondite, llamó por teléfono al editor ejecutivo de O Estado y se quejó de que la información sobre el crimen era demasiado favorable a la víctima. «Están tomando partido en contra de mí, y se olvidan de que yo sigo siendo el director de ese diario», dijo. «La cobertura de Folha es mucho mejor que la nuestra. A ver si afinan la puntería.» La última frase no tenía un tono sarcástico porque ya toda forma de humor se había desvanecido en él. Aquella misma tarde escribió una carta de despedida a sus hijas mellizas. Les dijo que había perdido interés en vivir yque su defensa en un proceso largo y penoso era imposible. Luego tomó una dosis excesiva de Lexotanil, algo mas de ciento veinte miligramos, y se tendió en la rama a morir. Lo encontraron a las dos horas y lo rescataron del coma en que estaba sumido. Descendimos por el bulevar Marghanita y como no habíamilitsos patrullando por allí, cuando encontramos a unstarrioveco que venía del quiosco donde acababa decuperar lagasetta le dije a Toro: -Muy bien, Toro, adelante si así lo deseas. -En aquellos tiempos, cada vez con más frecuencia me limitaba a dar las órdenes yvidear cómo las cumplían. Toro se le echó encima y locracó , er er er, y los otros dos lo pisotearon y patearon,smecando todo el tiempo, y luego dejaron que se arrastrara gimoteando hasta donde vivía. No sé muy bien qué hice durante esas dos horas, antes de verte por primera vez, Graciela. Me acuerdo de veredas muy angostas con olor a garrapiñadas y de una tempestad de pájaros negros cayendo sobre los plátanos y los robles azules de la Plaza San Martín. Me acuerdo de una librería en la que estoy comprando el horóscopo de Aries yJohn Barleycornde Jack London. Al meterlos en el portafolio vi el otro libro. Unin-octavoencuadernado en rojo con una filigrana de oro en la tapa y, en uno de los tejuelos, un diminuto tridente entre llamitas del infierno. Muy bien, lo he robado de la biblioteca de la Dirección de Cultura de Córdoba: la señorita Etelvina Cavarozzi tendrá que dar cuenta algún día de la edición facsimilar deDas Volksbuch von Doktor Faust(Frankfurt, 1587) y yo acabo de completar la documentación para el capítulo central de este libro. En una farmacia compré Benzedrina. La noche anterior no había dormido. Ni tampoco la otra. Y tal vez por eso la noche siguiente me dormiré con brutalidad abandonando mi cabeza sobre tu vientre y sin haber llegado a mirar nunca tu cuerpo larguísimo, desnudo esa noche y extendido infinitamente a mi lado; noche que entonces era mañana y fue la última, con galerías como socavones y puertas golpeándose en la oscuridad y tu sabiduría de murciélago, tu nocturno magisterio de ir guiándome exacta en la tiniebla de la quinta de Verónica, en el Cerro de las Rosas. Dos noches en vela, pensé mordiendo la Benzedrina. Cincuenta horas sin dormir, pensando. Millones de segundos lúcidos. La famosa realidad, vista desde mi Benzedrina horriblemente amarga disolviéndose entre la saliva, no era más que eso. Esa tensión. Lo que uno entiende de lo que ve/ lo que pienso de las cosas mientras estoy despierto. El problema es no saber qué pensar de lo que veo. Si el mapa de la ciudad que me dieron en el hotel no miente, lo que ahora estoy viendo es la fachada del Seminario Mayor. Se lo pregunto al chico que me lustra los zapatos. Me dice que sí.Y esas mujeres furtivas, ¿qué son? Se deslizan junto a las paredes, como larvas: una de ellas lleva un vestido violeta ajustado como una vaina, con un cierre relámpago desde el escote hasta las rodillas. "Ah, ésas son las putas", dice el chico. Más veredas con graves iglesias coloniales y olora garrapiñadas. Santerías y quioscos chinos. Un cine donde alguien trepado a un andamio termina de pintar la palabramañanasobre un gran cartel.Hace un año en Marienbad.Después oigo mi nombre y estoy en un lugar llamado el Paraninfo. Vi otras caras, apreté nuevas manos y comprendí que habían expirado vertiginosamente mis dos primeras horas en Córdoba. Y todo, desde antes del principio, ya era de una tristeza impura, Graciela, porque una historia de amor puede empezar en cualquier parte, pero algunos lugares son peores que otros. Y esto es un acto académico, no un parque entre la ceniza del atardecer, esto es el paraninfo de una universidad no el boulevard de la barranca por las noches, el boulevard con su luna amarilla sobre los astilleros y enfrente el fulgor remoto de las islas, el estallido silencioso de las quemazones, esto es el acto de apertura de un debate sobre sabe Dios qué, en Córdoba, en la Argentina de los años sesenta. Viejas Rotary Club, profesores Suplemento Dominical, polígrafos Boletín de la Academia, chicas Blowin in the wind, muchachos Todo el Poder a los Soviets, subgerentes Lunario Sentimental, chicas Hiroshima mon Amour, chicas El Miedo a la Libertad. Busqué un apoyo entre las caras y los objetos. En las paredes, cuadros de gorditos tonsurados y caballeros con mostacho. Imposible la grandeza de ideas mirándolos. Tal vez, los tirantes del techo. Con un esfuerzo podía reemplazarlos por los de la casa vieja de los abuelos, en los veranos de San Pedro. O los del Don Bosco. Colegio Wilfrid Barón de los Santos Ángeles. San Esteban yo. Protomártir. Diez años, guardapolvo gris, de rodillas ante los cirios cuyo temblor infundía coraje al brazo armado de Miguel pues yo vi más de una vez cómo sé modificaba el ángulo terrible de su espada, cómo flameaba su divisa. ¿QuiéncomoDios? Me he puesto granos de maíz bajo las rodillas y te dedico mi agonía Santa Madre Auxiliadora porque te he mirado como a mujer, envuelta en esa túnica. La ceñida túnica celeste. Secreto de amor por el que iré al Infierno. Pero te amaba, yo, rival de Dios. Los tirantes del techo tampoco, esa gente va a pensar que tengo un aire en el pescuezo. Y en ese momento la vi. Reina sólo era feliz cuando viajaban juntos. En los hoteles, nada pertenecía a nadie y podía sentir que en la realidad porosa, inasible, su existencia no era inferior a las otras existencias. Una vez, en Washington, donde se quedaron tres semanas para narrar la desventurada pasión de Monica Lewinsky por Bill Clinton, ella insistió en que Camargo viajara a Chicago un día, un solo día, para ver a Ángela, que había sobrevivido al primer ciclo de la quimioterapia. Ya en esa época la relación entre los dos era pública y Brenda había entablado demanda de divorcio, no por el adulterio -como dijo por teléfono- sino porque era un padre indiferente, que pasaba meses sin ver a las hijas. Camargo se negó a viajar. Ángela está mejor, dijo, y mi presencia la puede alterar. La que se está muriendo, en cambio, es la abuela, y no tengo estómago para afrontar las escenas de dolor de Brenda, no soporto la idea de que se aferre a mí y llore sobre mi hombro. Reina no quería que las mellizas la culparan alguna vez por la ausencia del padre y le repitió a Camargo que pensara en Ángela, en sus desesperados reclamos de amor cuando hablaba por teléfono. Estaban solos en la habitación del hotel, cerca de Georgetown, vestidos ya para comer en la casa de un editor del Washington Post, y de pronto sobrevino uno de los bruscos cambios de humor de Camargo a los que Reina no conseguía acostumbrarse. Tomó asiento en un sofá junto a la cama mientras ella terminaba de maquillarse y empezóa balbucear frases sin sentido. A Reina le pareció que estaba discutiendo consigo mismo las alternativas de un vuelo a Chicago, porque en el monólogo había alusiones a horas, líneas aéreas, conexiones de trenes y nombres de hoteles desconocidos. No le estaba prestando atención. La tomó de sorpresa cuando lo vio ponerse de pie, rojo de cólera, y decirle casi a los gritos: –Estás cansado. Vamos, si querés. Me mori pues sin alcanzar a colgar y ahora, desde esta nada negra donde me paso lo que resta de la eternidad viendo los afanes del mundo y burlándome de sus embelecos, me pregunto por ociosidad una cosa: ¿de cuánto habrá sido la cuenta que le pasaron a Carlos porque no colgué? ¿O se habrá cortado sola la llamada? ¿Pero es posible en el mundo telefónico de los vivos que una llamada se corte sola? Ya ni sé. Ni me importa..

Lou Nicholes
Presentando Family Times: Lou Nicholes

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¿QUÉ SACÓ DE TU TIEMPO DE SILENCIO HOY?

Esta es una pregunta que Jack Wyrtzen me hizo en una conversación telefónica hace muchos años. Me gustaría hacerte la misma pregunta. Me quedé sin palabras porque no tenía un plan para leer la Palabra de Dios todos los días y compartirla. Como resultado, esta pregunta cambió el curso de mi vida al leer la Palabra de Dios y compartir mis pensamientos con mi familia y otras personas todos los días. Si deseas recibir estos pensamientos, solo haz clic en el botón a continuación y es gratis .

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Somos una familia misionera que ha ministrado con Word of Life Fellowship desde 1962. Esta es una organización internacional de jóvenes fundada por Jack Wyrtzen, con sede en Schroon Lake, Nueva York. Lou Nicholes creció en una pequeña granja en el sureste de Ohio.

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