15 de enero de 2025
Comentario destacado
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Momento en el que por alguna razón me sentí perfectamente bien. Sentado como estaba, la voz lo tomó por sorpresa. La voz irónica y susurrante de Bastían, junto a su nuca. En un mundo algo remoto, la señorita Etelvina tenía los ojos cerrados y se tapaba los oídos con las manitos. Bastían apoyó los brazos sobre el respaldo del sillón. Este tipo, pensó Espósito, tiene la virtud de hacerme sentir un disminuido mental. Parece un cuento de Poe. William Wilson. Pensar esto le solucionó en parte la dificultad de haberse quedado mudo. –Sicardi: voy a confiarle algo que no compartiría con nadie -le dice Camargo. El jefe de personal siente que esas palabras bastan para justificar su vida. Arriba me dejó, en Santo Domingo Savio o Villa del Socorro o El Popular o El Granizal o La Esperanza, en uno de esos mataderos, solo con mi suerte. Hasta allá subí a buscar a la mamá de Alexis y de paso a su asesino. Vi al subir los "graneros", esas tienduchas donde venden yucas y plátanos, enrejados ¿para que no les fueran a robar la miseria? Vi las canchas de fútbol voladas sobre los rodaderos. Vi el laberinto de las calles y las empinadas escaleras. Y abajo la otra ciudad, en el valle, rumorosa… Mira Alexis, tú tienes una ventaja sobre mí y es que eres joven y yo ya me voy a morir, pero desgraciadamente para ti nunca vivirás la felicidad que yo he vivido. La felicidad no puede existir en este mundo tuyo de televisores y casetes y punkeros y rockeros y partidos de fútbol. Cuando la humanidad se sienta en sus culos ante un televisor a ver veintidós adultos infantiles dándole patadas a un balón no hay esperanzas. Dan grima, dan lástima, dan ganas de darle a la humanidad una patada en el culo y despeñarla por el rodadero de la eternidad, y que desocupen la tierra y no vuelvan más. –Te das cuenta. Eso, justamente, es lo que yo digo. Luego volvió a hablar de los árboles. Cuando Bastián volvió a hablar me pareció notar algo extraño. Como si hablara a pesar de sí mismo, o como si ya no tuviese ganas de hacerlo. No quería discutir con Santiago. No públicamente. No quiere, sentí, tener razón a costa del jujeño. Estamos hartos de un país lleno de prohombres agonizantes yde jóvenes excepcionales de buena conciencia. Algún día, dijo, íbamos a recordar estos años como la única oportunidad que tuvimos de estar vivos. ¿O no se daban cuenta de que esta misma Aula Magna era un signo, el indicio de algo inquietante? El buen señor que hace un momento se levantó escandalizado, ése lo sabía. Sintió profanado este recinto centenario. ¿Quién se lo profanaba? Esos pulóveres y esas barbas, la palabra historia y la palabra homosexualidad y la palabra mierda (aplausos), profanación o amenaza que perciben no sólo nuestros prohombres agonizantes sino también ciertos rebeldes impolutos, en la cara mal afeitada de un hombre que se deja crecer la barba o el pelo porque se le antoja (aplausos), porque se atreve a asumir el comportamiento que le dictan sus ganas y su libertad. No se equivoquen al aplaudir, yo no digo mierda para que ustedes, sentados ahí, se sientan menos burgueses (bueno, pensé, este hijo de puta es bastante inesperado), ni quiero ganarme la simpatía de nadie; lo que yo quiero es señalar lo que hay detrás de todo esto. Y siguió hablando en ese mismo tono, apagado e hipnótico, mientras yo pensaba que seguramente tenía razón, pero que mi problema era otro. Me hubiera gustado saber cuál. Como aquel personaje que tenía dolor de muelas mientras contemplaba cómo crucificaban a Cristo. Sólo que ése sabía, por lo menos, que le dolían las muelas. Bastián y Santiago tenían algo en común, un secreto parecido o un parentesco secreto, que los hermanaba entre ellos y los separaba de todos los demás. Ese gesto de Santiago, hace un momento, cuando comenzó a hablar Bastían. O el de los dos, a la mañana, cuando el Poeta Místico le atribuyó a Dios la versificación de sus sonetos. Un gesto hastiado o burlón, el mío, ahora, al sorprenderme pensando que quizá este hastío y este cinismo fácil, esta risa que nos dábamos a nosotros mismos fuese un dato, una pista para rastrear aquella cosa escurridiza -lo argentino-, esa quimérica esencia que hacía divertir a Lalo o delirar al Poeta Místico o asquearse a Bastían, pero que todos andábamos buscando desde hacía ciento cincuenta años. Qué disparate, pensé, y oí la voz de la señorita Cavarozzi que pedía un poco de orden y le cedía la palabra a alguien del público, quien, por lo visto, también parecía notar que una generación como la nuestra era un síntoma inequívoco de enfermedad y decadencia nacional, y exigió respeto por las niñas y damas allí presentes, lo que ocasionó un pequeño tumulto y dio lugar a que algunas de las niñas, hinchando sus nubiles carrillos como los angelitos cólicos de los mapas antiguos, emitieran un discreto pedorreo. Sí, tal vez Bastián tenía razón. Tal vez todo aquello era el símbolo o la envoltura de algo, o yo estaba inventando las causalidades y los símbolos, ¿un argentino? ¿Desde cuándo me importaba lo argentino? a ver si resultaba nomás que Córdoba era el ombligo ontológico de lapatria y yo había ido a parar a ella como una limadura de hierro atraída por un imán. Pero aun suponiendo que Santiago y Bastián, y también el architipejo y las desmelenadas chicas resoplantes tuvieran algo en común, en qué se parecían a ese viejo cascajo anacrónico que ahora hablaba de lagrandeza de la Patria, o al Poeta Místico, esa caricatura de un antiguo radical dedicado a hacer sonetos a la Virgen, y qué hacíamos con el honorable doctor Cantilo, especialista en pasturas intensivas y en soldaditos de madera. O quizá ahí estaba justamente la clave. Porque esa mañana, en laCiudad Universitaria, yo había pensado Grandes Monos, y ahora sentía que ellos, el viejo cascajo, el doctor Cantilo, todos los innumerables fósiles de esa especie, eran al fin de cuentas nuestros Grandes Monos, hijos de los remotos gorilas que se hacían saltar la cabeza a hachazos en las montoneras del abuelo Laureano, vencedor de Artigas, vencedor de Lamadrid, parecido a Ramírez y corriendo una carrera con Dios hace ciento cuarenta años junto a una mujer que pudo llamarse Delfina pero que era rubia y se llamó Aasta. Me volví hacia Verónica: Tenés que contarme bien lo de tu abuelo Laureano, dije, como quien hace un apunte en un cuaderno. Verónica no me prestó atención y yo me di cuenta de que mi pensamiento iba dando saltos de canguro a impulso de las palabras que resonaban en aquella sala, ya que, allá adelante, alguien hablaba de la herencia de las montoneras y de Facundo Quiroga, tan orondo, yendo en coche al muere. ¿Quién comanda esta partida? Y el otro arrimó caballo y dijo yo, y ahí nomás le descerrajó un trabucazo entre las cejas. Qué bárbaros éramos. Hubo una época en que hasta la palabra bárbaros quería decir algo, se pusiera uno del lado de adentro del coche o del de afuera. Tengo que romperme bien rota el alma con ese tipo, con Bastían, ¡¡ene mucha razón Santiago, deduje súbitamente. Ellos, Bastían y Santiago, son algo así como el eslabón perdido. Un estado intermedio entre Cantilo o los cascajos y quienes vendrán después de mí. Quién sabe, a lo mejor el país ya está maduro para dar una pareja adámica de argentinos. Lo malo es pensar, como ahora, qué tengo que ver yo con todo esto. O tal vez ser argentino sea justamente esta soledad. Como ir a contramano en una escalera mecánica mirando la cara de los otros. Una cualidad negativa: no ser algo. Ni europeo ni americano. Cuántos vamos a quedar todavía en el camino para que se dé el primer antepasado. Lo curioso de nuestra condición: no tener historia o tener una historia de tres por cinco y, sin embargo, sentir que todo lo realmente nuestro pertenece al pasado. Y al mismo tiempo no encontrar el pasaje hacia el origen. Como decía Lalo, los alemanes descienden de los germanos, los franceses de los galos, hasta los gallegos tienen linaje, hasta los mexicanos, celtíberos o aztecas, únicamente los argentinos descienden de los barcos. América había venido mal parida, decía Lalo, qué se puede esperar de un anormal que se embarcó con unos delincuentes rumbo a la isla de Cipango y se encontró con esto, y encima se llamaba Cristóforo Colombo. ¿Me miraron bien?, preguntaba Lalo. Mido un metro ochenta y cinco, soy rubio y de ojos grises, qué cornotengo que ver con el negro Falucho o con Santos Vega y no lo digo por tilinguería sino por desesperación, ser argentino es como ser hijo de nadie y, como opinaba un hombre sabio, ser hijo de nadie es ser un hijo de puta. Desesperación, desesperanza ¿no serían precisamente ésas las palabras clave para descifrar el sentido de lo que otros llamaban la tristeza argentina? Porque descender de los barcos no era sólo una broma, era una alegoría del destierro. Aquellos españoles y, más tarde, todos aquellos europeos rotosos y desesperados que habían abandonado una aldea de España o un pueblito de Sicilia y subieron a esos barcos, aquellos sirios, armenios, judíos, libaneses, aquellos alemanes que viajaron hasta la Rusia de Catalina y de allá vinieron a dar a esta tierra de desolación sin recordar ya cuál era su origen, habían traído con ellos la melancolía de lo perdido para siempre, la nostalgia del lugar al que no se regresa. ¿De quiénes éramos hijos? De aquellos iniciales delincuentes españoles y de estos otros rotosos que llegaron después, que descendieron de sus barcos y nos dieron por alma la memoria de su tristeza. Había entonces, pese a todo, un espíritu argentino, una memoria colectiva así como hay una memoria personal; tal vez es eso lo que da forma a lo que llamamos historia. Y entonces tenían razón Bastían y hasta el architipejo cuando hablaban de darle un sentido nuevo a la historia, de empezar a ser; de hacer algo con lo que se había hecho de nosotros. Y, sin embargo, en el fondo de toda esta necesidad de existir, qué manera de odiarnos unos a otros, cuánto rencor y resentimiento. Sectas, clanes, cofradías, tribus, castas. No había más que echar una ojeada a esa misma Aula Magna para sentirlo. La inteligencia del país, estaba diciendo ahora la Cavarozzi, lo mejor de la inteligencia argentina y de una nueva y pujante generación cuyas obras ya hablan por sí mismas (¿qué obras?, ¿a quién hablan?, ¿por qué estoy perdiendo el tiempo con estos disparates?). Cada uno una república personal, en guerra con todos los otros. Qué manera de malquerernos y despreciarnos, sobre todo despreciarnos, yo a Bastían y a Cantilo y al architipejo, Bastían a mí, Santiago a todos. Ahora sé que Santiago a todos. –De qué… El doctor Clarke,¿quién es?, has dicho. El hematólogo que la está viendo desde que empezó todo, se asombra Brenda. Cómo no te vas a acordar de él. Pero es así, no te acordás. Hace ya mucho que pensás en Ángela como si no tuviera que ver con vos. Decís su nombre y se te abre un blanco en los sentimientos. Las fotos de los conciertos, los paseos en bicicleta, nada de ese pasado te conmueve. Has ido a visitarla un par de veces este año y ni siquiera tuviste ánimo para abrazarla. Se ha vuelto demasiado frágil. Ha dejado de pertenecerte, porque ahora pertenece a la enfermedad, a la mala suerte, a una pena de la que preferís estar lejos. Tratás de decir algo más en el teléfono y no te sale. ¿Cómo está Diana?, has preguntado. Rara vez tu ex esposa y vos hablan de la otra melliza. Ella también te es ajena. No se ha separado ni un instante de la cama de Ángela, responde Brenda. Ahora sí,porque no la dejan quedarse en la sala de terapia intensiva. Está acá mismo, conmigo. ¿Querés hablar con ella? No, contestás, aterrado. Ahora no puedo. Tengo a dos de los editores en la antesala. La situación del país es grave, como sabés. Estamos esperando de un momento a otro la renuncia del ministro de Economía. Dale un beso de mi parte a Diana. Decile que la extraño. Si puedo viajar mañana te lo hago saber, Brenda. Tengo que cortar. ¿Mañana?, pregunta ella. No lo puedo creer. ¿Vas a esperar a mañana? Ángela tiene cuarenta y un grados de fiebre y no se la pueden bajar. No sé si te das cuenta que mañana podría perder la conciencia y agravarse tanto que no te dejen verla. Tiene que ser hoy mismo, Camargo. Sos el padre. Te subleva que Brenda invoque una responsabilidad a la que nunca has faltado. Estás gastando una fortuna en hospitales y médicos inútiles, que ni siquiera saben bajar una temperatura de cuarenta y un grados, y ella te habla de tus deberes de padre. Es más de lo que se puede tolerar. No me apurés, Brenda, le decís. Siempre estás queriendo manejar la vida de los otros. Ya voy a ver cómo me las arreglo para viajar. Sentí por dentro que elrasdrás me dominaba, pero tenía que andar con cuidado, así que les sonreí alveco que ocupaba el lugar de Andy y a todos losnadsats danzantes ycrichantes. Elveco del mostrador dijo: -Amigo, métase ahí en esa cabina y le mandaré algo. Fue aquel bodegón el primer sitio que se le vino a la cabeza cuando invitó a comer a Reina Remis para seguir discutiendo la necrología de Robert Mitchum. Era un martes y no habría nadie, pero igual ordenó a las secretarias que le reservaran una mesa debajo de la escalera de caracol que estaba en el centro y dieran la dirección a Remis por teléfono. Y que te vaya bien, que te pise un carro o que te estripe un tren. –Para aromatizar el ambiente. –Mediocerrálos entonces, y así no ves tanta luz que te moleste ni tanta cara que te asuste. Ves medias caras. Y una medía cara no es una cara, es un cuadro de Picasso, que ya murió y no te puede hacer daño. Algunos mozos arrastraron una tarima de madera hacia el centro del restaurante y pusieron allí un par de taburetes altos. Camargo divisó a dos hombres de melena engominada junto al mostrador del bar. Llevaban la cara pálida de talco. Y cuando uno subía con el juguito: –¿Y la del hombre qué? -me rebate Aníbal. Una vez a uno. Por si tenía criptococosis le daba fluconazol; por si tenía histoplasmosis le daba itraconazol; por si tenía neumonía le daba trimetoprim sulfametoxazol. Y si no tenía criptococosis ni histoplasmosis ni neumonía, qué carajos, lo que no mata engorda. Si a Darío lo iban a matar los médicos o el hijueputa sida, ¡que lo matara yo! Total, a mí era al único que me dolía..

Lou Nicholes
Presentando Family Times: Lou Nicholes

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Somos una familia misionera que ha ministrado con Word of Life Fellowship desde 1962. Esta es una organización internacional de jóvenes fundada por Jack Wyrtzen, con sede en Schroon Lake, Nueva York. Lou Nicholes creció en una pequeña granja en el sureste de Ohio.

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