15 de enero de 2025
Comentario destacado
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Asignó a Reina dos ayudantes para que investigara el crimen de un estanciero y su esposa durante las inundaciones del río Salado. Los culpables parecían ser tres miembros de la familia Guthrie, unos puesteros pelirrojos, de cara aindiada, que descendían de escoceses. Se los acusaba de haber crucificado a los patrones con vigas arrancadas del techo de un granero. Reina había descubierto cerca de los cadáveres un ejemplar ruinoso del evangelio según Marcos, y en su artículo, comparó el asesinato con otro cometido por una familia de nombre parecido, Gutre, en 1928. Esta primera historia había sido ligeramente modificada por Jorge Luis Borges e incluida en uno de sus libros de cuentos, El informe de Brodie. Reina exhumó los detalles del crimen original, en el que los crucificados eran también dos -un estudiante de medicina y su primo hermano-, y lamentó que Borges empobreciera la realidad al acentuar la semejanza con el sacrificio del Gólgota. Debían de haberlo influido los informes periodísticos de la época, que aludían a Jesucristo y al buen ladrón, tal como hicieron los diarios de fines de 1999. Más sagaz, Reina advirtió que los Guthrie eran iletrados, como los Gutre, y conocían una tradición rural de las Highlands, según la cual Jesús murió en la cruz de Jerusalén al mismo exacto tiempo que Simón, su hermano gemelo, era martirizado en la cruz de Damasco. –Yo, Juana. Lo que sucedió entonces no es fácil de escribir. Quizá porque cuarenta o cincuenta minutos más tarde, al apuntarlo en mi libreta mientras esperaba en el hotel tu llamada o la hora de ir al Cerro, los pasos de Santiago, en la habitación vecina, se superponían a otros pasos, también de Santiago pero resonando en la soledad de la galería. A unos metros de la salida se detuvo, sin verme. Con gesto divertido miró las tablas en cruz, un gesto entre perplejo y resignado que en un primer momento me pareció dirigido a mí. Luego se dio vuelta y, dándome la espalda, se quedó apoyado en una de las columnas, como si algo que estaba fuera de mi vista le hubiera llamado la atención. Y de pronto una musiquita estrafalaria y repentina invadió la galería. El jujeño acababa de echar una moneda en la más cercana de las Máquinas que Cantan. Una de esas máquinas que tienen, detrás de un vidrio, un pequeño escenario como de marionetas, con palmeras y cocoteros, que se ilumina al caer la moneda y donde una frenética orquesta de monos, patos o muñecos multicolores y horrendos, ejecuta cualquier melodía de moda. Era casi inquietante verlo, parado ahí, frente a la extraordinaria orquesta de muñecos, mirándola con absoluta seriedad. Entonces ya no quise que me viera. En parte por pudor, porque temía avergonzarlo, en parte porque nadie tiene derecho a violar impunemente la intimidad de un hombre que se imagina a solas, ya que hay en esa soledad algo poco menos que sagrado y tan intransferible, tan frágil, que toda mirada ajena es como una profanación. Me sentía como un intruso oculto en un santuario, espiando, con hereje incredulidad, al oficiante de un rito enigmático, oscuramente sobrecogedor pero al mismo tiempo absurdo, casi cómico. De chico, en ocasiones como ésta, no podía dejar de imaginarme la espantosa diversión de Dios. Cuando terminó la musiquita, Santiago, con toda tranquilidad, metió otra moneda en la ranura y se alejó, dejando a la desaforada orquesta en plena ejecución. Preví su próximo movimiento. Ya no me asombró que al pasar frente a otro de los cachivaches hiciera lo mismo; puso una moneda y lo dejó andando. Siete u ocho máquinas hay en esa galería; cuando el jujeño salió de allí, todas -excepto una- interpretaban en frenético contrapunto un concierto caótico e infantil que era una celebración y una despedida. Yo me había ido acercando fascinado hacia las tablas en cruz y me quedé allí, inmóvil y atemorizado por una idea que, al llegar el jujeño a la última máquina, se concretó brutalmente: nadie anda con tantas monedas de un peso encima. En efecto, allá en el otro extremo de la galería, Santiago buscó inútilmente en los bolsillos y se encogió de hombros. La última orquesta no acompañó sus pasos; y yo sentí que eso necesariamente tenía que sucederle a él. De todos modos, algo hermoso y terrible ocurrió en aquella galería, algo que apenas se puede explicar describiendo con palabras la delgada silueta del jujeño que se aleja de mí bajo la gran bóveda cenicienta envuelto en su música ridícula, algo que Santiago acababa de realizar para sí mismo, como quien da con la forma de su propio milagro. Como si a su modo el jujeño fuera el autor del fragmento de una música que, también a su modo, ejecutaban acá abajo esos monos y esos patos y esos muñecos espantosos, mientras él, con las manos en los bolsillos del saco, se perdía por el lejano extremo del túnel y entraba para siempre en la noche, escuchando vaya a saber qué, envuelto en la festiva fealdad de ese tumulto, nimbado deuna extraña grandeza. Somos un té flojo, recién hervido, Ya la enfermera le había desinfectado el brazo con alcohol, había llenado de anfotericina la jeringa y se disponía a inyectársela en la vena cuando le advertí: Y en mi desesperación a los gritos mandaba de un trancazo el caldo de pollo o de lo que fuera al diablo. Se rió. Y la risa le iluminó la cara, lo que quedaba de la cara. Nunca pensé que pudiera reírse la Muerte. Ahí estaba, la Muerte, riéndose, en la hamaca, compenetrándose de él. Espósito se hizo un poco hacia atrás y vio en el espejo que tenía lastimada la boca. Soltó una de las muñecas de Bastián, abrió con lentitud la mano y se la llevó a los labios, para limpiarse la sangre. Lo demás sucedió sin su intervención: Bastián alzó bruscamente el antebrazo como si sedefendiera de algo, y la mano de Espósito, obrando sola, salió disparada hacia adelante, de revés, y golpeó con toda su fuerza la cara de Bastián. Bastián tropezó y cayó sentado en el bidet. Hizo ademán de levantarse; pero se quedó quieto, con los ojos muy abiertos. La puerta se abrió del todo, y vi una luz cálida y un fuego que hacía cracl cracl cracl. -Entre -dijo elveco-, no importa quién sea. Dios lo asista, pobre víctima, y veamos qué le pasa. -Entré tambaleándome, y esta vez, hermanos, no representaba una escena, porque me sentía realmente acabado. Esteveco bondadoso me pasó lasrucas por losplechos y me llevó al cuarto donde ardía el fuego, y entonces comprendí en seguida por qué elslovo HOGAR sobre la entrada me había parecido tan familiar. Miré alveco yél me miró con bondad, y entonces lo recordé bien. Por supuesto, él no podía recordarme, porque en aquellos tiempos yo y mis supuestosdrugos hacíamos todas nuestrasbolchesdratsadas, juegos ycrastadas con máscaras que eran disfraces realmentejoroschós. Era unveco más bien bajo, de mediana edad, treinta, cuarenta o cincuenta años, y llevabaochicos .- Siéntate al Iado del fuego -dijo-, y te traeré un poco de whisky y agua caliente. Dios mío, alguien estuvo golpeándote con verdadera saña. -Y me echó una mirada compasiva a lagolová y ellitso. ¿La teja? ¿A mi? ¿A mí, a mí, a mí, en un planeta devastado y cuando ya no tenemos redención? ¡Si morirse no es tan grave, niña! Lo grave es seguir aquí. Qué manía tan mezquina ésta de los mortales de aferrarse como garrapatas a la vida, a contracorriente de nuestra profunda esencia. Después explicó sonriendo que esto, naturalmente, debía tomarse como una interpolación destinada a evitar cualquier malentendido, pero que él estaba allí para tratar otro asunto. Se abrochó la bragueta. El efecto fue sorprendente. Como si la expresión de las caras, el movimiento de los cuerpos, el sonido de la música, regresaran a esta región de la realidad. Volvió a oírse el saxo de Paul Desmond. Verónica terminó de encender su cigarrillo. El alto señor de la ventana bajó su vaso y lo puso sobre una mesita. Bastían, muy pálido, miraba a Esteban y la mejilla volvía a temblarle con el mismo tic colérico de esa mañana. Otro asunto, repitió Lalo. La última batalla del abuelo Laureano y su degüello en los pantanos del sur. Despejen, por favor, la alfombra. Vos, Elena, alcánzame ese florero. Gracias. Este florero es el mangrullo donde el abuelo medita sobre el destino de la Patria y la muerte de las ilusiones. El campo de batalla tenía la forma aproximada de esta piel de oso, piel, dicho sea de paso, que perteneció a una bestia que cacé yo mismo en el Yukón, acá pueden ver el tiro. Vos, Graciela, ya que entraste, decile a Verónica que me dé las llaves del tallercito de Roque, preciso los coraceros y los blandengues, y una berlina. Y de paso que saquen esa música de mierda, pongan una zamba o aunque más no sea un tango. Mientras armo todo, ustedes pueden ir a dar una vuelta por el parque. Hay una tormenta eléctrica exacta a la de hace ciento cuarenta años. Es que la vida es así, cosa grave, parcero. Por eso vuelvo y repito: no hay que andar imponiéndola. Que el que nazca nazca solo, por su propia cuenta y riesgo y generación espontánea. Apuntalado en una precaria legitimidad electorera, presidido por un bobo marica, fabricador de armas y destilador de aguardiente, forjador de constituciones impunes, lavador de dólares, aprovechador de la coca, atracador de impuestos, el Estado en Colombia es el primer delincuente. Y no hay forma de acabarlo. Es un cáncer que nos va royendo, matando de a poquito. –No. Las Malvinas eran un lugar secreto del parque, en la casa vieja. Pero no importa lo que eran, sino lo que pasó. Sintió que Brenda trataba de apagar los sollozos que se le habían encendido, pero eran demasiados. De las cenizas de un sollozo brotaban las llamas de otro. Mentí, con absoluta impremeditación. Cuando terminé de hablar, era cierto..

Lou Nicholes
Presentando Family Times: Lou Nicholes

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Somos una familia misionera que ha ministrado con Word of Life Fellowship desde 1962. Esta es una organización internacional de jóvenes fundada por Jack Wyrtzen, con sede en Schroon Lake, Nueva York. Lou Nicholes creció en una pequeña granja en el sureste de Ohio.

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